Karl Vereiter - Sangre En El Volga

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Stalingrado era el golpe al dictador rojo, la prueba de que ningún obstáculo podía oponerse al victorioso Ejército alemán. Más de 300.000 hombres se adentraron entre las ruinas de la gran ciudad sembrada de fábricas. 300.000 hombres dispuestos a ocupar Stalingrado y a atravesar el río que se encuentra a espaldas de la villa.
El Volga.
A sus orillas se luchó como nunca se había peleado en Rusia, mil veces más feroz que la Batalla de Moscú, más intensa que la Batalla de Sebastopol, Stalingrado significó, sencillamente, la cúspide del avance germano en la URSS.
Cayeron los hombres en la ciudad mártir, alemanes y rusos, por cientos, por millares, por cientos de millares…
Y la sangre de tantos hombres corrió por las calles para, en densos torrentes, verterse en las aguas tranquilas del río.

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Se llevó la cuchara a la boca… y escupió todo, lanzando un gruñido de rabia.

– ¡Pero si nos han dado una bazofia! -protestó-. ¡Deben haber hecho esta sopa con moñigas cogidas en este establo!

Swaser miró el líquido; luego, con un esfuerzo, hundió la cuchara y se la llevó a los labios, tomando un sorbo. Martin, tenía razón; aquello era una completa porquería… pero el suboficial las había visto, a lo largo de la guerra, de todos los colores. Y haciendo de tripas corazón, cerró los ojos hundiendo de nuevo la cuchara en el rancho.

Mirando al jefe del pelotón, Trenke se percató en seguida de lo que pasaba. No era la primera vez que Swaser se sacrificaba para evitar conflictos a sus hombres.

Pero Martin no estaba dispuesto a ceder esta vez. Consideraba como un insulto que se diese aquella porquería a unos hombres que acababan de llegar, extenuados, tras una caminata interminable, siendo los únicos que habían quedado en primera línea… mientras todos aquellos enchufados se hinchaban la barriga bien tranquilamente y lejos de los tiros de los rusos.

Se puso en pie, con el plato en la mano.

– Voy a demostrar a esos bastardos de la Intendencia que no somos unos puercos… aunque nos hayan metido en este establo.

Sus ojos brillaban peligrosamente.

Valker Künger, que había dejado su plato sin tocar su contenido, le bastó olerlo para darse cuenta de lo que había dentro, se puso igualmente en pie.

– Te acompaño, amigo.

La mirada de Martin se posó entonces en el rostro pálido de Ingo Lukwig. El joven no había pronunciado una sola palabra y seguía comiendo, pero se veía en su cara los esfuerzos que hacía para dominar su repugnancia.

Una sonrisa cruel se dibujó en los labios de Trenke.

– ¿No dices nada, Ingo? ¿Te gusta la caca que el Reich da a sus soldados?

Y viendo que Ingo continuaba comiendo:

– No te comprenderé nunca -gruñó-. A menos que no estés pensando que hago mal en pensar ir a protestar a la Intendencia… y que si fuese un buen soldado debería comer esa porquería y callarme la boca. Y todo eso, seguramente, para ayudar a construir una Alemania poderosa, grande y fuerte… -se pasó la mano por el trasero-. ¡Mira lo que hago con esa Alemania, si para conseguirla hay que comer esa bazofia!

– No mereces ser alemán -dijo el joven entre dientes.

– No te preocupes, amiguito -sonrió Martin-. Al paso que vamos, pronto no habrá ni Alemania ni alemanes… sobre todo si esta comida sigue repartiéndose. No quedarán más que los jefazos… los hermosos niños mimados del Partido.

Ingo le lanzó una mirada terrible.

– No sabes lo que dices… Puede ser que pensaras que porque ibas a hacer la guerra te darían un banquete a cada comida. ¡Especie de idiota! La guerra es esto, mala comida, miseria, porquería, sufrimiento…

– ¡Alto! -le gritó Martin que se había puesto intensamente pálido-. No voy a consentir que un niñato como tú venga a decirme lo que es o no la guerra… Ya sé que hay que aguantar y cerrar el cinturón… pero cuando lo cierren todos. Que te hagan ir a visitar cualquier puesto de mando, de batallón para arriba… y verás si esos puercos comen como nosotros. Y si vas más arriba, al dominio de los «pantalones rojos», entonces te morirás, idiota… Porque a ellos no les falta de nada… y encima son los que reciben los parabienes y las medallas…

Mirando a Martin, el sargento, que prefería por el momento guardar silencio, pensó en este muchacho, antiguo estudiante de la Universidad de Colonia, hijo de gente adinerada a la que jamás debió faltar gran cosa.

