– ¡Bajen esa luz! -gruñó Kirk-. ¡Me están deslumbrando!
Nick obedeció rápidamente, y el cono luminoso apuntó al suelo, dejando ver la figura inmóvil del muerto.
Sin decir una sola palabra, Richard se acercó entonces, mirando a la forma que yacía sobre el adoquinado de la calle. El muerto tenía el rostro medio vuelto, mostrando un perfil acusado que la muerte hacía anguloso, como la esfinge de una medalla.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Richard, levantando la cabeza para mirar al otro suboficial.
– Oímos un grito -repuso Cuberland-. Estábamos en la fuente, descansando… Todavía vivía cuando lo hallamos. Dijo que lo había atacado un niño.
– ¿Un niño? ¿Bromeas, Cuberland?
– No bromeo, Kirk. Eso es lo que dijo el pobre, antes de morir. Nos explicó que, al llegar aquí, preguntó a un zagal si había visto a otros soldados ingleses. El joven le contestó, pero Thomas no entendió lo que decía. Entonces le volvió la espalda y el muchacho lo atacó.
– Un niño… -repitió sordamente Kirk-. Es extraño…
Hubo un silencio.
Los hombres del pelotón de Robert miraban con curiosidad al jefe del tercer pelotón. Y más que a su persona, al arma que empuñaba.
Richard Kirk no era ya un muchacho. Debía tener los treinta y cinco años. Militar profesional, había pasado diez largos años en la India. De ahí su rostro curtido, plisado por miles de pequeñas arrugas que daban a su piel un no sé qué de apergaminado: una faz momificada en la que era imposible descubrir la menor expresión.
Kirk llevaba un Long Rifle, un fusil extraordinario, con una lente telemétrica. Cuidaba su arma con un cariño que parecía exagerado a los demás.
Por otra parte, todo el mundo había oído hablar de las dificultades que Richard tuvo para que le permitiesen llevar el arma a Francia. Las ordenanzas prescribían taxativamente un mismo armamento para las tropas. Y era natural, ya que las municiones debían ser uniformes para todos los soldados, suboficiales y oficiales.
No obstante, Kirk se había salido con la suya.
Se hablaba mucho de aquel hombre en todo el regimiento. El botón negro que llevaba en la solapa no era ninguna decoración extraña, sino luto por un hermano que había muerto durante los largos meses de la drôle de guerre, en una patrulla, no lejos de la Línea Maginot.
Se decía que Harold, el hermano de Kirk, había sido salvajemente mutilado antes de morir.
Richard había sido autorizado a asistir al sepelio de los restos de Harold, pero nadie le había oído volver a hablar de aquel triste asunto.
Ni una sola palabra.
Intentando romper el pesado silencio que se había hecho, Cuberland inquirió:
– ¿Y el pelotón de Aldous?
– Viene detrás -repuso Kirk-, con el teniente. Han tenido que esperar al jefe de la sección. Foster fue llamado al puesto de mando del comandante Simmons.
Robert hizo un vago gesto hacia el cuerpo caído a sus pies.
– ¿Quieres que lo llevemos hasta la fuente? Podríamos esperar allí la llegada de los otros.
Richard asintió con la cabeza.
Después, sin volverse, dijo:
– ¡Ben! ¡Andrew!
Los dos hombres dieron un paso al frente, luego un taconazo doble resonó con fuerza.
– Dad vuestros fusiles a Keith y coged a Thomas.
– ¡A la orden!
Mientras regresaban hacia la fuente, Cuberland se admiró, sotto voce, de aquella férrea disciplina que reinaba en la unidad de Kirk. Un poco excesiva para su gusto, demasiado rígida…
Y no era que él no la impusiese en su pelotón. Pero era distinto. Sus relaciones con sus hombres, dentro del respeto que éstos le debían, se desarrollaban dentro de un esquema normal, humano.
De todos modos, prefería a Kirk que a Ryder, el blanducho jefe del primer pelotón, el papa-gateau como le llamaban, siempre dispuesto a arriesgar un paquete con tal de salvar de un arresto a uno de sus muchachos.
