– Pero ¿por qué? -preguntó Becky horrorizada-. Usted siempre nos ha apoyado en el pasado, contra viento y marea.
– Le ruego me disculpe, lady Trumper, pero no estoy en libertad de revelar mis motivos.
– ¿No puede de ninguna manera reconsiderar su posición? -preguntó Charlie.
– No, señor -replicó con firmeza Harrison.
Inmediatamente Charlie levantó la sesión, a pesar de que todo el mundo trataba de hablar a la vez, y siguió rápidamente a Harrison fuera de la sala del consejo.
– ¿Qué es lo que lo ha hecho dimitir? -preguntó Charlie-. ¡Después de todos estos años!
– ¿Podríamos tal vez reunimos mañana y discutir mis motivos, sir Charles?
– Ciertamente. Pero dígame sólo por qué le ha parecido necesario abandonarnos en el momento en que más le necesitamos.
El señor Harrison detuvo sus pasos.
– Sir Raymond previo que podría suceder esto -dijo en voz baja-. Por lo tanto me dio sus instrucciones al respecto.
– No comprendo.
– Por ese motivo nos reuniremos mañana, sir Charles.
– ¿Desea que vaya con Becky?
El señor Harrison consideró la sugerencia durante un rato y luego dijo:
– Creo que no. Si voy a revelar una confidencia por primera vez en cuarenta años, preferiría no tener otro testigo.
A la mañana siguiente, cuando Charlie llegó a Dickens & Cobb, bufete de Harrison, encontró al antiguo socio de pie en la puerta esperando para saludarle. Aunque jamás, en los siete años que hacía que se conocían, había llegado con retraso a una entrevista con el señor Harrison, Charlie se conmovía ante la arcaica cortesía que el abogado siempre mostraba con él.
– Buenos días, sir Charles -dijo Harrison procediendo enseguida a guiar a su huésped por el corredor hacia su oficina.
Charlie se sorprendió de que le invitaran a sentarse junto a la chimenea, apagada, en vez de en su acostumbrado lugar al otro lado del escritorio del socio. No había escribano ni secretario en el despacho para tomar nota de la reunión. También se fijó en que el teléfono del escritorio del señor Harrison estaba descolgado. Se sentó comprendiendo que ésta no iba a ser una reunión corta.
– Hace muchos años, cuando yo era joven -comenzó Harrison-, y hacía mis exámenes, me juré guardar un código de confidencialidad cuando tratara de los asuntos personales de mis clientes, como usted muy bien sabe, fue sir Raymond Hardcastle y… -llamaron a la puerta y entró una chica portando una bandeja con dos tazas de café caliente y un azucarero.
– Gracias, señorita Burrows -dijo Harrison cuando la chica le colocó una taza delante. No continuó su exposición hasta que se hubo cerrado la puerta tras ella-. ¿Dóndes estaba, querido amigo? -preguntó dejando caer un terrón de azúcar en su taza.
– Su cliente, sir Raymond.
– Ah, sí. Ahora bien, sir Raymond dejó un testamento del cual usted muy bien puede considerarse conocedor. Pero lo que usted no sabe, sin embargo, es que él acompañó una carta con ese testamento. No tiene valor legal, ya que iba dirigida a mí a título personal.
El café de Charlie estaba allí sin tocar mientras él escuchaba con suma atención lo que tenía que decirle Harrison.
– Debido a que esta carta no es un documento legal sino una comunicación personal entre viejos amigos, he decidido que usted tenga conocimiento de su contenido.
Harrison se inclinó hacia la mesa que tenía delante y abrió una carpeta. Sacó una sola hoja de papel escrita con letra firme y enérgica.
– Antes de leerle esta carta, me gustaría aclarar que fue escrita en una época en que sir Raymond suponía que su propiedad sería heredada por Daniel y no por su pariente más próximo.
El señor Harrison se reacomodó las gafas sobre el caballete de la nariz, se aclaró la garganta y comenzó a leer:
Estimado Ernest:
A pesar de todo lo que he hecho para asegurarme de que mis últimos deseos se cumplan al pie de la letra, aún podría ser posible que Ethel encontrara alguna forma de conseguir que Daniel, mi bisnieto, no fuera mi heredero principal. Si se presentaran tales circunstancias, por favor, haz uso de tu sentido común y permite que aquellos más afectados por las decisiones de mi testamento entren en conocimiento de sus más sutiles detalles.
