Klas Östergren - Caballeros

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Cuando el protagonista, homónimo del autor, conoce al gentleman Henry Morgan comprende que ha dado con su alma gemela. A Klas acaban de robárselo todo, así que decide ponerse en manos de Henry: este le descubre un anacrónico mundo de lujo, y le revela que está planeando robar el oro del castillo de Estocolmo. Y entonces aparece Leo, hermano de Henry y poeta maldito, que acaba de salir del psiquiátrico.
¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?

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– Habíamos dicho a las siete y son las siete -dijo Greger, el primero en llegar.

– Bienvenido, Greger -dijo Henry-. ¿Puedo ofrecerte una copa?

– Sí, por favor -respondió, y tímidamente se apartó a un lado con su copa en la mano.

Llevaba puesto su mejor traje, incluso se había prendido una rosa roja en el ojal.

Después llegó el resto del grupo, todos bastante puntuales. El Botella lucía una americana y una camisa a cuadros; el Lobo Larsson, en blazer azul, dejó a su pastor alemán en un rincón; el Filatélico llevaba un viejo traje gris de empleado de banco; Birger, luciendo pajarita, y la última en llegar fue la Reina de los Peristas, que levantó silbidos y un amago de aplauso a su paso. La reina de la noche llevaba una falda larga negra y un top brillante de Lurex, collar de perlas y pendientes largos.

El ambiente se caldeó rápidamente, densas nubes de humo flotaban entre las bóvedas de piedra y Birger realizó una larga y académica evaluación del ponche de bienvenida de Henry. Recibió la puntuación más alta -no en vano era un gran conocedor de casi todo- y los ojos de Greger resplandecieron de admiración.

Henry subió a la cocina mientras los demás nos calentábamos con la bebida y charlábamos por los codos. El Filatélico había hecho un par de buenas ventas aquel otoño y Muebles Man iba mejor que nunca. Las cosas parecían marchar bien para los negocios en el barrio de Gran Rosendal y brindamos todos juntos por los buenos tiempos que se avecinaban.

– ¡La cena está lista! -gritó Henry cuando bajó con la aún humeante sopa negra, que acababa de retirar del fuego-. ¡Por favor, todos a la mesa!

Se produjo una ligera conmoción cuando los caballeros procedieron a sentarse a la mesa. La Reina de los Peristas ocupó un puesto de honor, justo enfrente del anfitrión, de modo que todos pudiéramos verla bien. El resto del grupo nos sentamos como pudimos. Yo acabé entre el Lobo Larsson y Birger.

La sopa negra estaba exquisita, el vino soltó más las lenguas, y los invitados no paraban de dar largos suspiros ante el aroma de la sopa, que era a la vez amargo y delicado. Birger era uno de esos tipos con estilo que comía la sopa al revés, solo porque quedaba más refinado. Era como si todo el tiempo estuviera apartando la sopa con la cuchara.

– Joder, qué forma más finolis de comer -dijo el Lobo Larsson.

– Cada año lo mismo -replicó Birger.

– No os peleéis, chicos -dijo la Reina de los Peristas, que nunca perdía el control sobre sus admiradores.

– No, por favor. Salud, y bienvenidos un año más -dijo Henry levantando su copa.

– Por nosotros, condes y barones -dijo Birger.

– Por nosotros -gritó el grupo al unísono.

Más tarde, el anfitrión y yo desaparecimos cuando llegó el gran momento de los gansos, el plato principal, que crepitaba en el horno de la cocina. Fuimos recibidos con un aplauso atronador cuando pusimos los dos gansos sobre la mesa y el exquisito olor se esparció por todo el sótano.

– ¡Viva! -gritó Greger.

– Sois fabulosos -dijo la Reina de los Peristas.

– Bravissimo! -exclamó Birger.

Henry trinchó los gansos y repartió los exquisitos pedazos a todos por igual. Acompañados de patatas de Hasselbak, compota de manzana, coles de Bruselas, cuatro clases de gelatina, zanahorias, guisantes y una salsa hecha con el líquido segregado por la cocción mezclado con dos litros de crema de leche, la cena fue una exquisitez gastronómica sin parangón. Comimos a placer, suspiramos, resoplamos, lamentamos las limitaciones de nuestros estómagos, suspiramos aún más y disfrutamos hasta la saciedad.