Claro que de los tres jefes de pelotón que formaban la sección del teniente Foster, sólo Aldous no era profesional. Había estado en el ejército, pero se hallaba en la reserva cuando le llamaron.
¿Qué podía esperarse de un maestro de escuela?
Era cierto aquello de que «quien con niños se acuesta… mojado se levanta». Indudablemente, Aldous Ryder, habituado a vivir entre niños, había tomado a sus hombres como alumnos… y poco le faltaba para que les cambiase los pañales.
Al acercarse a la fuente, Kirk se dirigió directamente al grifo.
– No te molestes -le dijo Robert que caminaba junto a él-: no hay agua.
Kirk no dijo nada.
Se volvió, ordenando a sus hombres que dejasen el cuerpo de Thomas Carew junto al borde de la acera.
– Echadle una manta encima -dijo después.
Se sentó sobre el borde del pilón que rodeaba a la fuente, sacando un paquete de cigarrillos. No invitó a nadie, extrayendo uno solo, que encendió parsimoniosamente.
Paseó luego su fría mirada por las fachadas silenciosas de las casas.
– Han debido huir todos… -dijo.
– Sí -repuso Robert.
– Incluso el niño.
Cuberland suspiró.
– Sigo sin poder creer que una criatura haya sido capaz de clavar un cuchillo en la espalda de un soldado. Quizás había un hombre cuando el pobre Thomas se volvió.
– Me extrañaría. Carew no solía mentir.
– Yo no he dicho que mintiese, pero el hombre podía estar oculto mientras Thomas hablaba con el niño.
– De todos modos, ¿quién le ha matado? Un alemán, desde luego, no…
– No.
– ¿Entonces?
Robert se encogió ligeramente de hombros.
– ¡No comprendo nada! Esta guerra es para volverse loco. Fíjate en lo que ha pasado en primera línea. ¿Qué hemos hecho? ¡Nada! No hemos disparado ni un solo tiro. Y cuando creíamos que íbamos a entrar en combate… ¡zas!, llega la orden de retirada.
Richard no le escuchaba; continuaba paseando su helada mirada sobre las fachadas que, ahora, cuando el alba se acercaba, iban cubriéndose de un gris sucio…
Las ventanas estaban tan herméticamente cerradas como las puertas. Y Kirk se preguntaba, fríamente, sin dejarse llevar por ninguna clase de cólera, detrás de qué ventana, al otro lado de qué puerta latía el corazón del asesino de Thomas Carew.
No había, en la mente ordenada del sargento, ninguna precipitación, sólo la fría decisión, siempre que fuera posible, de vengar la muerte del soldado que había caído de una manera estúpida, cruel… aunque mucho menos que su hermano Harold.
Tampoco se produjo ninguna descarga emotiva en su mente cuando recordó a Harold. Le había visto, mutilado, en su féretro, sin ojos, con las orejas cortadas y el bajo vientre manchado de sangre.
Sus manos, distraídas, ausentes del control de su cerebro, como seres independientes a él, acariciaron el Long Rifle. No había disparado ni un solo tiro desde que llegó a Francia.
Tenía mucho tiempo, mucho tiempo delante de él.
El sol salpicaba de rojo los tejados de las casas. Marchando a la cabeza de los hombres, teniendo a la derecha al sargento Ryder, el teniente George Foster suspiró, contento de que la noche hubiera terminado. Y, con ella, aquel ir y venir incesante, la larga estancia en el puesto de mando del comandante Simmons, en medio de una atmósfera tan cargada de humo de cigarrillos que hubiera podido ser cortada con un cuchillo.
– Éste es el pueblo, sargento -dijo con la mirada fija en los chorros de oro que el sol ponía sobre el borde de los aleros.
– ¿Vamos a quedarnos mucho en él, mi teniente?
Le agradaba la voz del suboficial. Era dulce, queda, susurrante como el frufrú de las faldas de una mujer; clara, con una perfecta fonética en cada letra, en cada sílaba.
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