«Una voz de maestro», pensó, sonriendo.
Luego, en voz alta:
– No, no nos quedaremos mucho, sargento. Partiremos enseguida. La posición que se nos ha asignado está a quince kilómetros al otro lado de este lugar.
Bajaban la cuesta que conducía al poblado. Cargados como mulos, los hombres iban inclinados hacia adelante, con las espaldas encorvadas, como una cohorte de curiosos jorobados. Tenían que clavar los tacones de las botas en la tierra para llevar un paso rápido y no correr cuesta abajo.
Los Tommies penetraron en la calle principal. El rascar de las suelas claveteadas de las botas se convirtió en el ruido recio de los pasos, que se hicieron rítmicos. Las mudas fachadas de las casas devolvían el eco de los pasos…
– ¡Otro pueblo vacío! -suspiró Aldous.
Era un hombre de cerca de cuarenta años, aunque su rostro sonrosado estaba impregnado de un aire juvenil; más que eso, aniñado casi. Los cabellos, que ahora no se veían bajo el casco, tenían un color pajizo, como el de las cejas, hirsutas y revueltas como dos manojos de estropajo.
Pero debajo de ellas, vivos como peces, los ojos, de un azul purísimo, no se estaban jamás quietos. Y eran ellos, más que cualquier otro detalle de aquel rostro, los que inundaban de juvenil brillo la fisonomía del suboficial Ryder.
No habían atravesado más que una minúscula aldea, en las colinas. Pero la generalización que acababa de manifestar Aldous era, para el teniente, que sabía la verdad, un axioma.
– Así será de aquí en adelante, señor Ryder -le dijo.
Aldous sonrió.
Volvía a comprobar, no sin cierto regocijo, que el oficial le llamaba señor, cuando no sargento. Era el único de los tres jefes de pelotón al que trataba de aquella deferente manera.
Ryder lo encontraba natural… y divertido, al mismo tiempo.
¡Era tan joven! ¿Qué edad podría tener el teniente? ¿Veintidós? ¿Veinticinco?
Y parecía instruido. Lo fuera o no, era un joven educado, sencillo, un buen oficial al que su cargo -tenía que ser naturalmente serio- había empezado a pintar algunas arrugas en las comisuras de los labios.
– Ahí están los otros -dijo Foster cuando desembocaban en la plazuela.
Pero entonces, al abarcar con la mirada el grupo de hombres que se estaban incorporando junto a la fuente, dispuestos a formar correctamente a la llegada del oficial, Aldous, con un tono de voz conmovido, musitó:
– Hay una baja, señor… mire allí, hay un cuerpo tendido junto a la acera.
Los dos sargentos se adelantaron hacia los recién llegados. Ambos, Robert y Richard, saludaron rígidamente.
Pero el primero fue quien anunció, con voz neutra, completamente impersonal.
– Hemos sufrido una baja, mi teniente. El soldado Carew fue agredido y asesinado anoche por un desconocido. Yo lo había destacado para que anunciase al sargento Cuberland nuestra llegada.
Después de una pausa, y contestando a una pregunta del oficial, tomando la palabra, Robert fue más explícito. Como testigo casi directo de lo acontecido, dio toda clase de detalles al teniente Foster.
– ¿No hay nadie en el pueblo? -inquirió éste luego.
– No lo sabemos -repuso Robert-. No nos hemos movido de aquí, señor.
– Bien. El camión con las ametralladoras y los morteros llegará dentro de poco. Disponemos de algunos minutos… ¡Es intolerable! -agregó volviendo bruscamente la mirada hacia el cuerpo del muerto-. Yo no creía que reaccionasen así…
Después miró a los suboficiales.
– Ayer -anunció-, el rey de los belgas capituló. Ordenó el alto el fuego a sus tropas. Se ha rendido a los alemanes. En cierto modo, aunque no nos consideran como enemigos… todavía somos unos intrusos para los habitantes de este país.
– Enemigos es la palabra justa, mi teniente -dijo Kirk-; de otro modo, no podríamos justificar la muerte de Thomas.
