– Mi teniente… -musitó acercándose al oficial.
– ¿Qué?
– Mire, a la derecha… son dos… y vienen hacia aquí.
Foster los distinguió entonces, con su clásico aspecto, pequeños, mucho más bajos que los blindados germanos, bastante rápidos, pero dotados de un blindaje no demasiado espeso.
Echando mano a la linterna, Foster se dispuso a enviarles una señal. Era un momento delicado, ya que el enemigo debía haber capturado no pocos Matildas, y estos dos podían muy bien ir tripulados por germanos que realizasen una patrulla de inspección, valiéndose de su disfraz para adentrarse en territorio enemigo.
Suspiró.
No tenía, no obstante, más remedio que decidirse.
Encendió la linterna, apagándola y encendiéndola tres veces consecutivas.
Los tanques se detuvieron.
Las torretas giraron lentamente hacia el lugar donde habían surgido los reflejos de la linterna. La negra boca de los cañones miró, apuntando, hacia los tres Tommies.
Una voz áspera llegó hasta ellos.
– ¡Acérquense con los brazos en alto! ¡Vamos a encender el reflector!
Enarbolando una sonrisa, Foster levantó los brazos. Los otros le imitaron. Sin miedo. Porque la voz se había expresado en el galés más cerrado que habían oído jamás.
El brazo luminoso de un reflector cayó bruscamente sobre ellos.
Luego se oyó una risa, y la misma voz:
– Perdón, teniente. Pueden bajar los brazos.
Un hombre alto, con casco de cuero, saltó al suelo desde la torreta del primer Matilda. Se cuadró ante el oficial.
– Sargento McGuire, señor. Usted debe ser el teniente Foster, ¿no?
– Sí.
– Me dieron su nombre en el puesto de mando del Batallón. Nos han enviado para ayudarles.
– ¡Excelente!
– ¿Y el enemigo?
– Todavía no le hemos visto -sonrió el oficial-. Es curioso y ridículo decirlo, pero no hemos visto alemanes desde que llegamos a Bélgica.
– Ya lo sé -la voz de McGuire bajó de tono-. Sin embargo, señor, las cosas van muy mal por ahí abajo, en Francia. Ya han llegado a Calais…
– ¡Demonios! Un poco más y nos cerrarán el paso.
– Eso es lo que todos tememos. Las mejores divisiones blindadas de Hitler se dirigen hacia Dunkerque, desde el Este. Hay un grupo británico que sigue luchando en las cercanías de Arras. ¡Menuda paliza, mi teniente!
– Es triste.
– Puede usted subir al tanque, con sus hombres. ¿Están lejos las posiciones que ocupan?
– No. Mandaré a uno de los muchachos para que avisen… ¡Wilkie!
– ¡Señor!
– Corre y prevé a los sargentos. Di que vamos para allá.
– ¡A la orden!
Foster y Nick se encaramaron sobre el primer Matilda. Los dos tanques se pusieron lentamente en marcha.
Momentos después se detenían junto a la trinchera.
Foster, contento de aquel refuerzo, saltó con agilidad desde el tanque, viendo que Kirk se acercaba a él.
– Mi teniente. Hemos oído tanques frente a nosotros. Mucho ruido. Seguro que se preparan a atacar en cuanto se haga de día.
– Bien.
El tanquista McGuire, que había oído las palabras de Richard, miró al sargento, luego al oficial.
– Haremos lo que podamos, señor.
Foster asintió con la cabeza.
– Gracias. Esperemos que haya un poquito de suerte.
Los tanquistas salieron de sus cacharros. Pronto estaban mezclados con sus compañeros, los Tommies.
Y la noche siguió su lento camino, vestida de negrura y de silencio.
Los hombres se estremecieron. No hacía mucho frío, sin embargo.
Estaban apoyados en la trinchera, con las armas en la mano, la mirada fija frente a ellos. Junto a los morteros, los servidores de las piezas estaban también inmóviles, rígidos como estatuas.
Por la derecha, la larga lengua gris del alba lamía ya las pendientes de las suaves colinas, extendiéndose hacia las partes bajas, hacia las vaguadas que formaban la «tierra de nadie».
