– Una tía de lo más rara -dijo Henry-. Rara de verdad.
– No tengo palabras.
– Estoy enamorado -dijo Henry lánguidamente-. «I’m in love again» -canturreó en voz baja.
No me atreví a decirle que yo también. Quizá no de la cabeza a los pies, pero sí hasta medio camino, hacia los hombros más o menos.
Naturalmente, aquello también se convirtió en una canción. Cuando le pasé a Henry la letra amorosa y perfectamente rimada de «Muchacha con lentillas y brazalete de luto», se dio cuenta de que yo también había caído. En la cafetería de Gamla Stan le había dado a Henry su número de teléfono y nos dijo que tenía que vernos otra vez sin falta, y pronto. De vuelta a casa, Henry se había sentido como en una nube. Yo me había guardado mi amor para mí, aunque la canción que había escrito y entregado a Henry para que le pusiera música hablaba por sí misma. No cabía duda al respecto: algo así solo podía escribirlo un poeta realmente enamorado.
Henry se pasó como una hora al piano con la nueva canción. Después me llamó y me dirigió una sonrisa socarrona en cuanto aparecí.
– Esta letra es buena, Klasa. Muy buena.
– Gracias, Hempa. Me alegra mucho que te guste -dije mientras me sentaba a fumarme un cigarrillo en el diván con borlas negras.
– Pero tengo la sensación de que el poeta alberga un profundo sentimiento hacia el objeto, si me permites decirlo… Es puro panegírico.
Me sentí avergonzado y expulsé el humo hacia aquel cabrón sentado al piano.
– Puede ser.
– Oh, oh -exclamó Henry en dirección al piano-. Creo que tendremos que compartirla. Casta e inocentemente. Jules y Jim… -añadió, y empezó a tocar la canción que Jeanne Moreau cantaba en la película y de la que incluso se sabía parte de la letra.
– ¡No te hagas el gracioso! -exclamé enojado, porque no quería que se mofara de mi tierna canción de amor-. Tócala en serio.
– Muy bien, perdona -dijo Henry comportándose-. Es así.
Y tocó la canción, que era lo mejor que habíamos compuesto juntos hasta la fecha: una balada nostálgica acerca de una chica con lentillas y un brazalete de luto, afligida por la muerte de su padre, el rey de las quinielas de Gotemburgo.
Era tan fácil y gratificante hacer rimas con el nombre de aquella ciudad…
La fiesta del ganso fue, sin duda, el punto álgido del año para los buscadores de tesoros. Un día, a principios de noviembre, Greger subió para preguntar por los preparativos -naturalmente, enviado por Birger- y Henry le comunicó que se haría como siempre. A Greger se le encargó que hiciera extensiva la invitación a los demás convidados.
El hecho de que todo se haría como siempre significaba un acontecimiento muy ceremonioso, con la llamada sopa negra preparada con menudillos de gansos, un par de gansos bien asados, un vino suficientemente fuerte, postre y coñac para el café. Era un ágape costoso, así que Henry me sugirió que eligiera unos cuantos volúmenes de la biblioteca que pudiéramos vender por un par de miles de coronas.
Dado que yo iba bastante por librerías de anticuarios y leía siempre los informes del Libro de Subastas , tenía bastante idea de cómo estaban los precios en el mercado. Elegí unos cuantos libros de referencia y especializados, y estuve valorándolos, calculando, sumando y restando. Llamé a diversos tratantes, que me recomendaron vender algunos libros franceses imposibles de encontrar, L’histoire de la Comédie Française , en cuatro gruesos volúmenes.
Pero después tuve una idea brillante: los anuarios de la Asociación Sueca de Turismo, recogidos en unas ediciones muy bien conservadas que iban de 1886 a 1968. Era una magnífica colección, que casi ocupaba dos metros de estantería y que trataba numerosos aspectos del territorio sueco, paisajes, historia, miscelánea cultural, expediciones en canoa y excursiones en bicicleta por todo el reino. Seguro que nos darían como mínimo mil quinientas coronas.
