Nos dieron una mesa bastante buena en medio de todo aquel mar de gente, y pedimos whisky.
– La verdad es que nos lo merecemos, Klasa -dijo Henry encendiendo un cigarrillo con una floritura de refinamiento algo exagerada-. Hemos tenido una buena semana de trabajo.
– He escrito bastante -dije-. Por lo menos veinticinco páginas.
– A mí también me está yendo bastante bien. Ha sido una suerte que te vinieras a vivir conmigo, ¿verdad? La cosa funciona de maravilla.
– Sí. Nunca había vivido tan bien como ahora.
– Cuidado, muchacho -dijo Henry de pronto, dándome un puntapié bajo la mesa-. Llega el momento en que eligen las señoritas. Va a sacarte a bailar una chica de pelo negro, de unos cuarenta años y que lleva un vestido charlestón de color azul.
– Estás loco.
– No te vuelvas -dijo Henry-. No te vuelvas. Te ha echado la vista encima, su corderito, su presa. Dentro de poco te echará las garras encima. Te lo prometo. ¡Cincuenta pavos!
– Hecho. ¡Cincuenta pavos!
Entrechocamos nuestros whiskys y miramos a nuestro alrededor.
– Que sí, joder, ¿lo ves? A ti ya se te ha arreglado la noche. Acaba de rechazar a un contable gordo. Está allí sentada, al acecho. Me pregunto qué me espera a mí. Soy demasiado viejo para esperar que las chicas me saquen.
En ese momento mi curiosidad ya había sido puesta a prueba demasiado tiempo, así que fingí que tenía el cuello un poco dolorido y me giré para ver a la dama con vestido azul charlestón. Era cierto que sus oscuros ojos estaban fijos en mí, y parecía una mujer con bastante clase. Me sonrió, y en ese momento Henry volvió a darme un puntapié bajo la mesa.
– ¡Cincuenta pavos! -murmuró con satisfacción.
La banda seguía tocando su continuo y confortante ritmo «dunca-dunc» y la gente saltaba a la pista de baile embriagada de alegría. Me sentía un poco nervioso porque hacía mucho tiempo que no bailaba. Henry tenía el radar puesto a todo gas, controlando a todas y cada una de las chicas que había en la sala. No había mucho donde elegir, y las chicas más atractivas ya estaban siendo solicitadas por vendedores emprendedores, vestidos con americana de cuadros y enormes nudos de corbata que les colgaban bajo la barbilla como panes enormes.
No me di cuenta de que era el baile de las señoritas hasta que sentí que me tocaban en el hombro. Me di la vuelta y, así era, allí estaba la chica de pelo negro y vestido azul charlestón.
– ¿Quieres bailar? -me preguntó directamente.
– Supongo -dije, sintiendo de nuevo el dichoso zapato de Henry en la espinilla- Espero que sea algo tranquilo.
Por suerte, el grupo tocó una canción lenta de las de verdad, con «corazón» y «alma», y el vocalista fraseaba con una voz nasal, alargando todas las erres. Pronunciaba en una especie de sueco estándar, estilo banda musical, el más simple de los dialectos. No puede evitar reírme de sus erres, y la mujer con la que estaba bailando me preguntó qué era tan divertido. Se lo expliqué, pero no le encontró la gracia.
Pero la parte del baile fue bastante bien. Nos deslizamos con soltura y donaire por la pista, evitando chocar con unos cuantos patanes borrachos que estaban por allí haciendo el bestia.
La mujer se llamaba Bettan, y bailamos cinco largos bailes seguidos. Cuando volvimos a nuestra mesa, estábamos acalorados y algo sudorosos. Evidentemente, Henry estaba merodeando. Le pregunté a Bettan si quería sentarse un rato y ella aceptó. Hablamos un poco de esto y aquello, y resultó ser una mujer muy agradable. En la actualidad no tenía pareja, era madre de dos hijos y vivía en la calle Dala. No muy lejos de aquí, dijo.
Henry volvió a la mesa enseguida. Había estado jugando a la ruleta y había ganado, por lo que quería invitarnos a una copa. Se presentó muy cortésmente ante Bettan, con un golpe de talones y un beso en la mano, y la señorita aceptó encantada. Pidió un Gin fizz.
