Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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– Entra-le dijo el guardián, abriendo la puerta.

Peter respiró hondo, con un estremecimiento. Se preguntó qué debió de pensar su pez después de esperar encontrarse con el frío azul del mar y acabar nadando en mierda.

Jordan entró en la prisión del condado de Grafton y se detuvo en el puesto de control. Tenía que firmar en el registro antes de poder visitar a Peter Houghton. Un funcionario de prisiones, al otro lado de una mampara de plexiglás transparente, le proporcionó un distintivo de visitante. Jordan tomó la tablilla con el formulario y garabateó su nombre, para devolverla por la pequeña ventanilla de la mampara, aunque no había nadie para recogerla. Los dos funcionarios del otro lado estaban pendientes de un pequeño televisor en blanco y negro en el que daban, como en todas las demás televisiones del planeta, un informativo acerca del tiroteo en el instituto.

– Disculpen-dijo Jordan, pero ninguno de los dos hombres se volvió.

– Al oír los disparos-decía el reportero-, Ed McCabe asomó la cabeza por la puerta del aula de noveno curso, donde estaba dando clase, interponiéndose entre el asaltante y sus alumnos.

La pantalla pasó a mostrar a una mujer llorando, identificada en grandes letras blancas al pie de su imagen como JOAN MCCABE, HERMANA DE LA VÍCTIMA.

– Se preocupaba mucho por sus chicos-decía entre sollozos-. Durante los siete años en que fue profesor en Sterling siempre se preocupó por ellos, ¿por qué iba a ser diferente el último minuto de su vida?

Jordan cambió el peso de la pierna de apoyo.

– ¿Hola?

– Un segundo, amigo-dijo uno de los funcionarios de prisiones, haciéndole un gesto ausente con la mano.

El informador apareció de nuevo en la granulada pantalla, con el pelo levantado como la vela de un barco inflada por la brisa. Tras él se veía una de las paredes de ladrillo monocolor del instituto.

– Sus compañeros docentes recuerdan a Ed McCabe como un profesor entregado a su trabajo, siempre dispuesto a hacer cuanto fuera necesario cuando se trataba de ayudar a un alumno, y también como un amante de la vida al aire libre, que solía hablar de su sueño de recorrer Alaska. Un sueño-decía el periodista con tono grave-que ahora ya nunca se hará realidad.

Jordan recuperó la tablilla con el formulario y la empujó con fuerza por la abertura, de modo que cayera al suelo. Los dos guardias se volvieron a la vez.

– He venido a ver a mi cliente-dijo.

Lewis Houghton nunca había dejado de impartir una sola clase en los diecinueve años en que había sido profesor en la Universidad de Sterling, hasta ese día. Cuando lo llamó Lacy, se marchó de forma tan precipitada que ni siquiera colgó una nota en la puerta del aula. Se imaginaba a los estudiantes esperando a que él llegara para tomar nota de cada una de las palabras que salían de su boca, como si todo lo que él decía fuera irreprochable.

¿Cuál era la palabra, la obviedad, el comentario suyo que había llevado a Peter a cometer aquel acto?

¿Qué palabra, qué obviedad, qué comentario podrían haberlo evitado?

Él y Lacy estaban sentados en el patio de atrás, a la espera de que la policía abandonara la casa. Uno de los policías se había marchado, pero probablemente en busca de una ampliación de la orden de registro. A Lewis y a Lacy no les estaba permitido quedarse en su propia casa mientras durara la inspección. Durante un rato, se habían quedado en el camino de entrada, viendo cómo de vez en cuando salía un agente cargado con cajas y bolsas llenas de cosas que Lewis había encontrado lógico que se llevaran, como la computadora, o libros de la habitación de Peter, pero también de otras que nunca se le hubiesen ocurrido, como una raqueta de tenis, o una caja gigante de fósforos impermeables.

– ¿Qué hacemos?-murmuró Lacy.

