Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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¿Le había mentido también sobre eso?

– El abogado…

– Me ha dicho que nos llamará-repuso Lewis.

– ¿Le has dicho que Peter es alérgico al marisco? Si le dan algo que…

– Se lo he dicho-la tranquilizó Lewis, aunque no lo había hecho. Se imaginó a Peter solo en una celda de la cárcel por delante de la cual pasaban todos los veranos, de camino hacia el parque de atracciones de Haverhill. Se acordó de cuando Peter llamaba la segunda noche que pasaba fuera de casa, durante las colonias, para suplicar que fueran a buscarlo. Pensó en su hijo, que seguía siendo su hijo, aunque hubiera hecho algo tan horrible que Lewis no podía cerrar los ojos sin imaginar lo peor, y entonces sintió tal opresión en las costillas que no pudo respirar.

– ¿Lewis?-exclamó Lacy, apartándose al notar que él jadeaba-. ¿Estás bien?

Él asintió con la cabeza, sonrió, pero se ahogaba al enfrentarse a la verdad.

– ¿Señor Houghton?

Ambos levantaron la mirada y se encontraron con un agente de pie ante ellos.

– Señor, ¿podría acompañarme un segundo?

Lacy se levantó con él, pero su marido le hizo un gesto para que esperara. No sabía adónde lo llevaba aquel policía, qué era lo que estaba a punto de ver. No quería que Lacy lo viera si no había necesidad.

Siguió al policía al interior de su propia casa, momentáneamente tomada por los agentes que, provistos de guantes de látex, registraban la cocina, el ropero. Nada más llegar a la puerta que conducía al sótano, empezó a sudar. Sabía adónde se dirigían, era algo en lo que cuidadosamente había evitado pensar desde que había recibido la llamada de Lacy.

En el sótano había otro agente esperando, que obstaculizaba la vista de Lewis. Allí abajo estaban a diez grados menos de temperatura, pero Lewis seguía sudando. Se secó la frente con la manga.

– Estos rifles-dijo el agente-, ¿son de su propiedad?

Lewis tragó saliva.

– Sí. Suelo ir a cazar.

– Señor Houghton, ¿puede decirnos si está aquí todo su armamento?-Entonces el agente se hizo a un lado para dejarle ver el armero con la puerta de cristal.

Lewis sintió que le flaqueaban las rodillas. Tres de sus cinco rifles de caza estaban allí bien guardados, como las chicas feas del baile. Pero dos faltaban.

Hasta aquel momento, Lewis se había permitido creer que aquello tan horroroso que había sucedido con Peter era algo que escapaba a todo lo esperable y predecible; que su hijo se había convertido en una persona que él no habría podido imaginar jamás. Hasta aquel momento, todo había sido un trágico accidente.

Ahora, Lewis empezaba a culparse a sí mismo.

Se volvió hacia el agente, mirándolo a los ojos sin revelar sus sentimientos. Una expresión, se dio cuenta, que había aprendido de su propio hijo.

– No-dijo-. Aquí no está todo.

La primera regla no escrita de la defensa legal es actuar como si se supiera todo, cuando en realidad no se sabe absolutamente nada. El abogado se encuentra cara a cara con un cliente al que no conoce, y que puede tener o no una remota posibilidad de salir absuelto; el truco consiste en permanecer tan impasible como firme. De inmediato hay que sentar los parámetros de la relación: «Aquí el jefe soy yo; tú dime sólo lo que yo necesito escuchar».

Jordan se había visto en una situación como aquélla cientos de veces, en una sala de visitas privadas de aquella misma prisión dispuesto a escuchar lo que le contara su cliente, y estaba convencido de haberlo visto todo. Por eso se quedó pasmado al darse cuenta de que Peter Houghton lo había sorprendido. Dada la magnitud de la matanza, el mal causado y las caras de terror que Jordan acababa de ver en la pantalla del televisor, aquel cuatro ojos, aquel muchacho flaco y pecoso, le pareció completamente incapaz de ser el responsable de una cosa como aquélla.