Henry empezó a charlar con Bettan de inmediato, como el caballero a carta cabal que era. Se enteró de todo acerca de ella sin parecer curioso ni indiscreto. A Bettan también le cayó bien Henry, y pasamos una velada magnífica. Bailó con los dos -le encantaba bailar- y era tan vital que casi acaba con dos boxeadores aparentemente en forma.
Más tarde Henry consiguió encontrar también acompañante para aquella sofocante noche de otoño -no pude verla bien-, y Bettan y yo empezábamos a sentir una necesidad imperiosa. No se molestó en dar rodeos, hacer insinuaciones o alusiones a tener sueño, cama y buenas noches. Fue directamente al grano:
– Te vienes conmigo a casa, ¿no? -dijo, como si una negación fuera impensable, una ofensa.
– Por supuesto. Voy a decírselo a Henry.
Mi buen amigo estaba en plena faena, bailando una lenta con una enorme mujer con un vestido de lentejuelas. Le grité al oído que nos íbamos.
– Vale -dijo guiñándome un ojo-. Nos vemos mañana.
– Aquí tienes cincuenta pavos -dije metiéndole un billete en el bolsillo.
Bettan trabajaba como secretaria para una gran empresa, y tenía muy buena mano para las plantas. Eran su hobby, y todo su piso olía como una jungla tropical. Estaba lleno de plantas de las que se sabía el nombre y el precio. He olvidado todos los nombres, pero aprendí que las plantas pueden ser tremendamente caras. Afirmaba que podría vender algunas de ellas por varios miles. Tal vez se refería a las palmeras que flanqueaban el tresillo de la sala de estar.
– ¿Quieres tomar algo? ¿Té, vino, o…?
– Me tomaría una taza de té -dije siguiendo a Bettan hasta la cocina.
En una de las paredes había un tablón con el menú de la escuela, así como direcciones y notas para los chicos. También había una foto de los chavales, que me cayeron bien enseguida. Tendrían entre doce y catorce años, con un aspecto de lo más punk. Uno llevaba el pelo teñido de color zanahoria y el otro lila. Eran como unos Zipi y Zape transgresores, como pequeños trolls.
– Qué chicos más majos -dije.
– Son menos peligrosos de lo que parecen -dijo Bettan.
– ¿Tienen algún grupo de música?
– Claro. Se llaman Piglets.
– Buen nombre -opiné-. Me gustaría verlos.
– Podemos entrar a verlos si quieres.
Entreabrimos la puerta de Zipi y Zape y allí estaban los dos trolls durmiendo, con sus pelos lila y zanahoria tiesos como los de un puerco espín. El de color zanahoria parecía casi albino, con la piel pálida y las pestañas blanquecinas.
– ¿Puedo comprarte uno?
Bettan se echó a reír y cerró la puerta para no despertar a los trolls.
– No podrías soportarlo. Tendrías que oírlos cuando ensayan en casa. No hay quien lo aguante.
Tomamos el té en la jungla de la sala de estar, y Bettan habló de sus plantas, mejor dicho, con sus plantas. Después llegó la hora de acostarnos.
– Eres el amante más joven que he tenido -dijo Bettan en el dormitorio.
– ¿Soy un amante?
– Pues claro. ¿Qué te creías? -dijo Bettan, desnudándome como una madre.
– Tienes hijos y amantes -dije.
– Debo tenerlos; si no, no lo soportaría -dijo Bettan-. Y, ahora, tómatelo con calma.
– Te lo prometo.
Henry el conquistador acababa de afeitarse -para mantener una buena imagen debía hacerlo varias veces al día- cuando llegué a casa el sábado. La mesa de la cocina estaba atiborrada con los restos de un desayuno para dos. Me serví una taza de café tibio, me desplomé en una silla y me puse a hojear el periódico.
– ¿Cómo te ha ido la noche? -preguntó Henry interrumpiendo su feliz serenata silbada.
– Fantástica. Aunque esta mañana ha sido algo agitada.
– ¿Es que ha llegado el marido?
– No, qué va, no había marido.
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