Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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Josie iba vestida con una ropa diferente a la que llevaba puesta al llegar allí, y que había desaparecido de forma misteriosa. Nadie estaba dispuesto a decirle nada, pero Josie supuso que estaba manchada con la sangre de Matt. Habían hecho bien en tirarla: por mucho blanqueador que usaran y por muchos lavados que le dieran, Josie sabía que siempre vería las manchas.

Aún le dolía la cabeza en el punto donde se la había golpeado contra el suelo al desmayarse. Se había hecho un corte, y por muy poco no había necesitado puntos de sutura, aunque los médicos habían preferido tenerla allí en observación durante toda la noche. «¿Para qué?-se había preguntado Josie-. ¿Un derrame? ¿Una embolia? ¿Por si me suicidaba?». Al hacer Josie el gesto de levantarse, su madre acudió a su lado de inmediato, pasándole el brazo alrededor de la cintura para ayudarla. Eso le hizo pensar a Josie en cuando ella y Matt caminaban a veces por la calle en verano, con la mano del uno metida en el bolsillo trasero de los vaqueros del otro.

– Oh, Josie-dijo su madre, y así fue como se dio cuenta de que había empezado a llorar de nuevo. Le pasaba de una manera tan continua, que había perdido la capacidad de percibir cuándo comenzaba y cuándo terminaba. Su madre le ofreció un pañuelo de papel-. ¿Sabes qué?, en cuanto llegues a casa empezarás a sentirte mejor. Ya lo verás.

Bueno…Desde luego peor seguro que no.

Consiguió esbozar una mueca, que podía considerarse una sonrisa si uno no se fijaba mucho, porque sabía que eso era lo que su madre necesitaba en aquellos momentos. Caminó los quince pasos que la separaban de la puerta de la habitación del hospital.

– Cuídate, tesoro-le dijo una enfermera a Josie al pasar ésta por delante de los mostradores.

Otra, la que era la preferida de Josie, la que le llevaba el hielo picado, le sonrió.

– No se te ocurra volver por aquí, ¿me oyes?

Josie se dirigió a paso lento al ascensor, que cada vez que levantaba la vista parecía más lejos. Al pasar por delante de una de las habitaciones, se fijó en un nombre que le resultaba familiar en el rótulo del exterior: HALEY WEAVER.

Haley era alumna de último año, reina de la fiesta de final de curso de los últimos dos años. Ella y su novio Brady eran los Brad Pitt y Angelina Jolie del Instituto Sterling, papel que Josie había creído que ella y Matt tenían grandes posibilidades de heredar una vez que Haley y Brady se hubieran graduado. Hasta las ilusas que suspiraban por la etérea sonrisa y el escultural cuerpo de Brady se habían visto obligadas a reconocer que constituía un acto de justicia poética el hecho de que saliera con Haley, la chica más guapa del instituto. Con su rubia melena en cascada y sus claros ojos azules, a Josie siempre le había recordado a una hada mágica, la celestial y serena criatura que desciende flotando desde las alturas para conceder los deseos de alguien.

Circulaban todo tipo de historias sobre ellos: que Brady había renunciado a becas para jugar a fútbol en varias universidades que no ofrecían estudios artísticos para Haley; que Haley se había hecho un tatuaje con las iniciales de Brady en un sitio que nadie podía ver; que en su primera cita él había esparcido pétalos de rosa en el asiento del acompañante de su Honda. Josie, que se movía en los mismos círculos que Haley, sabía que la mayor parte de aquellas historias eran tonterías. La propia Haley había explicado que, en primer lugar, se trataba de un tatuaje provisional, y en segundo lugar, que no habían sido pétalos de rosa, sino un ramo de lilas que él había robado del jardín de un vecino.

– ¿Josie?-llamó Haley en un susurro desde dentro de la habitación-. ¿Eres tú?

Josie notó la mano de su madre que la retenía por el brazo. Pero entonces los padres de Haley, que le tapaban la visión de la cama, se apartaron.

Haley tenía la mitad derecha del rostro cubierta de vendajes, y la parte correspondiente de la cabeza afeitada al cero. Tenía la nariz rota, y el ojo visible enrojecido. La madre de Josie respiró hondo, sin hacer ruido.

