– Podría decirse, sí-corroboró.
Lewis se encargaba de las últimas tareas domésticas antes de acostarse. Empezaba por la cocina, poniendo el lavavajillas, y terminaba cerrando con llave la puerta principal y apagando las luces. Luego subía al piso de arriba, donde Lacy solía estar ya metida en la cama, leyendo (si es que no la habían llamado para asistir a algún parto), y se detenía unos momentos en la habitación de su hijo, al que le decía que apagara la computadora y se fuera a dormir.
Aquella noche se quedó delante de la habitación de Peter, contemplando el desorden que había dejado tras de sí el registro policial. Su primera intención fue volver a colocar en las estanterías los libros que habían dejado, y guardar en su sitio el contenido de los cajones del escritorio, desparramado por la alfombra. Pero después de pensarlo mejor, cerró la puerta con suavidad.
Lacy no estaba en el dormitorio, ni cepillándose los dientes. Dudó unos segundos mientras aguzaba el oído. Se oía el bisbiseo de una charla, como si fuera una conversación furtiva, procedente de la estancia que tenía justo debajo.
Volvió sobre sus pasos en dirección a las voces. ¿Con quién estaría hablando Lacy, casi a medianoche?
En la oscuridad del estudio, el resplandor verdoso de la pantalla del televisor tenía un destello sobrenatural. Lewis había olvidado que allí hubiera un aparato, tan poco uso se hacía de él. Vio el logotipo de la CNN y la familiar franja inferior con los teletipos de última hora desplazándose hacia la izquierda. Pensó que aquella forma de dar las últimas noticias, aquella franja móvil, se utilizó por primera vez cuando el 11-S; cuando la gente empezó a tener tanto miedo que necesitaba saber sin demora los hechos que acontecían en el mundo que habitaban.
Lacy estaba de rodillas sobre la alfombra, mirando la pantalla.
– Aún no se sabe a ciencia cierta cómo obtuvo el autor de los disparos las armas que llevaba encima, ni cuáles eran éstas con exactitud…
– Lacy-dijo, tragando saliva-. Lacy, ven a la cama.
Lacy no se movió ni dio señales de haberle oído. Lewis le posó la mano en el hombro al pasar junto a ella y apagó el televisor.
– Las primeras informaciones barajan la posibilidad de que llevara dos pistolas -estaba diciendo el presentador justo antes de que la imagen desapareciera.
Lacy se volvió hacia él. Sus ojos le hicieron pensar a Lewis en el cielo que se ve desde un avión: un gris ilimitado que podría estar en todas partes y en ninguna, todo a la vez.
– Todo el rato dicen que es un hombre-comentó ella-, y no es más que un muchacho.
– Lacy-repitió él. Ella se levantó y se dejó tomar entre sus brazos, como si la hubiese invitado a bailar.
Si se escucha con atención cuanto se dice en un hospital, es posible enterarse de la verdad. Las enfermeras cuchichean entre sí mientras tú finges dormir; los policías intercambian secretos en los pasillos; los médicos entran en tu habitación hablando todavía del estado de salud del paciente al que acaban de visitar.
Josie se había ido haciendo mentalmente una lista de los heridos. La había ido confeccionando haciendo un esfuerzo por recordar cuándo los había visto por última vez; cuándo se habían cruzado con ellos por el pasillo; cuán cerca o lejos estaban de ella en el momento de recibir el disparo. Estaba Drew Girard, que había tomado del brazo a Matt y a Josie para decirles que Peter Houghton estaba disparando dentro del instituto. Emma, que estaba sentada a unas sillas de distancia de Josie en el comedor. Y Trey MacKenzie, un jugador de fútbol conocido por las fiestas que montaba en su casa. John Eberhard, que había comido de las patatas fritas de Josie aquella mañana. Min Horuka, de Tokio, un alumno de un programa de intercambio estudiantil, que el año pasado se había emborrachado en la zona de actividades al aire libre, detrás de la pista de atletismo, y luego había vomitado dentro del coche del director metiendo la cabeza por la ventanilla abierta. Natalie Zlenko, que estaba delante de Josie en la cola del comedor. El entrenador Spears y la señorita Ritolli, ex profesores ambos de Josie. Brady Pryce y Haley Weaver, la parejita del año de los de último curso.
