– Gracias al giro que las estrías del cañón le imprimen a la bala, ésta va recta, sin desviarse ni zigzaguear.-Su padre tomó una baqueta con un lazo de alambre en el extremo. Enganchó un parche en el lazo y lo empapó en disolvente-. Lo malo es que la pólvora ensucia el cañón por dentro-prosiguió-, por eso tenemos que limpiarlo.
Peter observó cómo su padre introducía con dificultad la baqueta en el cañón del rifle, empujando y tirando repetidamente, como si batiera mantequilla. Cambió el parche impregnado por otro seco y lo pasó también por el cañón. Luego repitió la operación una vez más con otro parche limpio, hasta que ya no salió manchado de negro.
– Cuando yo tenía tu edad, también mi padre me enseñó a hacer esto.-Tiró el parche a un cubo de basura-. Algún día, tú y yo iremos juntos a cazar.
Peter apenas podía contenerse sólo de pensarlo. Él, que era incapaz de lanzar una pelota, o de regatear jugando al fútbol, y ni siquiera sabía nadar muy bien, ¿iba a ir a cazar con su padre? Le encantó la idea de dejar a Joey en casa. Se preguntaba cuánto tiempo tendría que esperar, cómo sería la sensación de hacer algo con su padre que fuera sólo cosa de ellos.
– Ah-exclamó su padre-. Mira el cañón ahora.
Peter tomó el rifle por la punta, y miró por la abertura, con el cañón apoyado en el ojo.
– ¡Por Dios, Peter!-exclamó su padre, arrebatándole el arma de las manos-. ¡Así no! ¡Lo agarraste al revés!-Le dio la vuelta al rifle de forma que apuntara hacia otro lado-. Aunque esté descargado, y sea completamente seguro, nunca jamás mires por el orificio del cañón. Y no apuntes nunca un arma hacia nada que no quieras matar.
Peter entornó los ojos, mirando en el interior del cañón por el lado correcto. Lucía un destello plateado brillante, cegador. Perfecto.
Su padre engrasó también con un paño la parte exterior del cañón.
– Ahora, aprieta el gatillo.
Peter se quedó mirándolo. Hasta él sabía que eso no tenía que hacerlo.
– No hay peligro-lo tranquilizó su padre-. Hay que hacerlo para poder volver a montar el arma.
Peter, dubitativo, dobló el dedo apretando el apéndice metálico en forma de media luna, y disparó. Se liberó un fiador, de forma que su padre pudo cerrar el rifle. Observó cómo lo guardaba de nuevo en el armero.
– Hay mucha gente que se pone nerviosa con las armas de fuego, pero es porque no las conocen-dijo su padre-. Si sabes cómo funcionan, las puedes manejar sin peligro alguno.
Peter vio cómo su padre cerraba con llave el armario donde estaba el rifle, y comprendió lo que trataba de decirle: el misterio del rifle, eso que a él lo había movido a sustraer la llave del armero del cajón de la ropa interior de su padre para enseñarle a Josie el arma, ya no era una cosa tan fascinante e irresistible. Ahora que lo había visto desmontado en piezas y vuelto a montar, lo veía como lo que era: un montón de fragmentos de metal que encajaban unos con otros; la suma de sus partes.
En realidad, un arma no era nada si no había una persona detrás.
El hecho de creer o no creer en el Destino se reduce a una cosa: a quién echarle la culpa cuando algo va mal. ¿Crees que tú eres responsable, que si lo hubieras hecho mejor o te hubieras esforzado más no habría sucedido? ¿O lo achacas simplemente a las circunstancias?
Conozco a personas que, al enterarse de la muerte de alguien, dirían que ha sido la voluntad de Dios. Conozco a otras personas que dirían que ha sido la mala suerte. Y luego está la opción que yo prefiero: que estaba en el lugar equivocado, en el momento inoportuno.
Pero claro, también podrían decir eso mismo de mí, ¿verdad?
