Lógicamente, yo no entendía qué hacía allí aquel hombre, en nuestra fiesta privada del ganso en el sótano. Primero pensé que habría oído ruido desde el patio y había venido en busca de una copa. Pero, por lo visto, estaba completamente equivocado.
– ¿Leo? -dijo Henry sorprendido-. ¿Leo? -repitió varias veces antes de levantarse de la mesa para estrechar la mano a su hermano y darle la bienvenida-. Pero ¿qué demonios…? -continuó; su figura parecía un gran interrogante.
Leo no era en absoluto como yo me había imaginado. Según Henry, él y yo éramos muy parecidos. Pero en mi opinión no era así. Leo era mucho más alto que Henry y se le veía casi demacrado. Tenía las mejillas hundidas y la piel grisácea de fumador muy tirante sobre los pómulos. Sus ojos se movían nerviosamente bajo el pelo negro y rizado que le caía sobre la frente. Respondió a la bienvenida de Henry con bastante reticencia.
Así que aquel era Leo Morgan, el niño prodigio que se convirtió en el poeta de la juventud a principios de los sesenta, hippie, okupa, músico de vanguardia, escritor y fustigador de las corruptas fuerzas sociales. Lo que fuera ahora, en ese momento, yo no lo sabía. Por suerte para mí, probablemente.
El resto del grupo conocía bien a Leo Morgan. Lo saludaron con un respeto difícil de explicar, como si se tratara de alguna especie de inspector social. Leo me saludó con la cabeza cuando Henry me presentó.
Henry pareció de repente algo desanimado y alicaído por la interrupción, que había sido toda una sorpresa. No esperaba que Leo viniera a casa. Se sentaron a una de las cabeceras de la larga mesa, conversando en voz baja y con semblante grave sin que nadie pudiera oír de lo que hablaban. Imaginé que Leo tenía bastante que explicar de América, aunque la escena no parecía como se supone que debe ser cuando alguien llega de un largo viaje y cuenta sus aventuras en el país lejano. Entonces la gente gesticula y ríe estrepitosamente, pero aquella conversación recordaba más a las deliberaciones en la sede de un partido acerca de las futuras estrategias en los debates electorales.
Los dos hermanos se mantuvieron apartados hablando durante bastante rato, y la fiesta fue recuperando su espíritu poco a poco, con constantes brindis por los condes y los barones. Henry se había encargado especialmente de comprar varias botellas de Grönstedts Extra, un coñac muy suave que pronto dio nuevas alas a la celebración. Los hombres se enfrascaron en acaloradas discusiones acerca de la situación del mundo y la Reina de los Peristas se soltó la melena y empezó a bailar claqué para demostrar que había sido bailarina en el pasado.
Ya era tarde cuando Leo finalmente se sentó a mi lado. Había bebido bastante; parecía tranquilo, pero cansado y algo ebrio. Me preguntó qué tal estaba y a qué me dedicaba. Le expliqué que estaba escribiendo una versión moderna de La habitación roja , de la que estaba bastante satisfecho, y que me encontraba de puta madre.
– ¿Qué tal te ha ido por Nueva York? -le pregunté-. Henry ha estado esperando carta, pero no llegaba ninguna…
La expresión de Leo se volvió oscura y lúgubre, tan amenazadora como impasible. Fijó la mirada en un candelabro que había sobre la mesa. Se quedó un rato en silencio.
– Bueno. Ha sido un poco fuerte. Jodidamente fuerte. Los edificios estaban llenos de magma, como si la ciudad entera hubiera sido construida sobre un volcán. Resplandecía y se desparramaba por las ventanas y las fachadas, y no dejaba de pensar que tenía que filtrarse por algún sitio. Me pasaba la mayor parte del tiempo en el cine…
– Ya veo -dije un tanto desconcertado-. Entiendo.
– ¿Te lo has creído? -preguntó Leo sin apartar la vista de las velas.
– ¿El qué? ¿Si me he creído qué?
– Lo de los edificios -repuso Leo sonriendo.
– ¿Y por qué no debería creerlo?
– Porque nunca he estado allí. Nunca he estado en América.
