Karl Vereiter - Sangre En El Volga

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Stalingrado era el golpe al dictador rojo, la prueba de que ningún obstáculo podía oponerse al victorioso Ejército alemán. Más de 300.000 hombres se adentraron entre las ruinas de la gran ciudad sembrada de fábricas. 300.000 hombres dispuestos a ocupar Stalingrado y a atravesar el río que se encuentra a espaldas de la villa.
El Volga.
A sus orillas se luchó como nunca se había peleado en Rusia, mil veces más feroz que la Batalla de Moscú, más intensa que la Batalla de Sebastopol, Stalingrado significó, sencillamente, la cúspide del avance germano en la URSS.
Cayeron los hombres en la ciudad mártir, alemanes y rusos, por cientos, por millares, por cientos de millares…
Y la sangre de tantos hombres corrió por las calles para, en densos torrentes, verterse en las aguas tranquilas del río.

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Karl von Vereiter Sangre En El Volga 1975 Capítulo I El ruso cometió un - фото 1

Karl von Vereiter

Sangre En El Volga

1975

Capítulo I

El ruso cometió un error fatal.

Desde donde se encontraba, Dieter pudo ver cómo el soldado soviético corría hacia el escondite que iba a proporcionarle un denso cañaveral, junto al río.

Pero el ruso ignoraba que el cañaveral se encontraba precisamente sobre un montículo rocoso que los alemanes habían reconocido decenas de veces cuando sus posiciones se encontraban más próximas de la orilla que ahora.

Dieter Fonlass tenía la seguridad absoluta que el hombre iba a morir en los próximos quince segundos.

Le fastidiaba disparar una ráfaga, sabiendo que el ruso estaba cumpliendo una simple misión de observación. El sargento Swaser y los otros hombres debían estar durmiendo, y no valía la pena despertarles por el hecho de enviar al infierno a un soviético.

Sin embargo, Dieter Fonlass tenía que matarlo; era la única manera de que el adversario no sospechase que aquella posición no estaba defendida más que por cinco hombres.

Algunos segundos más que los que el germano había concedido al ruso pasaron. El alemán pensaba en otras cosas, especialmente en la retirada, desde que se habían obligado a abandonar la cabeza de puente, en la orilla opuesta del Don.

Los recuerdos de la retirada le quemaban el pecho. Los rusos habían desencadenado una ofensiva formidable, y excepto las fuerzas germanas que seguían resistiendo heroicamente en los alrededores de Koslov, el resto del frente del Don había saltado hecho pedazos ante el impulso de los rusos.

En realidad, Dieter hacía la guerra, como tantos otros, porque aquel era su deber, y no había forma humana de escapar de él.

Su único deseo era que aquella nefasta locura terminase cuanto antes, volver a Munich junto a su esposa y sus dos hijos, y empezar de nuevo a trabajar, con la paleta y el nivel en la mano, construyendo edificios en vez de verlos saltar en pedazos por el aire.

De todos modos, Dieter hacía lo que podía para no pensar en los suyos durante el combate. Era como si no desease asociar las barbaridades que como soldado estaba obligado a cometer con la idea pura de los suyos.

«No quiero que mis hijos sospechen nunca las enormidades que su padre ha hecho», pensaba a menudo. Apoyando la mejilla en la culata del fusil ametrallador, guiñó un ojo, mirando con el otro, a través del punto de mira, la silueta del ruso.

Entonces apretó el gatillo.

Apuntó al pecho, enviando hacia el aire un número suficiente de balas como para evitar que el soviético padeciese una larga y penosa agonía.

Puesto que debía morir, lo mejor es que lo hiciera rápida y limpiamente.

El ruso dio un salto, cayendo de rodillas. Abrió los brazos, recordando a Dieter las actitudes de los mahometanos cuando oran a su dios, cara a oriente. Las balas le empujaron hacia atrás y cayó, de espaldas, quedándose completamente inmóvil.

Un ruido de pasos informó a Dieter de la presencia de sus camaradas, a los que los disparos habían arrancado de un sueño pesado y reparador.

Volviéndose a medias, apercibió el rostro serio y arrugado de Ulrich Swaser, que llevaba en su cara las huellas de su trabajo, en Hamburgo, donde se pasaba la vida descargando barcos procedentes de todas partes del mundo.

Era un hombre duro, sobre todo consigo mismo, pero sabía hacerse apreciar por sus hombres que le estimaban sincera y profundamente.

– ¿Qué demonios pasa? -preguntó dejándose caer en la trinchera donde se encontraba el soldado.

