Cathy colocó dos tableros en el caballete que ya le habían dispuesto, uno lleno de planos y el otro cubierto de estadísticas. Se volvió hacia nosotros. Le dediqué una cálida sonrisa.
– Buenos días, damas y caballeros. -Hizo una pausa y consultó sus notas-. Me gustaría comenzar con…
Se mostró vacilante al principio, pero enseguida recuperó su seguridad y procedió a explicar, planta por planta, por qué la política de personal de la empresa estaba obsoleta, y los pasos que debíamos dar para rectificar la situación lo antes posible. Incluían la jubilación anticipada de los hombres de sesenta años y las mujeres de cincuenta y cinco; el alquiler de estantes, incluso de secciones enteras, a marcas famosas, que comportaría unos ingresos garantizados sin el menor riesgo económico para «Trumper's», pues cada empresa sería responsable de aportar sus propios empleados; y una reducción mayor del porcentaje a las firmas que desearan colocarnos sus productos por primera vez. La presentación se prolongó durante cuarenta minutos, y se produjeron unos momentos de silencio cuando Cathy concluyó.
Si su presentación fue buena, la forma en que se enfrentó con las preguntas que siguieron fue aún mejor. No se arredró ante los problemas bancarios que tanto Tim Newman como Paul Merrick le plantearon, y lo mismo hizo con la preocupación ante la reacción de los sindicatos que manifestó Arthur Selwyn. En cuanto a Nigel Trentham, le manejó con la serena eficiencia que a mí me hacía falta. Cuando Cathy abandonó la sala una hora después todo el mundo se puso en pie de nuevo, excepto Trentham, que clavó la vista en la mesa.
Cathy me estaba esperando aquella noche en la puerta de casa.
– ¿Y bien?
– ¿Y bien?
– No me tomes el pelo, Charlie -me reconvino.
– Has sido nombrada nueva directora de personal -le dije, sonriente. Se quedó sin habla unos instantes.
– Ahora que has abierto la caja de los truenos, jovencita, la junta confía en que soluciones el problema.
Cathy experimentó una emoción tan enorme que, por primera vez, pensé que estábamos dejando atrás la muerte de Daniel. Telefoneé aquella misma noche al doctor Daniels para decirle que Cathy no sólo había superado la prueba, sino que, como resultado de su exposición, había sido elegida para integrarse en la junta. Sin embargo, lo que no les dije a ninguno de los dos fue que me había visto obligado a aceptar otra nominación para la junta presentada por Trentham, a fin de que el nombramiento de Cathy fuera aprobado sin un voto en contra.
Desde el día que Cathy llegó a la junta, todo el mundo comprendió que ya no era, simplemente, una brillante muchacha del rebaño de Becky, sino una firme candidata a sucederme como presidente. No obstante, yo sabía muy bien que el éxito de Cathy dependía de que Trentham no lograra controlar el cincuenta y uno por ciento de las acciones de «Trumper's». También sabía que la única manera de hacerlo era presentando una oferta pública de compra, algo muy posible cuando se apoderase del dinero que todavía obraba en manos del fideicomiso Hardcastle. Por primera vez en mi vida deseé que la señora Trentham viviera lo suficiente para fortalecer la empresa hasta el punto de que el dinero del fideicomiso no le bastara para vencer en la contienda.
El 2 de junio de 1953 la reina Isabel fue coronada y dos hombres de diferentes países de la Commonwealth conquistaron el Everest. Winston Churchill fue quien mejor resumió el acontecimiento: «Aquellos que han leído la historia de la primera era isabelina, arderán en deseos de participar en la segunda».
Entretanto, Cathy se dedicó con todas sus fuerzas al proyecto que la junta le había confiado. Consiguió un ahorro en salarios de cuarenta y nueve mil libras durante 1953, y de veintiuna mil libras más en la primera mitad de 1954. A finales del año fiscal tuve la impresión de que sabía más sobre la dirección del personal de «Trumper's» que cualquiera de la mesa, incluido yo.