– Desde luego… eche una ojeada a las casas, sargento Kirk. Si halla usted a alguien, condúzcalo hasta mí. Aunque es más que probable que el culpable haya huido.
– ¡A sus órdenes!
No pidió ayuda alguna. Con el Long Rifle en la mano, empezó a andar. Se dirigió directamente a la alcaldía, la única casa cerca de la plaza cuyo portalón estaba entreabierto.
Lo empujó y entró.
Había una especie de patio pequeño, cubierto con un techo de cristal de colores. Una amplia escalera nacía al fondo. Fue hacia ella, subiendo los escalones de uno en uno.
En el piso superior, el único que había sobre la planta baja, desembocó en un rellano del que partían, a derecha e izquierda, sendos pasillos. Vio en las paredes de los dos corredores infinidad de cuadros, pero la negrura de la pátina no le permitió más que adivinar, más que ver, la claridad difusa de algunos rostros.
Entonces oyó un vago rumor de conversación, al fondo del pasillo que se dirigía hacia la derecha.
Procurando hacer el menor ruido posible -la espesa alfombra que cubría el suelo amortiguaba completamente sus pasos-, avanzó por el pasillo hasta llegar junto a una puerta, igualmente a su derecha, de donde procedían las voces musitadas de dos personas.
Kirk, junto a Ryder, el maestro, eran los únicos hombres de la sección que hablaban francés; Aldous porque lo había estudiado en Londres y Richard porque lo aprendió durante su estancia en las colonias, cuando visitó Indochina en varias ocasiones, y, especialmente, cuando contrajo una grave enfermedad tropical, la amebiasis, que le obligó a permanecer todo un año en el sur de Francia.
No entendía sin embargo lo que estaban hablando en la habitación, ya que quien fuese, se estaba expresando en lengua flamenca, pero sabía que los belgas, en general, conocían perfectamente el francés.
Entró en la estancia.
Era una sala de juntas. En primer término, medio centenar de sillas tapizadas de rojo; al fondo, una estrada, con una amplia mesa directoral, en la que estaban sentados un hombre y un niño que no debía tener más de quince años.
Sobre ellos, imponente, el retrato del rey Leopoldo.
Debieron darse cuenta, al mismo tiempo, de la presencia del intruso, ya que volvieron la cabeza hacia la puerta, al unísono. El hombre se puso lentamente en pie, pero el muchacho permaneció sentado, y el inglés pudo percatarse que, al cerrar los puños, el joven intentaba disimular el temblor de sus manos.
En un correcto francés, Kirk se anunció, manifestando al mismo tiempo el motivo de su visita.
– Je suis le sergent Kirk. Un de mes hommes e été tué cette nuit d’un coup de coteau dans le dos. Avant de mourir, il a dit qu’il avait parlé avec un enfant… [1]
Y sus ojos se posaron, con fría firmeza, interrogativos, sobre el pálido rostro del muchacho.
El hombre, con una aureola de cabellos blancos, aunque aún era joven, clavó en los ojos del inglés una mirada orgullosa.
– Je suis le Maire, et je ne sais absolument rien de cela dont vous me parlez… [2]
Richard tuvo una sonrisa triste, que apenas entreabrió sus delgados labios. Su boca, en realidad, parecía una herida abierta en la parte inferior de su rostro.
– Deben ustedes acompañarme. El teniente Foster, mi jefe de sección, desea hablarles.
El hombre se volvió hacia el joven.
– Vamos, Erich.
Siguieron al sargento.
No pronunciaron ni una sola palabra mientras se acercaban a la plazuela. El sargento presentó al hombre, retrocediendo luego un par de pasos, pero deteniéndose para seguir, con toda atención, la conversación.
Foster se encaró con el alcalde.
– Es muy lamentable lo ocurrido, señor…
– Me llamo Albert Dremberg.
– Decía que es muy triste lo ocurrido, señor Dremberg. Se trata de un vil asesinato perpetrado en la persona de uno de mis hombres.
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