– Pero, ¿y si fuese un sacerdote de verdad?
– Nada le ocurrirá.
– ¿Usted cree? Kirk es incapaz de conocer la verdad. ¡Dios mío! ¡Vamos, teniente! ¡Y Dios quiera que no lleguemos demasiado tarde…
Corrieron, pasando entre los dos camiones. Apenas habían recorrido una docena de metros cuando oyeron un grito de dolor.
El padre Marcel se puso intensamente pálido.
– ¡Aprisa! -balbuceó.
Pronto llegaron junto a la ambulancia. Los dos ingleses estaban en pie. Y, frente a ellos, el hombre vestido con sotana. De la boca temblorosa brotaba un hilillo de sangre.
Al oír los pasos tras él, Kirk se volvió.
– ¡Es un espía, mi teniente! Ni siquiera lleva documentación…
El hombre de negro suspiró; luego, expresándose en un francés que temblaba y dirigiéndose a Marcel, dijo:
– Je suis le curé de Berges, Monsieur! Je suis ici, avec quelques enfants que j’ai caché dans cette ambulance… [29]
– ¡No le haga caso, pater ! -explotó Kirk en francés-. Váyanse de aquí un par de minutos y yo le haré cantar.
El padre Marcel miraba fijamente al hombre de sotana.
Bruscamente, sonrió. Frunciendo el ceño, hizo un gesto con la mano, como para evitar que el suboficial atacase de nuevo al desconocido.
Y dijo, en inglés, en voz baja:
– Deje, amigo mío. Hay una manera de comprobar en seguida si este hombre miente.
Se acercó al otro.
– Licet-ne per te, Domine, sacrum facere? [30]
El otro sonrió. Y sin dudarlo, al tiempo que asentía con la cabeza, repuso:
– Aliquam moram facias, et indicabo tibi… [31]
Siempre sonriente, Marcel se volvió hacia los británicos.
– Es un sacerdote verdadero…
Kirk hubiese querido que se le tragase la tierra. Confuso, se acercó al sacerdote.
– Perdone, pater… ¿le he hecho mucho daño?
– No, no ha sido nada.
Señaló la ambulancia.
– Aquí tengo a cuatro niños cuyos padres han desaparecido. Si pudiesen hacer algo por ellos…
Marcel sonrió de nuevo.
– No se preocupe, padre. Venga con nosotros y traiga a los niños. Es peligroso que siga usted solo…
– Ya lo he visto -repuso el sacerdote pasándose los dedos por los labios que empezaban a hincharse.
Los pequeños fueron obsequiados por los Tommies con todo lo que pudieron ofrecerles. Kirk tuvo que hacer de intérprete, ya que Winston, Nick y John no se cansaban de charlar con los niños.
Mientras, sentados junto al oficial, los dos sacerdotes hablaban animadamente.
Los pequeños acabaron por dormirse.
Con el estómago lleno de todas las golosinas que los soldados les habían dado, los cuatro francesitos se tendieron junto al camión, juntos, encogidos en sí mismos, en esa deliciosa actitud fetal que adoptan los niños cuando duermen tranquilos.
* * *
Anochecía.
Desde la torreta del cañón de la DCA, Edward miraba cómo el brasero inmenso de Dunkerque parecía acercarse.
Acabada la vigilancia diurna, Tom y Pat dormían, bajo la torrera, sobre las colchonetas, duras como la piedra, que les servían de lecho. Él, en cambio, no podía conciliar el sueño.
Una rara intuición se había apoderado de él, como si hubiera sido capaz de decir lo que precisamente iba a ocurrir.
Mirando el reflejo rojizo que parecía flotar por encima de la zona de Dunkerque, se preguntaba, con cierta angustia, si Nick Brandley estaba «verdaderamente» allí.
Muchas cosas podían haber ocurrido (¿o debió decir debían haber ocurrido?). Un hombre en aquel infierno que había sido la estancia del Cuerpo Expedicionario Británico en Francia y Bélgica, tenía, lógicamente, muchas, muchísimas probabilidades de…
Le costó soltar la palabra.