Josie entró en la habitación, forzándose a sonreír.

– Josie-dijo Haley-. Las mató a los dos. A Courtney y a Maddie. Y luego me apuntó a mí, pero Brady se puso delante.-Le cayó una lágrima por la mejilla que no estaba vendada-. Ya sabes, la gente siempre dice que haría eso por ti…

Josie se puso a temblar. Le quería hacer a Haley un montón de preguntas, pero le castañeteaban tanto los dientes, que no consiguió emitir una sola palabra. Haley la tomó de la mano, y Josie se sobresaltó. Quería que la soltara. Quería hacer como si nunca hubiera visto así a Haley Weaver.

– Si te pregunto una cosa-prosiguió Haley-, ¿me prometes que me dirás la verdad?

Josie asintió con la cabeza.

– Mi cara-susurró-. Está destrozada, ¿verdad?

Josie miró a Haley al ojo sano.

– No-dijo-. Está bien.

Ambas sabían que no estaba diciendo la verdad.

Josie dijo adiós a Haley y a sus padres, agarró la mano de su madre y salió a toda prisa hacia el ascensor, aunque cada paso que daba le retumbaba en el fondo de las retinas como un trueno. De repente se acordó de cuando habían estudiado el cerebro en clase de ciencias naturales. Les contaron que un hombre cuyo cerebro había sido atravesado por una barra de acero se había puesto a hablar en portugués, una lengua que no había estudiado jamás. Tal vez así sería en el caso de Josie a partir de aquel momento. Tal vez, a partir de entonces, su lengua materna sería una sarta de mentiras.

Cuando Patrick volvió al Instituto Sterling a la mañana siguiente, los detectives que se encargaban de examinar la escena del crimen habían convertido las paredes del centro en una enorme tela de araña. A partir del lugar en el que habían sido halladas las víctimas, un cúmulo de líneas irradiaban del punto en el que Peter Houghton había hecho un alto lo suficientemente prolongado como para disparar, antes de seguir adelante. Las cuerdas se entrecruzaban en determinados puntos: la cuadrícula del pánico, la gráfica del caos.

Se quedó unos momentos de pie, en el centro de toda aquella confusión, observando cómo los técnicos tejían la cuerda a través de los pasillos y entre bancos y casilleros, hasta entrar por diferentes puertas. Imaginó lo que debía de haber sido correr ante el sonido de los disparos, notar los empellones de los demás detrás de ti como una marea humana, saber que tú no corres más que una bala. Darte cuenta demasiado tarde de que estás atrapado, de que eres la presa de la araña.

Patrick se abrió paso con tiento a través de la tela, procurando no molestar a los técnicos en su trabajo. Después él utilizaría lo que ellos estaban haciendo para corroborar las versiones de los testigos. De los mil veintiséis testigos.

A la hora del desayuno, la programación de las tres emisoras locales de noticias estaba dedicada a la lectura del acta de acusación de Peter Houghton que tenía lugar aquella mañana. Alex estaba de pie delante del televisor de su dormitorio, con una taza de café entre las manos, observando la imagen de fondo que aparecía por detrás de los ansiosos reporteros: su antiguo lugar de trabajo, la sala del tribunal del distrito.

Josie estaba durmiendo el sueño sin interrupciones ni sueños de los sedados. Para ser del todo sincera, Alex también necesitaba un espacio de tiempo a solas consigo misma. ¿Quién habría podido imaginar que una mujer que había adquirido tal maestría en el arte de adoptar un rostro público encontraría tan agotador, desde un punto de vista emocional, mantener la compostura tanto rato delante de su propia hija?

Tenía ganas de sentarse y beber hasta emborracharse. De cubrirse la cara con las manos y echarse a llorar por su buena suerte: tenía a su hija allí mismo, a dos puertas de distancia. Al cabo de un rato podrían desayunar juntas. ¿Cuántos padres en aquella ciudad, al despertar aquella mañana, comprenderían que eso ya no iba a ser posible para ellos?

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