Maravilloso, genial, opinó Henry, cargamos con los ochenta y dos volúmenes en un par de cajas de cartón y nos fuimos a Muebles Man para que nos prestaran un vehículo. No necesitábamos ir muy lejos para recibir una buena oferta, pero Henry quería un anticuario respetable y de categoría, así que nos dirigimos a Ramfalk, en la calle Hamn.
– Mil -dijo el hombre que había tras el mostrador mientras hojeaba un par de ejemplares.
– ¿Sabe qué? -dijo Henry el marchante-. Nos han hecho una oferta telefónica por dos mil quinientas, pero ha sido en Uppsala. Y maldita la gracia que me hace conducir hasta el campo por unos cientos de más. Así que me das mil setecientas cincuenta…
– No sé… -decía a regañadientes el librero-. Me parece demasiado. Claro que… son unos volúmenes hermosos…
– ¿Hermosos? -repitió Henry-. Son libros de primera, joder. No los ha tocado nunca nadie. Bueno, ¿qué? ¿Lo dejamos en dos mil?
No hubo más discusión: el librero no tuvo más opción que cerrar el trato cuando Henry el marchante le hizo ver muy claramente que ningún anticuario de libros que no tuviera en su poder los anuarios de la Asociación Sueca de Turismo desde el año 1886 en adelante era digno de llamarse así.
Con los dos suculentos billetes en la mano, nos fuimos directamente al mercado cubierto de la plaza Hö, donde Henry tenía un amigo que vendía carne normal y de caza. Era un tipo corpulento que sobrepasaba los cien kilos, con los brazos musculosos de un lanzador de peso y el delantal manchado de sangre. Resultó que en el pasado había sido boxeador, y además de los buenos.
– ¡Qué alegría, muchacho! -dijo el carnicero-. ¿Viste el Alí-Spinks? ¡Qué jodida pelea! ¿Gansos? ¿Dos? Deberías haber llamado antes, Hempa. Uno nunca sabe contigo… ¿Dos gansos? ¿Al momento, sin avisar? Imposible.
– ¿Qué carajo…? -gritó Henry completamente pálido.
Pero el carnicero se echó a reír. Sacudió la cabeza, sacó dos hermosas piezas del frigorífico y las arrojó sobre el mostrador con tanta fuerza que salpicaron.
– Vinieron ayer volando desde Scandia, ja, ja, ja -rió el carnicero.
– Muy bueno -masculló Henry-. Muy bueno para un idiota como tú.
Tras aquel intercambio de gentilezas, compramos algunas cosillas más en el mercado y volvimos a Muebles Man cargados con seis voluminosas cajas de cartón. Todo había ascendido a mil cuatrocientas coronas y Henry estaba bastante satisfecho.
Asar un ganso no es trabajo para un novato, y asar dos gansos tampoco es trabajo para dos novatos. No obstante, con sentido común, un buen libro de cocina y una paciencia infinita logramos llevar aquella empresa a buen puerto. Henry lo había hecho antes, pero siempre se olvidaba de algún paso de un año para otro.
Acabamos hacia las tres de la madrugada: allí estaban los dos espléndidos gansos asados, rellenos de carne picada, rezumando grasa y humo y desprendiendo un aroma tan intenso que casi nos sentíamos saciados con el olor.
La fiesta del ganso resultó una celebración memorable. Habíamos preparado una larga mesa en uno de los habitáculos del sótano y parecía auténticamente una bóveda medieval, con paredes encaladas, pequeños nichos para las velas de estearina y bancos collados a lo largo de las paredes. Habíamos dispuesto vajilla de porcelana fina, servilletas enrolladas y un mantel de lino grueso.
Arriba, en el apartamento, la cocina era un auténtico caos. Henry aleteaba con sus brazos de camarero, luciendo un delantal manchado de grasa de ganso, salsa, sopa de menudillos, especias y harina. Se sentía totalmente a sus anchas, disfrutando como nunca. Pensé que sería mejor quitarme de en medio y encargarme de los detalles, die Stimmung , abajo en el sótano.
La ceremonia daría comienzo en cuanto el cocinero diera la señal. La mesa estaba puesta y había velas encendidas en los candelabros, que iluminaban un par de ramos de tulipanes rojos que anunciaban la cercanía de la Navidad. Abajo en el sótano reinaba un ambiente de impresionante solemnidad.
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