Karl Vereiter - La Marcha De Los Vencidos Dunkerque

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La Marcha De Los Vencidos Dunkerque: краткое содержание, описание и аннотация

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«Como una cuña de acero, las fuerzas blindadas alemanas avanzaban hacia el oeste, hacia el mar, empezando a dibujar sobre los mapas de los estados mayores la gigantesca tenaza que iba a cerrarse a la espalda de las fuerzas francobritánicas que seguían en Bélgica.»
Por primera vez en sus obras, Karl von Vereiter va a colocarse, casi de una manera exclusiva, «del lado aliado» y, más concretamente, del lado británico. De la mano de una pequeña unidad británica, de un grupo de valientes y sufridos hombres, va a hacernos revivir aquellas tremendas jornadas por el largo camino de la esperanza hacia las playas abarrotadas de soldados que miran, con temor e incertidumbre, el brazo de mar que les separa de la vida y de la libertad. Porque Dunkerque no fue una batalla, sino algo mucho más sencillo, más humano. Se trató de una retirada trágica -¿y hay alguna que no lo sea?-. Una retirada con todas las espantosas consecuencias que lleva consigo. Sólo Vereiter podía ser capaz de describir el ambiente opresivo que reina en los corazones de los hombres que se repliegan.

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Una bala dum-dum, que había preparado cuidadosamente, como las otras que guardaba, escondidas, preparadas desde que vio el cuerpo mutilado de Harold, antes de que la tierra de Francia lo cubriera para siempre.

Apretó el gatillo.

III

Como una cuña de acero, las fuerzas blindadas alemanas avanzaban hacia el Oeste, hacia el mar, empezando a dibujar sobre los mapas de los estados mayores la gigantesca tenaza que iba a cerrarse a la espalda de las fuerzas francobritánicas que seguían en Bélgica.

Dejando tras ellos el profundo carril de sus orugas, los tanques del Grupo de Ejércitos A, mandado por Von Rundstedt, habían roto el frente aliado en Las Ardenas, atravesando luego el Mosa para, realizando entonces lo que se llamó «movimiento de bisagra», lanzarse, no hacia París (como prevenían los viejos planes de invasión), sino hacia el Atlántico.

De nada sirvieron los esfuerzos desesperados de los franceses.

Como en Polonia, las divisiones de caballería del Segundo Ejército de Huntziger fueron barridas por los Panzer. Y tampoco consiguieron nada las divisiones motorizadas del Noveno Ejército de Corap, su masa de infantes, sus cañones del 75…

Guderian, Reinhardt, Hoth, y dentro de las panzerdivisionen de este último, el joven general Rommel (el futuro Zorro del Desierto ), perforaron las defensas enemigas, pasaron sobre los ríos, dislocando la resistencia gala, lanzándose, en una carrera alocada, hacia los pueblos de la costa, hacia Abbeville, Boulogne, Calais…

La gigantesca tenaza se cerraba.

Dos ejércitos franceses: el Séptimo, mandado por Giraud y el Primero, bajo las órdenes de Blanchard, estaban encerrados ahora, en territorio belga, junto a la totalidad del Cuerpo Expedicionario Británico, que mandaba Lord Gort.

Cientos de miles de hombres que retrocedían, cansados, hacia un lugar que la Historia pintaba de esperanza:

DUNKERQUE.

* * *

Habían ocupado una corta línea de trincheras, sobre un altozano. Después de descargar la ametralladora y los dos morteros, así como municiones para ambos, el camión se alejó, rumbo al sur, seguido por la mirada lánguida de WC.

– ¿Por qué no me habrán pegado un balazo en un brazo? -suspiró, mirando la polvareda que el pesado vehículo dejaba a su paso.

Mathew Blow, que estaba sentado a su lado, liando un cigarrillo francés de los llamados troupe, se echó a reír.

– ¿Y por qué no en un pie, bailarín?

– ¡No digas eso! ¡Ni en broma!

Después de encender su cigarrillo, el soldado miró detenidamente los pies de su compañero.

– ¿Los tienes asegurados? -inquirió con sorna.

– No, pero debí hacerlo antes de salir de Inglaterra. Por desgracia, esos cochinos de las Compañías de Seguros no hacen pólizas en caso de guerra.

– ¡Qué lástima! -se mofó Blow-. Debían prever algo así para tipos tan importantes como tú. También debió Nick asegurar sus manos.

– ¡Bah!

– ¿Es que no las consideras importantes? ¡Fíjate en él!

Winston volvió el rostro.

Nick Brandley estaba sentado junto al tronco de un árbol, con una lente en forma de embudo incrustada en el ojo derecho. Había colocado su macuto sobre las rodillas y, con una minúscula pinza, desmontaba un reloj de pulsera.

– ¿Qué hace? -inquirió WC.

