Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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Hundió la cara en la almohada. No sabía qué demonios le pasaba. Era como si, después de aquello, hubiera dos Josies, la niña pequeña que seguía aferrándose a la esperanza de que todo fuera una pesadilla, que pudiera no haber sucedido nunca, y la persona realista que se sentía tan mal que arremetía contra quien estuviera a su alcance. El problema era que Josie no sabía cuál de las dos se impondría a la otra en un momento determinado. Y encima ahí estaba su madre, por el amor de Dios; incapaz de freír un huevo y poniéndose ahora a hacerle crepes a Josie antes de que se fuera al colegio. Cuando era más pequeña, a veces se imaginaba viviendo en un hogar en el que tu madre, el primer día de escuela, te ha preparado una mesa con un despliegue de huevos con tocino y jugo de naranja, para comenzar el día como es debido…en lugar de un elenco de cajas de cereales y una servilleta de papel. Bueno, pues ahora ya tenía lo que deseaba, ¿no? Una madre que se sentaba en el borde de su cama cuando Josie tenía ganas de llorar, una madre que había abandonado temporalmente el trabajo que era su vida para velar por ella. ¿Y cómo respondía Josie? Apartándola de un empujón. Haciendo todas las pausas entre palabra y palabra le dijo mentalmente: «Nunca te importó lo más mínimo nada de lo que pasaba en mi vida cuando no había nadie mirando, así que no creas que ahora te va a ser tan fácil».

Josie oyó de pronto el ruido del motor de un coche que se detenía en el camino de entrada. «Matt», pensó, antes de poder darse cuenta; y para entonces todos los nervios del cuerpo se le habían tensado hasta alcanzar el límite del dolor. Ahora se daba cuenta de que no había pensado en cómo iba a llegar hasta el colegio…Matt siempre la recogía de camino allá. Su madre la llevaría, claro. Pero Josie se preguntaba cómo era que no había pensado antes en todas aquellas cuestiones logísticas. ¿Porque no se atrevía? ¿Porque no quería?

Desde la ventana de su habitación vio a Drew Girard apearse de su maltratado Volvo. Para cuando bajó a abrirle la puerta, su madre había salido también de la cocina. Llevaba el detector de humos en la mano, sacado de su enclave de plástico en el techo.

A Drew le daba el sol, y se protegía los ojos haciéndose visera con la mano libre. El otro brazo lo llevaba todavía en cabestrillo.

– Debería haber llamado.

– Da igual-dijo Josie, que se sentía mareada. Se dio cuenta de que los pájaros habían regresado del lugar, cualquiera que fuera, al que se habían marchado en invierno.

Drew pasó la mirada de Josie a su madre.

– Se me ocurrió que, bueno, yo qué sé, que igual necesitaba que la llevasen.

De repente Matt estaba allí con ellos. Josie podía sentir sus dedos en la espalda.

– Gracias-dijo su madre-, pero yo la acompañaré hoy.

El monstruo se desenroscó en el interior de Josie.

– Prefiero ir con Drew-dijo, recogiendo la mochila que había dejado colgada del poste de la barandilla de la escalera-. Nos vemos a la salida.

Sin volverse siquiera a ver la expresión de su madre, Josie corrió a meterse en el coche, que refulgía como un santuario.

Dentro, esperó a que Drew le diera al contacto y saliera del camino de entrada.

– ¿Tus padres también están así?-le preguntó Josie, cerrando los ojos mientras el coche ganaba velocidad, calle abajo-. ¿Sin dejarte respirar?

Drew la miró.

– Psé.

– ¿Has hablado con alguien?

– ¿De la policía?

Josie negó con la cabeza.

– De nosotros.

Él redujo la velocidad.

– He ido al hospital a ver a John un par de veces-dijo Drew-. No recordaba mi nombre. No recuerda palabras como «tenedor», o «cepillo» o «escalera». Yo no sabía qué hacer, me sentaba allí con él, le contaba idioteces, como quién había ganado los últimos partidos de los Bruins de Boston, cosas así…Pero mientras, no podía dejar de preguntarme si él ya sabe que no podrá volver a andar.-En un semáforo en rojo, Drew se volvió hacia ella-. ¿Por qué él y no yo?