Había otros a los que Josie sólo conocía de nombre: Michael Beach, Steve Babourias, Natalie Phlug, Austin Prokiov, Alyssa Carr, Jared Weiner, Richard Hicks, Jada Knight, Zoe Patterson…extraños con los que a partir de ahora iba a estar vinculada para siempre.
Más difícil era averiguar el nombre de los que habían muerto, pronunciados en voz aún más baja, como si su estado fuera contagioso para todas las almas que ocupaban los lechos del hospital. Josie había oído rumores: que el señor McCabe había resultado muerto, y también Topher McPhee, el traficante de marihuana del instituto. Con el fin de ir almacenando retazos de información, Josie intentaba ver la televisión, que cubría durante las veinticuatro horas el suceso del Instituto Sterling, pero al final siempre aparecía su madre y la apagaba. Lo único que había podido entresacar de sus incursiones prohibidas en la información de los medios de comunicación era que había habido diez víctimas mortales.
Matt era una.
Cada vez que Josie pensaba en ello, su cuerpo experimentaba algún tipo de reacción. Se le cortaba la respiración. Todas las palabras que conocía se le quedaban petrificadas en el fondo de la garganta, como una roca que tapara la salida de una gruta.
Gracias a los sedantes, gran parte de todo aquello le parecía irreal, como si caminara sobre el suelo esponjoso de un sueño, pero en el momento en que pensaba en Matt, todo se volvía real y crudo.
Nunca más volvería a besar a Matt.
Nunca más volvería a oírle reír.
Nunca más volvería a sentir la presión de su mano en su cintura, ni a leer una nota que él le hubiera colado por la rejilla de la casilla, ni a percibir los latidos de su propio corazón en su mano cuando él le desabrochaba la camisa.
Sólo recordaba la mitad de las cosas, como si aquellos disparos no sólo hubieran dividido su vida en un antes y un después, sino que la hubieran despojado también de ciertas facultades: la capacidad de estar una hora sin verter lágrimas; la capacidad de ver el color rojo sin que se le revolviera el estómago; la capacidad para formar un esqueleto completo de la verdad a partir de los huesos desnudos de la memoria. Después de lo sucedido, recordarlo todo sería casi una obscenidad.
Josie se sorprendió a sí misma pasando, como en un estado de ebriedad, de imágenes tiernas con Matt, a pensamientos macabros. No dejaba de recordar un verso de Romeo y Julieta que la había impresionado cuando habían estudiado la obra en noveno: «Con los gusanos que son tus doncellas». Lo había dicho Romeo ante el cuerpo de Julieta, que parecía muerta, en la cripta de los Capuleto. Polvo eres y en polvo te convertirás. Pero antes de eso había un montón de etapas intermedias de las que nadie hablaba nunca, y cuando las enfermeras se marcharon, Josie se encontró preguntándose en plena noche cuánto tiempo tardaba la carne en desaparecer por completo de los huesos pelados; qué pasaba con la materia gelatinosa del globo ocular; si Matt ya había dejado de parecerse a Matt. Luego se despertó gritando, rodeada de una docena de médicos y enfermeras que la sujetaban.
Si le das el corazón a alguien y luego se muere, ¿se lo lleva consigo? ¿Te pasas el resto de la vida con un agujero en el interior que no puede llenarse?
Se abrió la puerta de la habitación y entró su madre.
– Bueno-dijo, con una sonrisa postiza tan amplia que le dividía la cara en dos como una línea del ecuador-. ¿Preparada?
Eran sólo las siete de la mañana, pero a Josie ya le habían dado el alta. Asintió con la cabeza. En aquellos momentos, Josie casi la odiaba. Ella actuaba con gran entrega y preocupación, pero era demasiado tarde; como si hubieran hecho falta aquellos disparos para despertar a la realidad de que ya no tenían absolutamente ninguna relación. No dejaba de repetirle a Josie que si necesitaba hablar allí estaba ella, lo cual era ridículo. Aunque Josie hubiera querido, que no quería, su madre era la última persona en la tierra en la que habría confiado. Ella no lo entendería, nadie entendería, salvo quizá los demás chicos que estaban en cama en las diferentes habitaciones de aquel hospital. Aquello no había sido un asesinato en una calle cualquiera, que ya habría sido bastante malo. Aquello era lo peor que podía suceder: se había producido en un lugar al que Josie debería volver, lo quisiera o no.
Читать дальше