Reí nerviosamente, sintiéndome un tanto bobo, porque no sabía de qué iba aquel hombre.
– ¿De qué cojones te ríes? -inquirió con acritud.
– No lo sé.
– He estado encerrado en un manicomio -declaró Leo-. He estado encerrado en un manicomio…
(Leo Morgan, 1948-1959)
«Mi corazón ya no late/late hacia atrás…» Así rezaba un fragmento impregnado de incienso que encontré hace unos días en la sección de dos habitaciones de Leo. Y hay motivos para dudar de que su corazón siga latiendo hoy día. Como poesía, las palabras llevan el inconfundible sello de Leo Morgan, una impronta que garantiza Suministros Reales al Infierno: es la sangre vital de Morgan el demiurgo, el chamán y el brujo, grabado como un código revelador, la última señal para que todas nuestras fuerzas espirituales se lancen al ataque, blandiendo nuestras conciencias, cargadas con balas vitales, por las paredes de nuestras grutas más profundas, rezumando sudor frío de las estalactitas de nuestras lágrimas.
Como todos los magos de nuestros días, el hombre acabó pasando un tiempo en un manicomio. En el hospital de Långbro, en las afueras de Estocolmo, existe una ficha sobre el paciente Leo Morgan, nacido el 28 de febrero de 1948, con un presunto informe médico completo sobre su caso. Evidentemente no he tenido acceso a la documentación. A diferencia del informe histórico de aquel nazi imbécil de Hermann Göring, el historial de Leo sigue siendo confidencial, pero ni yo soy estúpido ni carezco de contactos. He tenido la oportunidad de constatar que se trata de algo que sin exagerar podría llamarse una «anamnesis maquillada», es decir, un informe médico corregido a posteriori y convenientemente censurado. Por esa razón me atrevo a llamarlo un «presunto» informe médico completo.
Naturalmente, revelar ahora por qué alguien tendría interés en cambiar el informe sería anticiparse a los acontecimientos, a la vez que daría a esta historia un anticlímax poco apropiado. Es cierto que esta no es una novela policíaca, pero tampoco un ensayo psiquiátrico. Por otra parte, solo tengo una vaga idea de quién podría haber tenido interés en censurar y corregir los datos de su historial, lo cual, tras un examen sumario, tampoco parecía motivo de grave sanción. Por aquel entonces, nada era lo que parecía tras un examen sumario.
Al parecer, Leo Morgan fue ingresado para recibir tratamiento psiquiátrico en el hospital de Långbro en mayo de 1975. El primer diagnóstico de los médicos fue catatonia. Esto significa, entre otras cosas, una total incapacidad para actuar, una especie de petrificación o mutismo, una completa falta de comunicación con el mundo exterior.
La catatonia presenta cierta similitud con el autismo que en ocasiones afecta a algunos niños. Bajo los síntomas puede subyacer una psicosis, algún tipo de trauma, una o más experiencias que nunca han sido explicadas de una forma sensata o razonable. El alma acumula preguntas, odios y pasiones, que finalmente lo canalizan todo a través de una pasividad absoluta o parcial.
Una serie de médicos habían dado su diagnóstico respecto al caso de Leo Morgan, y algunos de ellos afirmaban en el historial que en su infancia el paciente había padecido un autismo latente, pero que intuitivamente había encontrado canales para dar salida a la energía del trauma. Cuando esos canales dejaron de funcionar o, como un médico lo expresó, «cuando los canales volvieron a obstruirse con la morralla de la frustración» (algunos médicos son auténticos poetas), la enfermedad apareció con toda su fuerza.
Quizá existió algún motivo para ello. Los médicos suelen ser gente competente, y lo que he podido descubrir por mí mismo muestra algunas similitudes con la «anamnesis maquillada». Sin embargo, lo más extraño es que solo uno de cuatro médicos se dedicó a buscar las llaves de su puerta petrificada en la producción poética del paciente. Esto demuestra una total falta de imaginación a gran escala, así como grandes carencias en la atención mental. Personalmente considero sus poemas como muy ilustrativos de su personalidad, por no decir parte ineludible y esencial de un historial médico.
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