Con la pistola en la mano, el teniente Foster podía percibir con claridad los acompasados latidos de su corazón. Tenía el pecho apoyado en el borde de la trinchera, y era como si la tierra latiese y no él, como si aquel rítmico toc-toc le llegase de fuera.
Al lado de Ben, que estaba arrodillado tras la ametralladora, el sargento Kirk, con su Long Rifle puesto sobre el parapeto de sacos terreros, esperaba.
De todos los hombres alojados en la serpenteante trinchera, sólo él estaba tranquilo, sereno, y su corazón era, sin discusión, el único que latía acompasadamente.
La luz del nuevo día barría ya todas las partes inferiores del terreno; algunos jirones de sombra quedaban aún. A la izquierda, iluminados ya, con su feo y sucio color gris, con sus letras y cifras negras pintadas en sus flancos, los dos Matilda esperaban también.
El silencio, como una losa, pesaba sobre los pechos de los hombres, haciendo que su respiración fuese dificultosa, casi silbante. Era el «asma del miedo», una de las manifestaciones que mejor conocen los soldados.
Pero el miedo no se agarra sólo al pecho, no sólo oprime los pulmones, contracta la garganta y deja la boca seca. También retuerce las tripas.
Sintiendo las suyas «meterse en danza», Blow se echó bruscamente a reír.
A Winston, que le dolían los pies, no le hizo gracia aquella risita de conejo.
– ¿De qué te ríes, memo? -inquirió, volviendo la cabeza hacia Mathew.
– De mis tripas.
Ahora fue WC quien sonrió.
– Tienes cagalera, ¿eh?
– Sí. Me rilo patas abajo… Y es curioso. Cada vez que un soldado espera jaleo, siente unas ganas terribles de evacuar.
– Eso es el canguelo.
– No. Una vez, antes de salir de Inglaterra, un tipo que había estudiado medicina me dijo que eso de ir de vientre y mear antes de un peligro era una reacción normal. El cuerpo piensa en una herida en el vientre… y ya sabes que si lo tienes vacío, puedes salvarte.
– ¡No me digas! Ese tipo que te contó esa historia debía tener el premio Nobel. ¡El cuerpo! ¡Me haces gracia! ¿Qué sabe el cuerpo? ¿De qué le servirá vaciar la vejiga y el intestino si luego recibes un balazo en plena azotea…?
– Eso lo tienes tú previsto desde que naciste con la cabeza vacía. Nada malo te pasará si te meten un poco de plomo en el coco : un poco de aserrín en el suelo…
– ¡Muy gracioso! Procura que no te peguen donde estoy pensando. Porque si regresas a Inglaterra sin tus partes, te vas a enredar los cuernos con las ramas de los árboles.
Blow no se inmutó.
– Tienes razón -dijo, muy serio-. Tendré cuidado, aunque me gustaría ser como tú, que no tienes nada entre las piernas…
Iba Williams a contestar una barbaridad cuando la voz del sargento resonó como un trallazo.
– Si seguís diciendo gilipolladas -les amenazó-, no va a hacer falta que los nazis os corten nada… Lo haré yo, ¡palabra!
El silencio volvió a caer sobre ellos, más opresivo y ominoso que nunca. El aire se hacía irrespirable.
Entonces, el grito de Kirk, que no perdía de vista el no man’s land, les previno, haciéndoles estremecerse.
– ¡Ahí los tenemos, amigos!
Cuatro pesados tanques acababan de surgir de detrás de un bosquecillo. Su vista imponía un respeto tremendo. Eran como cuatro criaturas de pesadilla, colosos de otros tiempos en un mundo alocado.
Detrás de los tanques, algunas fugaces siluetas de color verde-gris empezaron a moverse cautelosamente.
Richard acercó el rostro a la culata de su rifle, pegando el ojo al visor telemétrico. Enfocó con cuidado, no tardando en tener en la cruceta el rostro de un enemigo.
Una involuntaria exclamación se escapó de sus labios.
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