Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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Y por fin llegó el momento en que Alex tuvo que salir a la palestra. Tomó asiento en las oficinas del Consejo Ejecutivo, en la sede del gobierno del Estado, y lidiar con preguntas que iban desde: «¿Cuál ha sido el último libro que ha leído?»; hasta: «¿Quién carga con el peso de las pruebas en casos de abusos y negligencia?». La mayor parte de las preguntas eran académicas y de temas generales, hasta que le lanzaron una patata caliente.

– Señora Cormier, ¿quién tiene derecho a juzgar a otra persona?

– Bueno-contestó-, eso depende de si se trata de juzgar en un sentido moral o en un sentido legal. Moralmente, nadie tiene derecho a juzgar a los demás. Pero legalmente, no se trata ya de un derecho…sino de una responsabilidad.

– Prosigamos; ¿cuál es su postura con respecto a las armas de fuego?

Alex dudó. Las armas de fuego no la entusiasmaban precisamente. A Josie no le dejaba ver nada en la televisión que mostrara violencia. Sabía lo que pasaba cuando pones un arma en manos de un chico con problemas, o de un marido furioso, o de una mujer maltratada…Había defendido a este tipo de clientes demasiadas veces como para pasar por alto esa clase de reacción catalítica.

Pero…

Estaba en New Hampshire, un estado conservador, delante de un grupo de republicanos a los que aterrorizaba que ella resultara ser una bomba incendiaria izquierdista. Tendría a su cargo comunidades en las que la caza era algo que la gente no sólo adoraba, sino que necesitaba.

Alex dio un sorbo de agua.

– Legalmente-dijo-, estoy a favor de las armas de fuego.

– Es una locura-le decía Alex a Lacy, ambas de pie en la cocina de esta última-. Te metes en esas tiendas on-line de confección de togas, y las modelos parecen jugadores de fútbol americano con pechos. Ésa es la percepción que tiene la gente de una mujer juez.-Se asomó al pasillo y gritó hacia lo alto de la escalera-. ¡Josie! ¡Cuento hasta diez y nos vamos!

– ¿Hay muchas opciones?

– Desde luego: negra o…negra.-Alex se cruzó de brazos-. Puede ser de algodón y poliéster o sólo de poliéster. Con las mangas acampanadas o con las mangas recogidas. Todas horribles. Lo que a mí me gustaría de verdad sería algo entallado.

– Supongo que no hay muchos diseñadores que se dediquen al derecho-dijo Lacy.

– No lo creo.-Se asomó de nuevo al pasillo-. ¡Josie! ¡Nos vamos ya!

Lacy dejó el paño de cocina con el que acababa de secar una sartén y siguió a Alex al recibidor.

– ¡Peter! ¡La madre de Josie tiene que irse a casa!-Al no recibir respuesta de los niños, Lacy subió al piso de arriba-. Seguro que se han escondido.

Alex la siguió hasta la habitación de Peter, donde Lacy abrió de golpe las puertas del armario y miró debajo de la cama. Luego buscaron en el baño, en la habitación de Joey y en el dormitorio principal. Cuando volvieron a bajar a la planta baja oyeron voces procedentes del sótano.

– Cómo pesa-decía Josie.

Y Peter:

– Mira. Se agarra así.

Alex bajó disparada los escalones de madera. El sótano de Lacy era una vieja bodega construida hacía cien años, con suelo de tierra y telarañas que colgaban como adornos navideños. Se dirigió hacia los cuchicheos que venían de un rincón, y allí, detrás de un montón de cajas y de una estantería llena de botes de mermelada casera, estaba Josie, con un rifle entre los brazos.

– ¡Oh, Dios mío!-exclamó Alex casi sin aliento, ante lo cual Josie se dio la vuelta, apuntándola a ella con el cañón.

Lacy agarró el arma y la apartó.

– ¿De dónde han sacado esto?-preguntó, y sólo entonces Peter y Josie parecieron darse cuenta de que habían hecho algo malo.

– Peter tenía una llave-dijo Josie.

– ¿Una llave?-exclamó Alex-. ¿Una llave de dónde?

– Del armero-murmuró Lacy-. Debió de ver a Lewis sacando el rifle cuando fue a cazar la semana pasada.

