Klas Östergren - Caballeros

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Cuando el protagonista, homónimo del autor, conoce al gentleman Henry Morgan comprende que ha dado con su alma gemela. A Klas acaban de robárselo todo, así que decide ponerse en manos de Henry: este le descubre un anacrónico mundo de lujo, y le revela que está planeando robar el oro del castillo de Estocolmo. Y entonces aparece Leo, hermano de Henry y poeta maldito, que acaba de salir del psiquiátrico.
¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?

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Comprendí que iba a marcharse por un tiempo. Esa misma noche se marcharía. Sally Syrén sería solo un recuerdo del Amor.

Siguió un período de laborioso trabajo en el santuario que habíamos intentado crear en la casa: unas cuantas horas a la máquina de escribir, unas cuantas horas en los túneles, y después las tranquilas y frías noches de otoño delante del hogar. Cumplía mi horario voluntariosamente, a pesar de que Henry estuvo en casa de Maud un par de días.

De vez en cuando bajaba a los túneles a excavar. Greger y Birger estaban de turno, pero tampoco es que trabajaran mucho. Se pasaban el tiempo peleándose y tomando vino dulce. Birger estaba en plena creación de un nuevo poema largo, y tenía problemas para concentrarse. Greger tuvo que hacerse cargo de la carretilla.

– También hay que vivir -dijo Birger cuando bajé una tarde-. Una persona tiene que vivir incluso cuando trabaja, ¿no crees?

Asentí.

– ¿Sabes? Greger es un hombre simple -dijo Birger mientras aquel resoplaba empujando la carretilla cargada-. Es un poco inocentón, pero jodidamente bueno. Siempre te echa una mano, ¿sabes? Siempre. Pero es un hombre simple.

– Hasta ahora nunca he conocido a nadie especialmente simple -dije.

– No, así es -dijo Birger en tono conciliador-. Es exactamente así, y eso es lo que dice mi nuevo poema. «Simplicidad es la forma en que Maja/esparce la ciénaga oscura/cuando el crepúsculo vence al día/y la vida se revela dura» -leyó Birger en voz alta.

– Bonita rima. Puro Hjalmar Gullberg.

– Gracias -dijo Birger tendiéndome una mano sucia de tierra.

– ¿Queda algo? -preguntó Greger cuando volvió.

– ¿De qué? Tierra hay a montones.

– Quiero decir de vino dulce -respondió Greger.

Birger sacó la pequeña botella y tomamos un reconfortante trago en reverente silencio.

– ¿Habéis hecho algún progreso? -pregunté.

– Joder, tío -repuso Birger enfáticamente-, solo esta mañana habremos excavado al menos medio metro.

– Hemos trabajado como burros -afirmó Greger-. Pero es que hay demasiada tierra, y además me duele la espalda, aquí, en los riñones…

– ¡Oye eso! -exclamó Birger-. ¡A ti te duele la espalda! Deja de hacer teatro. Eres un pésimo actor, Greger. Un puto Garbo.

Y Birger aprovechaba la ocasión para hablar sobre el tiempo que había pasado con la Garbo. Afirmaba haber vivido, como lo digo, en el mismo edificio de la calle Blekinge 32 en que Greta Gustafsson había vivido. Birger había sido empujado en su cochecito de bebé por la bella Greta en el gran año de la paz, 1918, y se acordaba de ella perfectamente porque era algo tímida y audaz al mismo tiempo. Greta llevó al pequeño Birger a la iglesia de Todos los Santos y se sentó en un banco del cementerio chupando una piruleta, y la joven también le dejó lamer el caramelo. ¡Birger había chupado la misma piruleta que Greta Garbo! Naturalmente, después ya no reconoció a su cuidadora en las películas que Hollywood había hecho con la chica de la calle Blekinge. La habían transformado, arruinado y estropeado. Ya no quedaba nada de la chica de la piruleta de la iglesia de Todos los Santos. El mundo se había vuelto loco.

– Y te voy a decir una cosa -dijo Birger-: en cuanto encontremos ese tesoro, hay alguien que va a presentarse en América para hacerle una visita a Greta. No lo dudes ni por un momento. Seguro que me recuerda, seguro que sí.

– Eso lo llevas diciendo desde hace cincuenta años -dijo Greger.

– Todo llega para quien sabe esperar… -declaró Birger.