Durante 1955, las ventas al extranjero cayeron en picado, y como Cathy ya había cumplido su cometido y yo quería que ganara experiencia en otros departamentos, le pedí que resolviera el problema de nuestras ventas internacionales.
Asumió su nuevo cargo con el mismo entusiasmo que dedicaba a todo, pero durante los dos años siguientes empezó a chocar con
Trentham en bastantes temas, incluyendo la política de devolver el dinero a cualquier cliente capaz de demostrar que había pagado menos por un artículo corriente en otra tienda. Trentham arguyo que a los clientes de «Trumper's» no les interesaban las diferencias de precio imaginarias con almacenes menos conocidos, sino tan sólo la calidad y el servicio.
– No es responsabilidad de los clientes preocuparse por la hoja de balance, sino de la junta, en beneficio de sus accionistas -con testó Cathy.
En otra ocasión casi acusó a Cathy de ser comunista, cuando ella sugirió un «proyecto para que los trabajadores participasen como accionistas», pensando que daría lugar a una lealtad que sólo los japoneses comprendían plenamente, un país, explicó, en que las empresas solían conservar el noventa y ocho por ciento de su plantilla durante toda su vida. Ni siquiera yo vi con buenos ojos esa idea, pero Becky me advirtió en privado de que ya empezaba a hablar como un «carroza». Sospeché que se trataba de una expresión moderna, y que no podía tomarla de ninguna manera como un cumplido.
Cuando «Legal & General» fracasó en su intento de ser nuestra compañía aseguradora, vendió el dos por ciento de sus acciones a Nigel Trentham. Desde aquel momento, hasta yo temí que consiguiera las acciones necesarias para apoderarse de la empresa. También propuso otra nominación para la junta que, gracias al respaldo de Brian Hurst, fue aceptada.
– Tendría que haberme quedado ese solar hace treinta y cinco años por cuatro mil libras de nada -le dije a Becky.
– Estoy de acuerdo. Lo peor es que ahora nos resulta más peli grosa muerta que viva -me recordó mi mujer.
La llegada de Elvis Presley, los teddy boys, las tarjetas de crédito y la sociedad permisiva fue salvada sin excesivos problemas por «Trumper's».
– Puede que los clientes cambien, pero no permitiremos que ocurra lo mismo con nuestro nivel de calidad -dije a la junta.
La empresa declaró unos beneficios netos de setecientas cincuenta y siete mil libras, un catorce por ciento de rendimiento sobre el capital, y superamos este éxito un año después cuando la reina nos concedió la Autorización Real. [25] Di instrucciones de que colgara sobre la puerta principal, para indicar al público que la reina había comprado en el carretón de manera regular.
No podía pretender haber visto a Su Majestad cargada con una de nuestras conocidas bolsas azules, decoradas con el motivo en plata de un carretón, o bajando y subiendo por la escalera automática en una hora punta, pero todavía recibíamos llamadas telefónicas regulares desde palacio siempre que iban cortos de provisiones. Ello confirmaba la teoría de mi abuelo, en el sentido de que una manzana siempre es una manzana, independientemente de quién la coma.
El momento culminante de 1961 llegó cuando Becky inauguró el Centro Dan Salmon en Whitechapel Road, otro edificio que había superado notablemente los costes previstos. Sin embargo, no me arrepentí ni de un solo penique del gasto, pese a las críticas de Trentham, cuando contemplé a la nueva generación de chicos y chicas del East End nadando, boxeando, alzando pesas y jugando al squash, un deporte que me resultaba absurdo.
Todos los sábados por la tarde que acudía al campo del West Ham, me dejaba caer por el club camino de casa, y observaba a los niños africanos, hindúes y asiáticos (los nuevos habitantes del East End) peleándose entre ellos al igual que nosotros habíamos hecho contra los irlandeses y los inmigrantes del este de Europa.
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