– O no-masculló.
Jordan no replicó. Se inclinó acercándose un poco más a los barrotes.
– Te cuento el plan. Te han imputado diez cargos de asesinato en primer grado y diecinueve cargos de intento de asesinato en primer grado. Voy a renunciar a la lectura de las reclamaciones, ya iremos con eso de forma individual en algún momento. Lo que tenemos que hacer ahora es entrar ahí y presentar una declaración de no culpabilidad. No quiero que digas ni una palabra. Si tienes alguna pregunta que hacerme, me la dices en voz baja. Durante la próxima hora, y a todos los efectos, eres mudo. ¿Lo has entendido?
Peter lo miraba con fijeza.
– Perfectamente-dijo con hosquedad.
Pero Jordan miraba las manos de su cliente. Le temblaban.
Entre el cúmulo de cosas que se llevaron de la habitación de Peter Houghton había:
Una computadora portátil Dell.
CD de juegos: Mortal Kombat; Grand Theft Auto 2.
Tres pósters de fabricantes de armas.
Tubos de diferentes medidas.
Libros: El guardián entre el centeno , de Salinger; El arte de la guerra , de Clausewitz; cómics novelados de Frank Miller y Neil Gaiman.
DVD: Bowling for Columbine .
Un anuario del Instituto Sterling con algunos de los rostros señalados con un círculo en negro. Junto a uno de los rostros, marcado con una X, las palabras: DEJAR QUE VIVA bajo la foto. El pie de foto identificaba a la chica como Josie Cormier.
La chica habló en voz tan baja que el micrófono que colgaba sobre su cabeza como una piña apenas era capaz de recoger los hilos enmarañados de su voz.
– La clase de la señora Edgar estaba justo al lado de la del señor McCabe, y a veces podíamos oírles cuando movían las sillas o respondían en voz alta-decía-. Pero aquella vez oímos gritos. La señora Edgar empujó su mesa hasta ponerla contra la puerta y nos dijo a todos que nos fuéramos a la otra punta del aula, junto a las ventanas, y que nos sentáramos en el suelo. Los disparos sonaban como palomitas. Y entonces…-Se detuvo y se secó los ojos-. Y entonces dejaron de oírse los gritos.
Diana Leven no esperaba que el autor de los disparos fuera tan joven. Peter Houghton estaba esposado y encadenado, y llevaba el traje naranja de los reclusos y un chaleco antibalas, pero aún tenía la afrutada piel de las mejillas propia de un chico que todavía no ha llegado al final de la pubertad, y habría apostado algo a que todavía no se afeitaba. También los anteojos la inquietaron. La defensa trataría de sacarle todo el partido posible a esa baza, de eso estaba segura, alegando que un miope no podía ser buen tirador.
Las cuatro cámaras que el juez del tribunal del distrito había aceptado como representantes de las cadenas televisivas (ABC, CBS, NBC y CNN) cobraron vida con un zumbido, cual cuarteto a cappella , tan pronto como el acusado entró en la sala. Dado que se había hecho tal silencio que habría sido posible oír los propios pensamientos, Peter se volvió de inmediato hacia los objetivos. Diana advirtió que sus ojos no eran muy diferentes de los de las cámaras: oscuros, ciegos, vacíos más allá de las lentes.
Jordan McAfee, un abogado que a Diana no le gustaba mucho desde un punto de vista personal pero que reconocía de mala gana que era condenadamente bueno haciendo su trabajo, se inclinó hacia su cliente en el momento en que Peter llegó a la mesa de la defensa. El alguacil se levantó:
– En pie-proclamó-: Su Señoría el juez Charles Albert.
El juez Albert entró de prisa en la sala, en medio del frufrú de la toga.
– Pueden sentarse-dijo-. Peter Houghton-añadió, volviéndose hacia el acusado.
Jordan McAfee se puso de pie.
– Su Señoría, renunciamos a la lectura de los cargos. Es nuestra intención solicitar la no culpabilidad para todos ellos. Pedimos que la probable vista de la causa se aplace hasta dentro de diez días.
Diana no se llevó ninguna sorpresa: ¿por qué iba a querer Jordan que el mundo entero escuchara cómo se acusaba a su cliente de diez cargos individuales de asesinato en primer grado? El juez se volvió hacia ella.