Los hombres se sacudieron la tierra y el polvo de la ropa y me pasaron el pico, debatiendo acalorados sobre si la Garbo estaba reconocible o no en la gran pantalla. Seguramente continuaron discutiendo el asunto durante el resto del día.

Así pasaron un par de días, y luego Henry regresó tras su estancia en casa de Maud. Una mañana apareció en el recibidor, saludando con la cabeza y preguntando si había llegado correo.

– Solo de Borås, del contable Hagberg, creo.

– ¿Has pensado ya en el siguiente movimiento?

– Creo que deberíamos hacerlo juntos.

Al parecer, Lennart Hagberg se sentía amenazado por aquel genial enroque, y en general podíamos sentirnos satisfechos con nuestra estrategia.

– Leo nos tiene que estar sumamente agradecido por esta brillante partida -dijo Henry-. El ajedrez es lo único que ha dominado en la vida.

Llegó el día de Todos los Santos, y se supone que íbamos a llorar a nuestros muertos. O, mejor dicho: íbamos a honrar a nuestros muertos, tal como lo expresó Henry.

Yo nunca he sido un hombre de iglesia, aunque sí profundamente religioso, lo que es muy diferente. Henry puso una cara larga cuando le expliqué que no había recibido la confirmación, que nunca había ido a misa y que, además, había hecho retirar mi nombre del registro eclesiástico. No podía entender que se pudiera llevar una vida tan absolutamente secularizada. Él no era lo que se dice un teólogo de primer orden, pero como romántico a ultranza y creyente en el más allá, sentía cierta inclinación hacia la liturgia. Yo estaba de acuerdo en que existía un componente emocional en los ritos, pero para mí no era suficiente.

– Y Lutero era un diablo con mal genio -afirmé-. Suprimió un montón de festividades…

– No me digas… -dijo Henry ofreciéndome una nueva mirada de ojos saltones a causa de la indignación-. Pues… maldita sea. Nunca lo había pensado… Lo cierto es que en Francia pensé seriamente en convertirme, pero me parecía algo demasiado complejo. No soy de esa clase de tipos…

– A mí Lutero no me gusta, eso es todo.

– Es algo sobre lo que vale la pena reflexionar -dijo Henry.

La conversación tenía lugar en el autobús camino del Cementerio del Bosque. Era el día de Todos los Santos e íbamos a encender unas velas para honrar a nuestros muertos. El atardecer caía sobre la autovía y Henry inició una especie de angustioso examen de conciencia respecto a Lutero.

– No pienses en eso ahora -le dije-. No dejes que te estropee este día.

Al llegar al Cementerio del Bosque las tumbas ya estaban iluminadas. Nos sentimos imbuidos de una profunda espiritualidad y una emoción ritual cuando compramos unos hachones en la entrada. Reinaba una gran quietud y la gente hablaba en voz baja, y ni siquiera los floristas parecían especialmente animados, pese a que estaban haciendo un buen negocio con las velas y las ramas de abeto.

– Impresionante -dijo Henry en la entrada-. Hace que a uno le tiemblen las piernas.

Las llamas de los hachones y las velas iluminaban las tumbas, y los nombres emergían en la oscuridad, del silencio, del olvido. Las luces ardientes se esparcían por las colinas y las hondonadas, por el bosque y los claros. El resplandor de las velas crepitaba en la eternidad… por un instante, una solemne eternidad flotaba entre los nombres individuales y las fechas objetivas. Durante unas horas de aquella tarde de noviembre, el trabajo de los marmolistas resplandecía como la luz eterna en nuestras oraciones.

La gente vagaba como espíritus con abrigo por los senderos que discurrían entre las tumbas. Hablaban en susurros y encendían velas, meditando con las manos cruzadas y el rostro iluminado. Las tumbas refulgían y los alientos emanaban entre plegarias y vaho.

Estuvimos allí un buen rato, observando todo aquel solemne esplendor, hasta encontrar el sendero correcto, el que conducía al panteón de la familia Morgonstjärna. Era un conjunto bien cuidado, con una alta lápida que mostraba el escudo de armas grabado y erosionado.

Henry encendió el hachón con su Ronson, abierto al máximo como un soplete, y lo colocó en la base de la lápida. Leyó todos y cada uno de los nombres en voz alta, acabando con su padre, Gus Morgan, 1919-1958, y su abuelo Morgonstjärna, 1895-1968.

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