Ése fue su primer pensamiento. El segundo fue: «Eso me favorecerá en la defensa».

– Peter-dijo-, me llamo Jordan McAfee, y soy abogado. Tus padres me han contratado para que te represente.

Esperó oír alguna respuesta. Nada.

– Siéntate-prosiguió, pero el chico seguía de pie-. O no-añadió Jordan. Se colocó la máscara profesional y miró a Peter-. Mañana te leerán el acta de acusación. No tendrás opción a fianza. Intentaré averiguar los cargos que se van a presentar contra ti por la mañana, antes de que tengas que presentarte en el tribunal.-Le dio unos segundos a Peter para que asimilara la información-. A partir de ese momento, ya no estarás solo. Me tendrás a mí.

¿Era cosa de la imaginación de Jordan, o por los ojos de Peter había cruzado algo al escuchar aquellas palabras? Tan rápido como había aparecido se había esfumado. Peter miraba fijamente al suelo, sin expresión.

– Bien-dijo Jordan, poniéndose en pie-. ¿Tienes alguna pregunta?

Tal como esperaba, no obtuvo respuesta alguna. Demonios, a juzgar por la actitud de Peter durante aquella breve entrevista, Jordan podría haber estado hablando con alguna de las infortunadas víctimas de los disparos.

«A lo mejor lo es», pensó; y la voz sonó en su cabeza muy parecida a la de su mujer.

– De acuerdo, entonces. Nos veremos mañana.

Golpeó en la puerta con los nudillos, y estaba esperando que acudiera el guardián que había de acompañar a Peter de regreso a la celda, cuando de pronto el chico habló.

– ¿A cuántos acerté?

Jordan dudó unos segundos, con la mano en el pomo. No se volvió a mirar a su cliente.

– Nos veremos mañana-repitió.

El doctor Ervin Peabody vivía al otro lado del río, en Norwich, Vermont, y colaboraba con la facultad de psicología de la Universidad de Sterling. Seis años atrás había escrito, junto con otros seis autores, un artículo sobre la violencia escolar; un trabajo académico que casi había olvidado. Ahora había sido requerido por la agencia filial de la NBC en Burlington, para un programa de noticias matutino que él mismo había visto a veces, mientras se tomaba un tazón de cereales, por la mera diversión de ver la ineptitud de los locutores.

– Buscamos a alguien que pueda hablar del suceso del Instituto Sterling desde un punto de vista psicológico-le había dicho el productor.

Y Ervin le había contestado:

– Yo soy el que buscan.

– ¿Señales de advertencia?-dijo, en respuesta a la pregunta del presentador-. Bien, estos jóvenes suelen apartarse de los demás. Tienden a ser solitarios. Hablan de lastimarse a sí mismos, o a los demás. Son incapaces de integrarse en la escuela o reciben frecuentes castigos. Les falta estar en comunicación con alguien, quienquiera que sea, que les haga sentirse importantes.

Ervin sabía que la cadena no había ido a buscarle por sus conocimientos, sino para procurar consuelo. El resto de Sterling, el resto del mundo, quería saber que los chicos como Peter Houghton son reconocibles; como si la capacidad para convertirse en un asesino de la noche a la mañana fuese una marca de nacimiento.

– Entonces podríamos decir que existe un perfil general que define a un asesino escolar-instó el presentador.

Ervin Peabody miró a la cámara. Él sabía la verdad: que decir que tales chicos visten de negro, o les gusta escuchar música extravagante, o que se irritan con facilidad, era aplicable a la mayor parte de la población adolescente masculina, al menos durante un período de tiempo de la adolescencia. Sabía que si un individuo profundamente perturbado tenía intención de causar daño, era muy probable que lo consiguiera. Pero también sabía que todos los ojos del valle de Connecticut estaban puestos en él, tal vez todos los ojos del nordeste del país, y que él era profesor en Sterling. Un pequeño prestigio, una etiqueta de experto, no podía hacer daño.

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