– Señora Leven, el código dictamina que un acusado sobre el que pesa alguna acusación de asesinato en primer grado, de varias en este caso, sea retenido sin posibilidad de fianza. Supongo que no verá ningún problema en ello.
Diana reprimió una sonrisa. El juez Albert, Dios le bendijera, se las había arreglado para aludir a los cargos de una forma u otra.
– Me parece correcto, Su Señoría.
El juez asintió con un gesto de cabeza.
– Bien, señor Houghton. Deberá usted seguir en prisión preventiva.
El proceso entero había durado menos de cinco minutos, por lo que el público no debía de estar muy satisfecho. Querían sangre, venganza. Diana vio que Peter Houghton daba un traspié entre los dos ayudantes del sheriff que le llevaban; luego se volvió hacia su abogado una última vez con una pregunta en los labios, que no llegó a proferir. La puerta se cerró tras él, y Diana tomó su maletín y salió de la sala, para encontrarse con las cámaras de televisión.
Se plantó delante de un ramillete de micrófonos.
– Peter Houghton ha sido acusado de diez cargos de asesinato en primer grado y de diecinueve cargos de intento de asesinato en primer grado, así como de otros cargos relacionados con la tragedia y que tienen que ver con la posesión ilegal de explosivos y armas de fuego. Las normas de la profesión judicial nos impiden hablar de las pruebas en estos momentos, pero la comunidad puede estar segura de que estamos llevando este caso con toda energía, de que hemos estado trabajando noche y día en colaboración con nuestros investigadores para garantizar la obtención de las pruebas necesarias, así como de su custodia y gestión adecuadas para que esta incalificable tragedia no quede sin respuesta.
Abrió la boca para continuar, pero se dio cuenta de que se oía otra voz, justo al otro lado del pasillo, y que los periodistas iban desertando de su conferencia de prensa improvisada para escuchar la de Jordan McAfee.
Éste tenía una actitud sobria y una expresión de arrepentimiento, con las manos en los bolsillos de los pantalones, mientras miraba fijamente hacia Diana.
– Me sumo al pesar general de la comunidad por las irreparables pérdidas sufridas, y representaré a mi cliente hasta el final. El señor Houghton es un muchacho de diecisiete años de edad, y está muy asustado. Les pido por favor que respeten en todo momento a su familia y que recuerden que este asunto debe dirimirse en los tribunales.-Jordan dudó unos segundos, con un gran sentido del espectáculo, y acto seguido dirigió la mirada a la multitud-. Les pido que recuerden que lo que se ve no siempre es lo que parece.
Diana sonrió satisfecha. Los periodistas, al igual que el resto del mundo que estuviese escuchando el medido discurso de Jordan, pensarían que al final de todas aquellas reservas tendría una verdad fabulosa para extraerse de la manga, algo que demostrara que su cliente no era un monstruo. Diana, sin embargo, sabía lo que significaba. Ella estaba más capacitada para traducir la jerga legal, porque la hablaba con fluidez. Cuando un abogado recurría a toda aquella retórica misteriosa, era porque no contaba con nada más con que defender a su cliente.
A mediodía, el gobernador de New Hampshire dio una rueda de prensa en la escalinata del edificio del Capitolio, en Concord. Llevaba en la solapa un lazo blanco y marrón, los colores del Instituto Sterling, cuya venta se había disparado, a un dólar el lazo, en las cajas regis-tradoras de las gasolineras y en los mostradores de los Wal-Mart. La recaudación estaba destinada a dar apoyo a la Fundación de Víctimas de Sterling. Uno de sus hombres había conducido casi cincuenta kilómetros para hacerse con uno, porque el gobernador tenía planeado lanzarse al gran ruedo en las primarias del Partido Demócrata en 2008 y sabía que aquél era un momento ideal desde el punto de vista mediático para mostrar su compasión y establecer vínculos emocionales. Sí, no cabía duda de que sus sentimientos hacia los ciudadanos de Sterling eran sinceros, en especial hacia aquellos pobres padres de las víctimas, pero había también en él una parte de cálculo que le decía que un hombre capaz de conducir a todo un Estado y acompañarle en el incidente de ataque escolar más trágico de Norteamérica transmitiría una imagen de líder fuerte.
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