Él sacudió la cabeza, con la mirada perdida. Para uno de sus artículos periodísticos sobre el valor de la felicidad, había entrevistado a personas mayores que habían intentado suicidarse. «¿Qué nos queda?», le decían. Entonces, Lewis había sido incapaz de comprender aquella falta absoluta de esperanza. En aquella época no podía imaginar que el mundo pudiera volverse tan amargo que no se fuera capaz de ver una solución.

– No podemos hacer nada-repuso Lewis, y lo decía convencido. Miró a un agente que salía con un montón de cómics viejos de Peter.

Cuando llegó a casa se encontró a Lacy paseando de un lado a otro del camino de entrada. Al verlo, ella se le había arrojado a los brazos.

– ¿Por qué?-le había dicho entre sollozos-. ¿Por qué?

Había miles de preguntas encerradas en aquel simple por qué, pero Lewis no hubiera podido responder a una sola de ellas. Se había agarrado a su esposa como si ésta fuera una madera a la deriva en medio de la riada, hasta que había advertido los ojos escrutadores de un vecino al otro lado de la calle, que les observaban desde detrás de una cortina.

Por eso se habían ido al patio de atrás. Se sentaron en el balancín del porche, rodeados por las ramas desnudas y la nieve que se derretía. Lewis permanecía en completa quietud, con los dedos y los labios insensibles por el frío y la conmoción.

– ¿Crees que tenemos la culpa?-preguntó Lacy en un susurro.

Él se quedó mirándola con fijeza, sorprendido por su valentía: acababa de expresar con palabras aquello que él ni siquiera se había atrevido a pensar. Pero nada de lo que dijesen les serviría: los disparos habían sido reales, y su hijo era quien había apretado el gatillo. No podían contradecir los hechos, como mucho podían observarlos desde un prisma diferente.

Lewis agachó la cabeza.

– No lo sé.

¿Por dónde comenzar a revisar aquellas estadísticas? ¿Había sucedido porque Lacy había tenido demasiado a Peter en brazos cuando era pequeño? ¿O porque Lewis fingía reírse cuando Peter se caía, con la esperanza de que el pequeño que daba sus primeros pasos viera que caerse no tenía importancia? ¿Tenían que haber vigilado más de cerca lo que leía, lo que veía, lo que escuchaba? ¿O con ello sólo habrían conseguido asfixiarlo y abocarlo a un resultado similar? ¿O quizá todo era culpa de la combinación de Lacy y Lewis, del hecho de haberse unido ellos dos? Si los hijos de una pareja era lo que contaba a la hora de evaluar su historial, entonces ellos habían fracasado lamentablemente.

Dos veces.

Lacy se quedó mirando el intrincado enladrillado bajo sus pies. Lewis se acordó de cuando había pavimentado aquel trozo del patio; de cuando había nivelado la arena y colocado los ladrillos él mismo. Peter había querido ayudarle, pero él no le había dejado. Los ladrillos pesaban demasiado. «Podrías hacerte daño», le había dicho.

Si Lewis no lo hubiera protegido tanto, si Peter hubiera experimentado dolor de verdad en sí mismo, ¿habría sido menos propenso a infligirlo a los demás?

– ¿Cómo se llamaba la madre de Hitler?-preguntó Lacy.

Lewis la miró pestañeando.

– ¿Cómo?

– ¿Era mala?

Lewis rodeó a Lacy con el brazo.

– No te tortures-dijo en voz baja.

Ella hundió el rostro en el hombro de su marido.

– Los demás lo harán-dijo.

Por un breve instante, Lewis se permitió el pensamiento de creer que todo el mundo estaba en un error, que Peter no podía ser el autor de los disparos que acababan de producirse aquel mismo día. En cierto sentido era verdad. Aunque hubiera cientos de testigos: el chico al que habían visto no era el mismo muchacho con el que Lewis había hablado la noche anterior, al irse a la cama. Habían mantenido una conversación acerca del coche de Peter.

Ya sabes que tienes que pasarle la inspección antes de final de mes-le había dicho Lewis.

– Sí, ya-le había contestado Peter-. Ya me han dado hora.

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