Para la sexta Navidad de Peter le habían regalado un pez. Era uno de esos peces luchadores japoneses, un beta con una cola hecha de jirones, fina como la seda, que se ondulaba como el vestido de una estrella de cine. Peter le puso por nombre Wolverine , y se pasaba horas contemplando sus escamas de destellos lunares, sus ojos de lentejuelas. Pero al cabo de unos días le dio por pensar en lo triste que debía de ser no tener más que una pecera que explorar. Se preguntaba si el pez se detenía cada vez que pasaba junto a su planta de plástico porque había descubierto algo nuevo y asombroso en relación con su forma y tamaño, o porque era una forma de saber que había dado otra vuelta más.
Peter se levantaba en mitad de la noche para ver si el pez dormía alguna vez, pero fuese la hora que fuese, Wolverine siempre estaba nadando. Se preguntaba qué era lo que el pez veía: un ojo magnificado, que se elevaba como un sol por la gruesa pared de cristal de la pecera. En la iglesia, había escuchado al pastor Ron decir que Dios lo veía todo, y se preguntaba si no sería eso lo que él era para Wolverine .
Sentado en una celda de la prisión del condado de Grafton, Peter intentaba recordar qué había sido de su pez. Se murió, supuso. Seguramente él lo había observado hasta que se murió.
Levantó la vista hacia la cámara ubicada en un rincón de la celda, que lo escrutaba impasible. Ellos, quienesquiera que fuesen, querían cerciorarse de que no se suicidara antes de que lo crucificaran públicamente. Por tal motivo su celda estaba desprovista hasta de un simple camastro, y de almohada o alfombra alguna: tan sólo un duro banco, y aquella estúpida cámara.
Aunque, pensándolo bien, quizá fuera algo bueno. Por lo que había podido deducir, estaba solo en aquel corredor de celdas individuales. Se había quedado aterrorizado cuando el coche del sheriff se había detenido delante de la cárcel. Lo había visto muchas veces en la tele, sabía lo que sucedía en lugares como aquél. Durante todo el tiempo que habían durado los trámites de su ingreso había mantenido la boca cerrada, no porque fuera un tipo duro sino porque tenía miedo de echarse a llorar si la abría, y de no poder parar.
Oyó un ruido de metal contra metal, como de espadas entrechocando, y luego unos pasos. Peter no se movió, siguió con las manos juntas entre las rodillas, los hombros encorvados. No quería parecer ansioso, ni demasiado patético. La verdad es que era bastante bueno haciéndose invisible. Era una técnica que había perfeccionado durante los últimos doce años.
Un funcionario de prisiones se detuvo delante de la celda.
– Tienes visita-dijo, abriendo la puerta.
Peter se puso de pie lentamente. Miró a la cámara junto al techo, y siguió al funcionario por un pasillo gris desconchado.
¿Sería muy difícil salir de allí? ¿Y si le propinaba una patada de kung-fu, como en los videojuegos, y tumbaba a aquel guardián, y luego a otro, y a otro, hasta salir corriendo por la puerta y saborear el aire fresco, cuyo gusto había empezado ya a olvidar?
¿Y si tenía que quedarse allí para siempre?
Entonces se acordó de lo que le había pasado a su pez. En un arrebato arrollador de sentimiento humanitario a favor de los derechos de los animales, Peter había agarrado a Wolverine y lo había tirado por el inodoro. Se había imaginado que las cañerías acababan en algún inmenso océano, como aquel junto al que había pasado las últimas vacaciones con su familia, y que a lo mejor Wolverine encontraría el camino de vuelta a Japón, junto con el resto de sus parientes. Hasta que Peter no le confió lo que había hecho a su hermano Joey, no había oído hablar de las alcantarillas, y no supo que, en lugar de darle la libertad a su mascota, la había matado.
El funcionario se detuvo delante de una puerta que decía: VISITAS PRIVADAS. Era incapaz de imaginar quién podía ir a visitarle, a excepción de sus padres, y él aún no tenía ganas de verlos. Le preguntarían cosas que él no era capaz de contestar, cosas acerca de cómo es posible arropar a un hijo por la noche, y no reconocerle a la mañana siguiente. Quizá lo más sencillo fuera volver ante la cámara de su celda, que lo miraba fijamente pero no lo juzgaba.
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