– ¿Qué?

– ¿Por qué habremos sido los afortunados?

Josie no supo qué contestarle. Miró por la ventanilla, haciendo como que se sentía fascinada por un perro que tiraba de su dueño en lugar de ser al contrario.

Drew detuvo el coche en el estacionamiento del colegio Mount Lebanon. Junto al edificio estaba el patio de recreo. Después de todo, había sido una escuela de enseñanza primaria, e incluso después de reconvertirse en centro administrativo, los chicos del vecindario aún seguían yendo a jugar con las barras y los columpios. Delante de la puerta principal del colegio estaban el director del instituto y una fila de padres, llamando en voz alta a los alumnos y dándoles ánimos al entrar en el edificio.

– Tengo algo para ti-dijo Drew, que buscó detrás del asiento y sacó una gorra de béisbol que Josie reconoció. Si alguna vez había tenido alguna inscripción bordada, hacía tiempo que se había deshilachado. El borde estaba desgastado y enrollado como un zarcillo. Se la dio a Josie, que pasó el dedo con suavidad por la costura interior.

– Se la dejó en mi coche-le explicó Drew-. Se la iba a dar a sus padres, pero después se me ocurrió que a lo mejor tú la querrías.

Josie asintió con la cabeza, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

Drew apoyó la frente contra el volante. Josie tardó unos segundos en comprender que él también estaba llorando.

Le puso la mano en el hombro.

– Gracias-consiguió articular, y se encasquetó la gorra de Matt en la cabeza. Abrió la puerta del coche y sacó la mochila del asiento trasero, pero en lugar de dirigirse a la entrada principal del colegio, cruzó la verja oxidada que rodeaba el patio de recreo. Se metió en el cajón de arena y se quedó mirando las huellas de sus zapatos, preguntándose cuánto tardarían el viento o las inclemencias del tiempo en hacerlas desaparecer.

Alex se había disculpado dos veces para ausentarse de la sala del tribunal y llamar al móvil de Josie, a pesar de saber que ésta lo tenía apagado durante las horas de clase. El mensaje que había dejado era el mismo en ambas ocasiones: «Soy yo. Sólo quería saber si todo va bien».

Alex le dijo a su asistente, Eleanor, que si llamaba Josie la avisara. Llamara para lo que llamase.

Se sentía aliviada de volver al trabajo, aunque tenía que hacer grandes esfuerzos para prestar la debida atención al caso que se le presentaba. Había una demandada en el estrado que alegaba no tener ni idea del funcionamiento del sistema jurídico.

– No comprendo el proceso del tribunal-dijo la mujer, volviéndose hacia Alex-. ¿Puedo marcharme ya?

El fiscal estaba a mitad de su contrainterrogatorio.

– En primer lugar, ¿por qué no le cuenta a la jueza Cormier la razón por la que visitó el tribunal la última vez?

La mujer dudó.

– Puede que fuera por una multa por exceso de velocidad.

– ¿Y por qué más?

– No me acuerdo-dijo ella.

– ¿No está usted en libertad provisional?-le preguntó el fiscal.

– Ah-replicó la mujer-, eso.

– ¿Por qué motivo está en libertad condicional?

– No me acuerdo.-Miró al techo, frunciendo el entrecejo, como si reflexionara arduamente-. Empieza por F. F…F…F…¡Falta! ¡Eso es! ¡Por una falta!

El fiscal suspiró.

– ¿No fue por algo relacionado con un cheque?

Alex se miró el reloj, pensando que si aquella mujer se hubiera largado ya del estrado, podría ir a ver si Josie había contestado a sus mensajes.

– ¿No podría ser por falsificación?-intervino-. Empieza por F.

– Y también fraude-señaló el fiscal.

La mujer miraba a Alex de forma inexpresiva.

– No me acuerdo.

– Se suspende la sesión durante una hora-anunció Alex-. La sesión se reanudará a las once.

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