Los brindis se hacían cada vez más frecuentes, el calor más opresivo; empezamos a deshacernos los nudos de las corbatas, nos quitamos las americanas y el sudor nos caía por la frente. El sudor se mezclaba con la brillante grasa de ganso, y los suspiros fueron interrumpidos por el entrechocar de mandíbulas, las lenguas saboreando y el constante deglutir del vino.

Greger fue el primero en desabrocharse el cinturón; después lo hicimos los demás y, hacia la tercera ronda, la Reina de los Peristas era la única que aún se comportaba con cierta dignidad. Además, aguantaba el alcohol bastante bien porque todos los hombres, cómo no, querían brindar con ella.

Naturalmente, Birger había compuesto un poema en honor a tan señalada ocasión y, en cuanto estuvo suficientemente achispado, dio unos golpecitos en el cristal de su copa, se oyeron unos cuantos «¡chsss!» para conseguir algo parecido al silencio y todos prestamos atención.

– He eschcrito un pequeño poema, en honor… al ganchso y al cochcinero -empezó, medio farfullando.

– A ver, escuchémoslo.

– Silencio… Voy a reschitarlo de… de memoria. «Qué importanchcia tienen las palabras del poeta / cuando el ganso de Martín está sobre nuechstra mesa…» -empezó Birger, y lo cierto es que he olvidado el resto, porque en aquel momento ya nadie estaba especialmente lúcido.

Con el vino, el calor y la comida, me había entrado la modorra, y ya no podía ni con mi alma. Creo que Birger empezó a lamentarse -eso sí me atrevería a asegurarlo- por la escasez y la limitación de las palabras ante una mesa dispuesta para un festín a base de ganso, y no perdió la ocasión de hacer rimas con «ganso», «salsa» y «menudillos», tras lo cual alguien señaló que era lo que hacía año tras año y que en realidad las rimas pertenecían a Povel Ramel.

Birger se molestó un poco ante el desconsiderado comentario, pero mantuvo la compostura. Siguieron los brindis y un agradable resplandor conciliatorio se instaló en las bóvedas del sótano. En la pausa entre los gansos con el vino y el café con el coñac, los hombres fuimos a aliviarnos junto a la fuente, bajo el arce del patio comunitario. Fuera hacía un clima suave de otoño y el cielo estaba despejado. El aire fresco nos sentó bien, y podíamos ver un cuadrado de cielo estrellado por encima del patio, un pequeño trozo de universo enmarcado por cuatro fachadas. Si te quedabas allí quieto mirando fijamente, sentías que podías salir volando del patio hacia la eternidad. Eso era lo que el Botella aseguraba que le había pasado una vez.

– Estuve mirando hacia arriba como una media hora, directamente al cielo. Después perdí el contacto con el suelo y me pareció salir volando. Cuando me desperté varias horas más tarde estaba en el aparcamiento de bicicletas. Claro que era bastante tarde, je, je, je…

Reímos a carcajadas por la Ascensión a los cielos del Botella, y luego regresamos de nuevo al infierno para añadir una capa de helado con confitura de jengibre sobre toda la grasa de ganso ingerida.

Estábamos sentados saboreando el coñac en un ambiente de lo más distendido. La mesa, como solía pasar todos los años, parecía un campo después de una batalla, lleno de tazas de café, platos de helado, ceniceros, botellas vacías caídas y servilletas sucias. Abruptamente, una corriente de viento helado irrumpió en la estancia, un soplo del mundo exterior, como un ángel caído que abriera la puerta y dispersara la neblina, el humo, los vapores etílicos, las risas, die Stimmung… en otras palabras, el buen ambiente.

De repente allí estaba, en la sala abovedada. Yo no sabía quién era, claro está, pero lo reconocí de inmediato de haberlo visto muchas veces por la ciudad. Y también lo reconocí del concierto de Bob Dylan en Gotemburgo en verano. Acabamos sentados uno junto al otro y aquel tipo delgado e introvertido se había limitado a mirar fijamente con los ojos entornados, inmóvil y ausente. Pero también lo reconocí de todos aquellos años en la ciudad y de todos los lugares donde hubiera ocurrido algún acontecimiento. Había estado en los festivales de Gärde y en la manifestación de los Olmos, y se debaja ver frecuentemente por la Academia de las Artes y por todo tipo de eventos.

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