Jodi Picoult - Diecinueve minutos

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Peter Houghton es un estudiante de 17 años en Sterling, New Hampshire, que lleva tiempo sufriendo los abusos verbales y físicos de sus compañeros de clase. Su única amiga, Josie Cormier, ha sucumbido a la presión del grupo y ahora pertenece a la élite popular que habitualmente lo acosa. Un último incidente lleva a Peter al límite y lo empuja a cometer un acto de violencia que cambiará para siempre la vida de los habitantes de Sterling. Incluso aquellos que no se encontraban en la escuela aquella mañana vieron sus vidas supendidas, incluyendo a Alex Cormier.

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Alex se sintió violenta al ver que la gente se volvía a mirarlas; la señora mayor que estaba eligiendo un melón, la empleada de alimentación, con las manos cargadas de brócoli fresco. ¿Cómo se las arreglaban los niños para darte una buena en lugares públicos donde la gente iba a juzgarte por tus reacciones?

– Josie-dijo, sonriendo entre dientes-. Cálmate.

– ¡Ojalá fueras como la madre de Peter! ¡Ojalá pudiera irme a vivir con ellos!

Alex la agarró por los hombros, lo bastante fuerte como para hacer que Josie se echara a llorar.

– Escúchame bien…-dijo en voz baja y acalorada, pero se interrumpió al oír un murmullo, y la palabra juez.

En el periódico local había aparecido un artículo sobre su reciente nombramiento para el tribunal del distrito, acompañado de una fotografía. Alex había sentido el calor del reconocimiento público al pasar junto a la gente que estaba en el pasillo de la panadería y los cereales: Oh, es ella. Pero ahora sentía igualmente sus miradas críticas y ponderativas al advertir el problema que había surgido con Josie y esperando que actuara…en fin, con buen juicio.

Soltó el apretón.

– Ya sé que estás cansada-dijo Alex, lo bastante alto para que la oyeran todos los que estaban allí-. Ya sé que quieres ir a casa. Pero tienes que aprender a comportarte cuando estamos en público.

Josie parpadeó en medio de las lágrimas, mientras escuchaba la Voz de la Razón y se preguntaba qué era lo que aquella criatura alienígena había hecho con su verdadera madre, que en otras circunstancias le habría gritado diciéndole que cerrara la boca.

Un juez, comprendía Alex de repente, no sólo tenía que serlo cuando estaba en el estrado. Ella seguía siendo una jueza, tanto cuando salía a comer a un restaurante, como cuando iba a bailar a una fiesta, o cuando quería estrangular a su hija en medio del pasillo de las verduras. A Alex le habían dado una ilustre capa con la que engalanarse, y ella no se había dado cuenta de que tenía una pega: que nunca iba a poder quitársela.

Si uno se pasaba la vida pendiente de lo que pudieran pensar los demás, ¿acababa olvidándose de quién era en realidad? ¿Y si el rostro que se enseñaba al mundo acababa convirtiéndose en una máscara…sin nada debajo?

Alex empujó el carrito en dirección a las filas para pagar. Para entonces, su hija enrabietada volvía a ser una niña arrepentida. Oía los hipidos de Josie, cada vez más espaciados.

– Vamos, vamos…-dijo, tratando de consolar a su hija tanto como a sí misma-. ¿No es mejor así?

El primer día de Alex en el estrado lo pasó en Keene. Nadie salvo su asistente sabía que se trataba de su primer día. Los abogados habían oído que era nueva, pero no sabían a ciencia cierta cuándo había comenzado en el puesto. Aun así, estaba aterrorizada. Se había cambiado de ropa tres veces, aunque nadie iba a saber cómo vestía por debajo de la toga. Vomitó dos veces antes de salir de casa hacia la sede del tribunal.

Ya conocía el camino a los despachos judiciales, no en vano había defendido cientos de casos allí mismo, al otro lado del banquillo. Su asistente era un hombrecillo delgado, llamado Ishmael, que recordaba a Alex de anteriores encuentros y al que ella no le había gustado particularmente: se le había escapado la risa cuando él se presentó diciendo «Puede llamarme Ishmael». [5]Hoy, en cambio, el hombre se había lanzado prácticamente a sus pies, o a sus altos tacones por mejor decir.

– Bienvenida, Su Señoría-le dijo-. Aquí tiene la relación de casos pendientes. La acompañaré a su despacho, y ya le enviaremos a un ujier para avisarla cuando esté todo preparado. ¿Hay alguna cosa más que pueda hacer por usted?