– ¿Tienen armas por ahí y mi hija ha estado viniendo a su casa todo este tiempo?

– No están por ahí-explicó Lacy-. Están en un armero cerrado con llave.

– ¡Que tu hijo de cinco años puede abrir!

– Lewis tiene las balas guardadas…

– ¿Dónde?-preguntó Alex-. ¿O debería preguntárselo a Peter?

Lacy se volvió hacia Peter.

– Ya vas a ver. ¿Qué demonios hacían con eso?

– Sólo quería enseñárselo a Josie, mamá. Ella me lo pidió…

Josie adoptó una expresión asustada.

– Yo no le he pedido nada.

Alex se volvió hacia Lacy.

– Y encima tu hijo le echa la culpa a Josie…

– O a lo mejor es tu hija la que está mintiendo-replicó Lacy.

Se quedaron mirándose la una a la otra, dos amigas que hasta entonces se habían mantenido al margen de las peleas de sus hijos. Alex se había puesto roja. No dejaba de pensar en lo que podía haber pasado. ¿Y si hubieran llegado a bajar cinco minutos más tarde? ¿Y si Josie hubiera resultado herida, o muerta? Como culminación de aquellos pensamientos, otro más apareció en su mente: las respuestas que había dado al Consejo Ejecutivo hacía apenas unas semanas. ¿Quién tiene derecho a juzgar a los demás?

«Nadie», había dicho ella misma.

Y sin embargo, eso era lo que estaba haciendo entonces.

«Estoy a favor de las armas de fuego», había afirmado.

¿Se revelaba ahora como una hipócrita? ¿O simplemente era una buena madre?

Alex vio cómo Lacy se arrodillaba junto a su hijo, y ello fue suficiente para activar el disparador: de pronto, la absoluta lealtad de Josie hacia Peter se le apareció como un lastre que arrastraba a su hija hacia el fondo. Quizá a Josie le conviniera hacer nuevos amigos. Amigos en cuya compañía no acabara en el despacho del director, y que no le pusieran rifles en las manos.

Alex retuvo a Josie a su lado.

– Creo que deberíamos marcharnos.

– Sí-convino Lacy con frialdad-. Creo que será lo mejor.

Estaban en el pasillo de los productos congelados cuando Josie empezó a ponerse difícil.

– No me gustan las arvejas-gimoteaba.

– Pues no te las comas.-Alex abrió la puerta del congelador, notando la caricia del aire frío en las mejillas mientras alcanzaba una bolsa de arvejas.

– Quiero galletas Oreo.

– No vamos a comprar más galletas, ya tenemos galletitas saladas con forma de animales.

Josie llevaba una semana así de protestona, desde el episodio en casa de Lacy. Alex sabía que no podía evitar que Josie se juntara con Peter durante el día en la escuela, pero eso no significaba que ella cultivara la relación permitiendo que Josie lo invitara a jugar en casa por las tardes.

Alex metió a pulso una garrafa de agua mineral en el carrito; luego agarró una botella de vino. Después de pensárselo mejor, alcanzó una segunda botella.

– ¿Qué prefieres para cenar? ¿Hamburguesa o pollo?

– Quiero tofurkey.

Alex se echó a reír.

– ¿De qué conoces tú el tofurkey? [4]

– Lacy nos lo hizo para comer. Parece un hot dog pero es mejor para la salud.

Alex dio un paso al frente cuando dijeron su número en el mostrador de la carne.

– ¿Puede ponerme un cuarto de kilo de pechuga de pollo en file-tes?

– ¿Cómo es que tú siempre tienes lo que quieres y yo nunca tengo lo que quiero?-la acusó Josie.

– Créeme, no eres una niña tan carente de cosas como te gustaría pensar.

– Quiero una manzana-declaró Josie.

Alex suspiró.

– ¿No podemos ir a un supermercado sin que tengas que estar repitiendo quiero esto, quiero lo otro?

Antes de que Alex se diera cuenta de sus intenciones, Josie le propinó una patada desde su asiento del carrito del súper que alcanzó a Alex de pleno.

– Pero qué…

– ¡Te odio!-chilló Josie-. ¡Eres la peor madre que existe en el mundo!

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