Ahora discutía por un plato de comida. Y estaba dispuesto a pelear por ello.

«He aquí lo que esta puerca guerra hace con los hombres -pensó Swaser tristemente-. Coge a cualquier hombre normal, un excelente albañil y padre de familia como Dieter, un probo empleado como Künger o un estudiante como Trenke… ¿y qué hace con ellos? Los transforma, les da la vuelta como un guante, haciendo de ellos hombres agriados, rezumando odio por los poros de la piel… E incluso si permite que escapen vivos de la gran matanza, ya no son, al volver a sus casas, ni la sombra de lo que eran. Y arrastran hasta la muerte esa mácula que no olvidarán en las tabernas, ni con las prostitutas…

– Voy a Intendencia -dijo Martin echando a andar hacia la puerta.

En contra de lo que esperaba, nadie le siguió. Quizá fuese el cansancio o puede ser que estuviesen hartos de discutir, de luchar, de alzarse contra algo mucho más fuerte que ellos…

Martin cogió la primera calle, avanzando por una semioscuridad que sólo paliaba la lejana y temblorosa luz de las estrellas.

No tenía prisa alguna ni se preocupaba por el tiempo que tardase en encontrar las cocinas de la división. Le bastaba, por el momento sentir en su interior el fuego devorador de la rabia y la seguridad de que cuanto había dicho a Ingo era, simplemente la verdad.

– ¡Pedazo de imbécil! -gruñó en voz alta-. Es con borregos de su clase que los lobos engordan siempre… ¿Cómo puede ser tan idiota como para creer que nuestros queridos superiores se sacrifican como nosotros? Naturalmente, ellos «tienen que pensar»… y por eso los alimentan como cerdos… mientras que el pobre soldado, al que más tarde o más temprano espera una bala… ¿para qué gastar el dinero en una buena comida?

Trenke pasó ante la puerta de la mansión de dos pisos donde estaba instalado el Estado Mayor Divisionario. Cruzó al otro lado de la calle, mirando de reojo a los dos centinelas que, tiesos como palos, permanecían ante la entrada, el subfusil negligentemente apoyado en la sangría del brazo izquierdo.

«Hasta aquí llega el olor de comida que devoran los peces gordos», pensó Martin apretando el paso.

La cólera hacía hervir su sangre. Hubiese llegado a admitir sin protesta cualquier clase de sacrificio; más aún, le habría gustado demostrar que estaba dispuesto para lo peor… Pero aquella humana indiscriminación le quemaba como un hierro ardiente.

Torció a la derecha, después de leer un letrero que indicaba la ubicación de los servicios de Intendencia y cocina; de todas formas, el olor a comida le hubiese guiado sin necesidad de cartel alguno.

Un portalón enorme daba acceso a las cocinas; algunos vehículos, estacionados en un gran patio, estaban cargados con gigantescos depósitos que debían servir para llevar el rancho a las unidades del frente, cuando las pequeñas cocinas no podían, en pleno combate, trabajar en paz.

«O -pensó Trenke- cuando se está en plena retirada… y los cocineros de campaña, de batallón y hasta de regimiento corren como los demás…»

Penetró en un largo y ancho pasillo donde flotaba un olor agradable a pollo asado. Un olor que despertó en el estómago del soldado ecos dolorosos.

Vio entonces las cocinas y las mesas donde unos hombres desplumaban las aves. No notó Trenke la presencia de un hombre que, con el ceño fruncido, se acercó a él hablándole con sequedad:

– ¿Qué diablos haces aquí? -le preguntó mirándole de pies a cabeza como si se tratase de un ruski que hubiese llegado hasta allí.

Separando la mirada de la larga mesa donde se desplumaban los pollos, Martin miró al hombre, pero su mente estaba aún concentrada en lo que acababa de ver, y el otro, ante el silencio de Trenke, preguntó con voz aún más áspera:

– ¿Qué haces aquí? Ya te lo he preguntado una vez… ¿Qué buscas?

Martin sonrió beatíficamente.

Se percató entonces de la presencia del cabo, al que recordaba perfectamente, conociendo incluso su nombre. Se llamaba Erich Zimmer y era de Kiel.

Martin le había visto algunas veces, a la cabeza de algún importante convoy de intendencia, en los buenos tiempos de los avances constantes, cuando la comida, sin tener nada extraordinario, era abundante y nutritiva.

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