– No-dijo Alex-. Estoy lista.

La dejó en su despacho, que estaba congelado. Alex ajustó el termostato y sacó la toga de la cartera para ponérsela. Había un baño anexo en el que entró para examinar su aspecto. Estaba impecable. Imponente.

Aunque al mismo tiempo parecía un poco una chica de coro, quizá.

Se sentó al escritorio y pensó de inmediato en su padre. «Mírame, papá», pensó, aunque él estaba ya en un lugar desde donde no podía oírla. Recordaba decenas de casos juzgados por su padre; cuando volvía a casa se los explicaba mientras cenaban. Lo que no recordaba eran momentos en los que dejara de ser juez para ser simplemente padre.

Alex examinó los expedientes que necesitaba para el total de actas de acusación de aquella mañana. Luego miró el reloj. Aún faltaban cuarenta y cinco minutos antes del comienzo de la sesión del tribunal; era sólo culpa suya estar tan nerviosa como para haber llegado tan temprano. Se levantó, se estiró. Hubiera podido hacer un doble mortar en aquel despacho, tan grande era.

Pero no lo haría, los jueces no hacían esas cosas.

Abrió con timidez la puerta que daba al vestíbulo, e Ishmael se presentó al instante.

– ¿Su Señoría? ¿Qué puedo hacer por usted?

– Café-dijo Alex-. Sería fantástico.

Ishmael dio tal salto para ir a cumplir su petición, que Alex pensó que si le pedía que fuera a comprarle un regalo a Josie para su cumpleaños, antes del mediodía lo habría tenido encima del escritorio, envuelto y con lacito. Lo siguió a una sala de descanso, compartida por jueces y abogados, y se dirigió a la máquina de café. Una joven abogada le cedió el paso al instante.

– Pase usted delante, Su Señoría-dijo, haciéndose a un lado.

Alex agarró un vaso de cartón. Tenía que acordarse de llevarse un termo de casa para tenerlo en su despacho. Aunque, puesto que se trataba de un puesto rotatorio que, según el día de la semana, la haría pasar por Laconia, Concord, Keene, Nashua, Rochester, Milford, Jaffrey, Peterborough, Grafton y Coos, tendría que proveerse de una buena cantidad de termos. Apretó el botón de la máquina de café, pero sólo para oír el silbido del vapor al salir: estaba vacía. Sin pensarlo siquiera, decidió prescindir de la máquina y preparar una cafetera, para lo cual buscó un filtro.

– Su Señoría, no hace falta que lo haga usted-dijo la abogada, cuyo embarazo ante el comportamiento de Alex era evidente. Le sacó el filtro de las manos y se puso a preparar ella el café.

Alex se quedó mirando a la abogada. Se preguntaba si alguien volvería a llamarla Alex alguna vez, o si, por el contrario, su nombre había quedado transformado de forma oficial y para siempre en el de Su Señoría. Se preguntaba si alguien tendría valor para avisarla de que se le había quedado un pedazo de papel higiénico enganchado en el zapato o un trocito de espinaca entre los dientes. Era una sensación extraña: que, por un lado, todo el mundo te escrutara con tal detenimiento y, por otro, nadie fuera a atreverse a decirte a la cara si algo estaba mal.

La abogada le ofreció una taza de café recién hecho.

– No sabía cómo le gusta, Su Señoría-dijo, pasándole el azúcar y los potecitos de nata líquida.

– Así está bien-dijo Alex, pero al alargar la mano para tomar el vaso, la ancha manga de la toga se le enganchó en el borde del vaso de polietileno derramando el café.

«Tranquilidad, Alex», pensó.

– Oh, cielos-dijo la abogada-. ¡Lo siento!

«¿Por qué habrías de sentirlo tú-le preguntó Alex mentalmente-, si ha sido culpa mía?». La joven se había puesto en seguida a limpiar el desaguisado con ayuda de unas servilletas de papel, así que Alex se dedicó a limpiar su toga. Se despojó de ella y, en un momento de debilidad, pensó en no parar ahí y seguir desnudándose hasta quedarse en bragas y sostén, y entrar de esa forma a la sala del tribunal como el emperador del cuento. «¿Verdad que es hermosa mi toga?», preguntaría, y oiría a todos los presentes responder: «Oh, sí, Su Señoría».

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