«…de morir -se dijo por fin-. No es que yo lo quiera -se apresuró a agregar rápidamente, movido por un sentimiento que él sabía que era hipócrita-, pero ahora todo marcha perfectamente entre Clara y yo. Ella sabe que me he portado bien, que soy el mejor… ¿por qué diablos tendría que aparecer ahora Nick?»
Pero, ¿por qué pensaba de aquella manera? ¿Tenía acaso temor de su oponente, de su rival? Se mordió los labios.
– No -dejó escapar entre los dientes, con voz sorda-. No le temo. A quien temo es a Clara. Si este imbécil aparece ahora, a lo mejor herido, aunque sea poco, Clara es muy capaz de dejarse llevar por ese instinto maternal que le domina…
¡Estaría bueno que le ocurriera una cosa así!
Por eso miraba con tanto temor aquel reflejo rojizo que, como un trágico faro, mostraba en el horizonte la situación de Dunkerque. Allí, en una de aquellas playas podía encontrarse el obstáculo a su felicidad.
¿Y si Nick hubiera sido evacuado ya, en otro buque, y se encontrase camino de Inglaterra? No quería pensarlo.
Temía siempre lo mismo: la actitud maternal de Clara de la que el relojero podría muy bien aprovecharse. Y aquello constituía una especie de idea obsesiva que le estaba haciendo un daño enorme.
Volviendo de nuevo el rostro hacia Dunkerque -estaba empezando a amanecer- vio surgir llamaradas en muchos puntos de la playa. Comprendió que se trataba de la explosión de proyectiles de obús con que los artilleros alemanes regaban las dunas de la ciudad.
Y bruscamente, sin remordimiento alguno, dejó escapar, como un silbido, entre sus labios apretados:
– Si estás allí, en la playa, sería mejor que un proyectil te hiciera pedazos.
La noche le había pasado sin que se diese cuenta. Y ahora, que el alba se desgarraba, en un cúmulo de rosas, tras las tierras de Francia, se consideró, a pesar de sus triunfos, y sin saber el motivo de su brusca depresión anímica, en inferioridad ante su rival.
¡Nunca había odiado tanto a Nick Brandley!
* * *
Winston gimió en voz baja.
Acercándose a él, Nick le dio un empujoncito en el hombro, convencido de que su compañero estaba sufriendo una pesadilla.
Sobresaltado, WC abrió los ojos.
– ¿Qué ocurre? -inquirió, sentándose sobre la arena.
– No grites -le dijo Brandley-. Los niños están durmiendo aún. Te he despertado porque te quejabas en voz baja… ¿alguna pesadilla?
Williams sacudió la cabeza como si desease deshacerse de los restos del sueño horrible que le había hecho pasar un mal rato.
Luego dijo:
– ¡Ha sido espantosa!
– ¿La pesadilla?
– Sí. He pasado un miedo terrible: soñaba que me cortaban los pies… como a Blow.
Nick sonrió tristemente.
– No pienses más en ello.
– Es algo que no puedo olvidar -dijo Winston secándose con la mano el sudor frío que perlaba su frente-. Pienso en él a cada momento, despierto o dormido… ¡No hay derecho! Cosas así no deberían ocurrir nunca.
– Olvídalo. Mira hacia el mar…
Williams obedeció. Hacia el norte, sobre el fondo aún oscuro del océano, donde la luz del alba no había llegado todavía, se recortaba la majestuosa silueta de un barco.
– ¿Es el nuestro? -inquirió Winston con una voz que temblaba de emoción.
– Sí, creo que sí. Como ves, todo llega en esta vida.
– Nunca creí que llegase esto. Jamás pensé que conseguiría verlo.
– ¿Por qué?
– ¿Y aún me lo preguntas? ¿Cuántos hemos llegado hasta aquí? ¿Quieres que te nombre a todos los que se han quedado atrás?
– No hace falta; me lo sé de memoria.
– Hace pocos días éramos una sección completa. Tres pelotones que, y eso es lo ridículo, no habían combatido ni una sola vez. Sin haber disparado un solo tiro, nos ordenaron retirarnos…
Hizo una pausa.
– Nos dijeron: «en el mar hacia Dunkerque. Allí seréis embarcados y se os devolverá a Inglaterra». Y nos pusimos en marcha. Entonces, cuando ya no estábamos en el frente, cuando podíamos pensar con cierta seguridad en el futuro, empezó todo.
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