Mi viejo amigo, sabes exactamente a quién y a qué me refiero.
Siempre tuyo
Ray
Harrison volvió a colocar la carta sobre la mesa y dijo:
– Me temo que conocía las flaquezas de su hija tan bien como las mías.
Charlie sonrió al considerar el dilema ético ante el que evidentemente se encontraba el anciano abogado.
– Ahora bien, antes de remitirme al testamento mismo, debo hacerle otra confidencia. Charlie asintió.
– Usted tiene dolorosa conciencia, sir Charles, de que el señor Nigel Trentham es ahora el pariente más próximo. En verdad, no debe pasar inadvertido que el testamento está de tal modo redactado que sir Raymond ni siquiera fue capaz de poner su nombre como beneficiario. Supongo que esperaba que Daniel tuviera su propia prole que habría pasado automáticamente delante de su nieto
»La situación actual es que el señor Nigel Trentham, como el descendiente más cercano vivo, tendrá derecho a las acciones de «Trumper's» y al legado principal de los bienes de Hardcastle, una fortuna inmensa, la cual, puedo confirmar, le proporcionará los fondos adecuados para comprar en su totalidad las acciones de su empresa. Sin embargo, no es para esto que le he pedido verlo esta mañana. No, la razón es que hay una cláusula en el testamento de la cual usted no puede haber tenido conocimiento anteriormente. Después de tomar en consideración la carta de sir Raymond creo que tengo nada menos que el deber de informarle de su objetivo.
Harrison buscó en su carpeta y sacó un fajo de papeles sellados con lacre y atados con una cinta rosa.
– La redacción de las once primeras cláusulas del testamento de sir Raymond me llevó un tiempo considerable. Sin embargo, su sustancia no es pertinente para el problema que tenemos entre manos. Hacen referencia a legados de menor cuantía dejados por mi cliente a sobrinos, sobrinas y primos que ya han recibido las sumas asignadas.
»Las cláusulas siguientes, de la doce a la veintiuna, pasan a nombrar instituciones de beneficencia, clubes e instituciones académicas con las que estuvo asociado mucho tiempo sir Raymond, y éstas también han recibido los beneficios de su generosidad. Pero es la cláusula veintidós la que yo considero crucial.
Harrison se aclaró la garganta una vez más antes de mirar el testamento y pasar algunas páginas.
«Dejo el remanente de mis bienes al señor Daniel Trumper de Trinity College, Cambridge, pero en caso de que él no sobreviviera a mi hija Ethel Trentham, entonces esa suma deberá dividirse entre sus hijos. Si no hubiera prole a considerar, entonces la propiedad pasará a mi descendiente más próximo vivo.» Ahora, al párrafo pertinente, sir Charles. «Por favor, haga todo lo que considere necesario para encontrar a alguien que tenga derecho a reclamar mi herencia. El pago definitivo del remanente de la propiedad no se cumplirá hasta que hayan pasado dos años desde la muerte de mi hija.»
Charlie iba a hacer una pregunta cuando el señor Harrison levantó la mano.
– Ahora veo claro -continuó- que el objetivo de sir Raymond al incluir la cláusula veintidós fue simplemente darle a usted tiempo suficiente para organizar sus fuerzas y luchar contra cualquier OPA que Nigel Trentham pudiera intentar.
»Sir Raymond también dejó instrucciones para que pasado un tiempo conveniente después de la muerte de su hija colocara un anuncio en The Times, el Telegraph y el Guardian o en cualquier otro periódico que yo considerara apropiado o pertinente para tratar de descubrir si había algún otro familiar que pudiera reclamar algún derecho sobre la propiedad. Si ése fuera el caso, podrían hacerlo poniéndose en comunicación directamente con esta firma. Trece familiares ya han recibido la suma de mil libras, pero es muy posible que haya otros primos o parientes lejanos, y sir Raymond estaría más que feliz de dejar otras mil libras a algún pariente desconocido si al mismo tiempo le daba a usted una tregua. Y por cierto -añadió Harrison-, he decidido añadir el Yokshire Post y el Huddersfield Daily Examiner a la lista que aparece en el testamento, debido a las conexiones familiares en ese condado.
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