– Ya lo ves. Arreglando un reloj.

– ¿De quién es?

– Del teniente. Se le metió polvo dentro.

– ¡Bah! Un vulgar relojero… ¡y quieres comparar sus manos con mis pies!

– Es un tipo estupendo. El teniente lo ha dicho: un verdadero mecánico de la precisión.

– Hay muchos más relojeros que profesores de danza.

Blow posó sobre el rostro de su amigo una mirada llena de malicia y curiosidad.

– Oye, Williams… tú también enseñabas a bailar a las muchachas… ¿no es cierto?

– ¡Pues claro!

– ¿Qué clase de baile?

– De todo. Moderno y clásico.

– ¿Quieres decir que se ponían delante de ti como esas chicas de los ballets?

– Sí.

– ¡Vaya suerte la tuya! Menuda ración de vista que has debido darte, granuja. Porque esas tipejas tienen unos muslos que dan miedo… ¡y no hablemos de lo demás!

El otro frunció el ceño.

– ¡Eres un sucio puerco, Blow! Un profesor no se fija en esas cosas. Nosotros, los danzarines, somos como los médicos. Para un doctor, una mujer, por hermosa que sea, no es más que una enferma…

– ¡No me cuentes cuentos! El médico de mi pueblo, un joven que llegó hace unos tres años, no era como tú dices. Cuando una chica bien hecha iba a visitarle, ¡le sobraba tiempo! ¡Menudo sobo que debía meterle! Recuerdo que, una vez, tuve que esperar tres cuartos de hora en la sala… había entrado una mujer de miedo…

– En todo hay excepciones, merluzo. Ese médico era tan cerdo como tú…

Mathew se llevó el dedo al mentón.

– ¿No será que eres del sindicato de los maricas?

– ¡Vete al infierno, por no mandarte a otro sitio que huela peor!

– Ya estoy en él, WC.

Enfadado, Winston echó mano a la bayoneta, que había dejado a su lado.

– ¡Voy a…! -amenazó, levantando el arma.

– ¡Cuidado, el sargento! -le advirtió el otro.

En efecto, Cuberland avanzaba hacia ellos. Se detuvo, con el ceño fruncido. Luego sonrió débilmente.

– Algún día voy a enseñaros a los dos a estaros tranquilos… ¡Vamos! Hay que emplazar el mortero.

Se pusieron en pie.

– ¿El mortero? -inquirió Blow.

– Sí. El teniente ha ordenado que dejásemos la ametralladora al tercer pelotón. Al sargento Kirk no le quedan más que tres hombres.

Una sombra pasó por el rostro de los tres hombres al recordar la muerte de Carew. Echaron a andar hacia el tramo de trinchera que les pertenecía y que formaba el flanco derecho de la pequeña posición.

Foster estaba allí, mirando al horizonte con los gemelos. Se volvió, al oírles llegar, bajando el aparato óptico, que dejó colgando alrededor de su cuello, golpeándole el pecho.

– Hay que batir aquella vaguada -dijo, señalando con el brazo extendido.

Blow y Winston llevaron el mortero hasta el emplazamiento. John Wilkie había allanado la tierra con una pala. Cuando la plancha entró en contacto con el suelo, John la calzó con algunas cuñas de madera.

– Durante el día -dijo entonces el oficial, dirigiéndose al sargento Cuberland-, no montaremos más que una guardia sencilla: un solo hombre bastará para vigilar. Por la noche, por desgracia, deberemos estar todos alerta.

– Bien, señor.

George Foster se alejó, andando despacio. Se detuvo aún para encender un cigarrillo, pero miró, a través del humo, la silueta recogida sobre sí mismo de Brandley, que continuaba su trabajo.

Se acercó a él, sin que el soldado se diera cuenta.

– ¿Estaba muy estropeado, Nick? -inquirió.

Sobresaltado, Brandley estuvo a punto de soltar la rueda dentada que sujetaba en la pinza. Levantó la cabeza, sonriendo.

– Un poco sucio, mi teniente, pero he aprovechado para desmontarlo. Tenía el espiral flojo… ¿no se atrasaba últimamente?

– Sí, es cierto…

El ruido estrepitoso de la motocicleta les hizo volver la cabeza. Envuelto en una densa polvareda, el vehículo frenó a pocos pasos del árbol. Prevenido, Nick se apresuró a extender un pañuelo sobre el reloj en piezas.

El motorista, con casco de cuero y el fusil a la espalda, abandonó el vehículo, acercándose al oficial, ante el que se cuadró militarmente.

– Un mensaje del comandante Simmons, mi teniente.

– Démelo.

El sobre estaba arrugado y sucio. Foster lo desgarró por un extremo, sirviéndose después del dedo índice como corta papeles. Sacó el pliego, que desdobló cuidadosamente, leyéndolo luego con atención.

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