– Ese pobre tipo -repuso Dieter-. Creía sin duda que nos habíamos largado ya… Tenía la estúpida pretensión de llegar hasta aquí…

Ulrich miró hacia el cuerpo del ruso que formaba una mancha negra sobre el suelo amarillento.

– No creo que podamos permanecer mucho tiempo aquí -dijo mirando a lo lejos.

– Tampoco lo creo yo, sargento -suspiró Dieter-. Espero que nos ordenen pronto una nueva retirada… y espero también que no sea para colocarnos en una nueva línea. Creo que tenemos derecho, después de lo que hemos pasado, a unos días de reposo.

– Y que lo digas -gruñó el suboficial-. No hay más que mirarnos, botas hechas trizas, uniformes en harapos… ¡da asco vernos!

Una luz se encendió en las pupilas del soldado.

– El día que coja una hoja de afeitar, un poco de jabón y agua suficiente… voy a parecer otro…

Ulrich miró a Dieter cuyos cabellos largos caían sobre el cuello sucio de su guerrera; se fijó también en los pantalones, cuyas rodilleras habían desaparecido de tanto arrastrarse, dejando sendos agujeros que permitirían ver la piel negra, recubierta por una desagradable costra de suciedad.

– Hemos cambiado mucho -murmuró.

– Todo ha cambiado -dijo Dieter-. Estábamos acostumbrados a ser un ejército limpio, victorioso. No existía en el mundo una Intendencia tan puntual como la nuestra… la verdad es que no nos faltaba de nada…

– Es cierto. Pero todo eso no es ya más que un recuerdo. Desde que esos cochinos de rusos han aprendido la lección, se han convertido en una fuerza con la que tendremos que contar.

Dieter no dijo nada.

Sus pensamientos volaban lejos, hacia Munich. Entornando los ojos, le pareció hallarse en su dormitorio cuando, cada mañana, su mujer acudía, habiéndose levantado antes que él, a traerle la muda limpia, aquella ropa que olía tan bien…

Se movió, notando una vez más el dolor que la bota rota le causaba en el empeine. Fue entonces, por una simple asociación de ideas, cuando abrió los ojos, mirando más allá del parapeto.

– ¡Las botas! -exclamó.

– ¿Qué demonios te pasa ahora? -se extrañó Ulrich.

– ¡Las botas! Ese maldito ruski debe llevar un par casi nuevo.

– Es cierto. Cúbreme… voy a por ellas…

Saltó Ulrich de la posición corriendo, agachado, hacia el lugar donde yacía el cuerpo del soviético.

Una oleada de vergüenza le invadió, sintiéndose profundamente herido en su orgullo. ¡Un soldado de la poderosa Wehrmacht jugándose la piel para quitarle las botas a un mujik!

– Sakrement! -gruñó entre dientes-. Cómo han cambiado las tornas…

Un poco de bruma, procedente del río, flotaba sobre el suelo como un manto de gasa que el viento desplazaba suavemente.

Swaser no se paró a mirar el rostro del ruso. Hacía mucho tiempo que la muerte había perdido para él ese lado personal que se asocia, al principio, con una especie de curiosidad morbosa.

Estaba acostumbrado a ella, y había olvidado por completo los cientos de cadáveres, enemigos o amigos, destrozados o enteros, que había visto a lo largo de la guerra.

Después de haberse percatado de que el calzado del ruski era de primera calidad, se arrodilló junto al muerto, descalzándole en un abrir y cerrar de ojos. Luego volvió corriendo a la trinchera, con una sonrisa de satisfacción en el rostro.

Dieter levantó ansiosamente la cabeza, al tiempo que preguntaba con una cierta impaciencia en la voz:

– ¿Son grandes o pequeñas?

– ¿Qué número calzas?

– El 42.

El sargento mostró las botas, casi nuevas, ligeramente arañadas en la punta, dotadas de gruesas suelas dobles claveteadas. Notó el ansia que se pintaba en el rostro del soldado.

Cualquier hombre del pelotón hubiese necesitado aquel maravilloso regalo, empezando por el sargento que, como los demás, iba casi descalzo.

– Toma, son tuyas…

Dieter abrió los ojos, cogiendo las botas casi con miedo. Las levantó a la altura del rostro, dilatando los agujeros de la nariz para oler mejor el cuero nuevo. Hacía meses que no había recibido calzado alguno y el que llevaba lo había cogido de un cadáver de otro alemán que ya las había usado durante una eternidad.

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