Klas Östergren - Caballeros
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¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?
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– No puedes esperar que te crea -repetí.
– Si quieres te dejaré ver el mapa -dijo Henry, enojado-. Aunque no me gusta enseñárselo a nadie.
Se fue algo más que ofendido a su habitación y volvió enseguida con el mapa. Se trataba de una ilustración extremadamente detallada de toda el área, que mostraba los distintos sótanos, tanto los auténticos como los hipotéticos, así como los túneles que los conectaban formando toda una red subterránea. En alguna parte de aquel laberinto tenía que estar el acceso al pasadizo correcto, la ruta de escape del rey con su ingente tesoro oculto.
En silencio, examiné el mapa detenidamente. Henry daba caladas a un cigarrillo con aire satisfecho y podía percibir lo que estaba pensando: Te lo dije, cabrón.
– Mmm… ¿Y hasta dónde habéis llegado?
– Hasta aquí -dijo Henry poniendo su basto índice más o menos en el centro del mapa, debajo de la fuente del patio-. Los túneles se bifurcan en dos direcciones, una hacia el oeste y otra hacia el este. En principio vamos a continuar hacia el este. Tenemos que acercarnos a la iglesia.
– Sí, sí. Aunque todo esto parece un poco infantil.
– Infantil -repitió Henry-. Pues claro que es infantil. ¡Todo esto es jodidamente infantil! Tanto como ver un partido de fútbol. Pero espera a estar abajo, entonces no lo dudarás ni por un segundo. Eso te lo juro.
Resultó que Henry tenía toda la razón. Naturalmente insistí de inmediato en ir a inspeccionar las excavaciones y Henry no supo bien cómo negarse. Para bajar al sótano, entramos primero a través de la puerta que daba acceso a la casa del Filatélico. Era la puerta que Henry había abierto la primera noche que estuve allí, cuando, después de haber bebido bastante en el Zum Franciskaner llegamos sedientos y buscamos más bebida. Henry se había agenciado una botella de whisky del Filatélico, quien casi todas las noches se emborrachaba allí con sus colegas.
Atravesamos el almacén del Filatélico y bajamos por una escalera hacia el sótano. Si te movías con cautela, nadie en el edificio tenía por qué enterarse. Todo estaba dispuesto con gran astucia.
Desde el pequeño sótano -lleno de herramientas, palas, piquetas, azadas, martillos y palancas, así como una carretilla-, la primera galería se adentraba en las profundidades con una pendiente muy pronunciada. Algunas lámparas emitían una pobre luz, y el ambiente era frío, descarnado y húmedo. La galería desembocaba en la bifurcación que había mencionado mi guía.
– Y aquí es donde se bifurca -dijo Henry cuando llegamos-. ¿Tienes miedo?
– ¿Miedo?
– De que se derrumbe. La verdad es que puede venirse abajo. El año pasado tuvimos un pequeño derrumbe aquí. Pero no pasó nada. Por suerte no había nadie. Si te fijas bien, puedes ver que todo esto son pilotes viejos. Esta es una galería muy antigua.
Observé un viejo pilote en el que se apoyaba una viga transversal y rasqué la superficie con una piedra. La madera estaba gris y un poco podrida. Olía a moho y a tierra, como un terreno pantanoso.
– Te creo -reconocí-. Es una galería realmente antigua. Pero tengo mis dudas acerca de lo del oro.
– Bien, de acuerdo -suspiró Henry-. Es lógico que tengas tus dudas. Es lógico que te preguntes qué estamos haciendo realmente. Pero ¿de qué sirve eso? Hay que intentarlo. Hay que creer en algo.
– ¿Es que hoy no trabaja nadie?
– Creo que hoy le toca a Greger, pero debe de tener alguna otra cosa que hacer. Trabaja para la Reina de los Peristas.
– ¿La propietaria de Muebles Man?
– Yes . Guapa mujer. Es la jefa de Greger y Birger, y podría encontrar oro con una cuchilla de afeitar. Terrenos, trastos, basuras… lo que toca lo convierte en oro. Una mujer emprendedora.
– ¿Y todos ellos creen en esto?
– Al cien por cien. Birger, Greger y yo hacemos la mayor parte del trabajo. El Lobo Larsson y el Botella se sientan por aquí sobre todo a beber. Pero siempre hacen algo.
– Pero ¿es que no quieren ver algún resultado? Lo que no entiendo es cómo consigues que sigan creyendo en todo este asunto.
– La fe mueve montañas. Pero no soy yo quien los hace cavar. Tienen esperanzas y, joder, yo también. Además, de vez en cuando nos montamos alguna fiesta. Yo invito. Vamos a hacer una en noviembre… Por Dios, lo había olvidado. Tengo que conseguir dinero de alguna manera para la fiesta.
Es difícil precisar con exactitud qué era, pero había algo que me hacía creer en Henry. Parecía tan condenadamente convencido en cuanto empezaba a hablar del proyecto que su entusiasmo se contagiaba como una enfermedad infecciosa. Era evidente que el mundo de los negocios había perdido con el señor Morgan un vendedor de brillante futuro.
Así pues, hice lo que él me dijo: fui a la Sastrería Alberts y me compré un auténtico y basto mono de trabajo. Henry tenía razón cuando decía que al ponerte el mono azul silbabas muy bien. Había algo sereno y armonioso en la pose que adoptabas en cuanto te embutías en el mono azul: las manos hundidas en los bolsillos, el tabaco de mascar o los cigarrillos en los compartimentos apropiados, y espacio suficiente para herramientas y libros y todo lo que a uno se le ocurriera llevar.
En poco tiempo estuve totalmente integrado en el «Equipo». Fui presentado al Filatélico -un caballero menudo con lentes bifocales y un verdadero entendido en su campo- y a toda la gente de Muebles Man. La Reina de los Peristas era toda una autoridad en el gremio. Solo necesitaba echar un somero vistazo a cualquier pieza para estimar su precio en el mercado hasta el último céntimo, y además siempre obtenía el precio que pedía. Se movía entre todos aquellos trastos muy bien vestida, con el pelo recogido en un moño alto y un aire casi de dignidad espiritual.
Greger era bastante bobo y dependiente. Intentaba imitar en todo a Birger, quien en aquel contexto estaba considerado como bastante elegante… en la medida en que eso fuera posible. Se parecía a Gepetto, el que en el libro de mi infancia creó a Pinocho, aunque un poco más joven. Él también decía siempre la verdad.
Birger era todo un seductor. Se podía decir que era un hombre que iba con el signo de los tiempos, y a menudo se pasaba por la sastrería Alberts para comprarse un nuevo traje cuando el cuerpo se lo pedía. Siempre iba perfectamente afeitado, con el pelo engominado y la ropa recién planchada. Birger era un hombre educado y entendido, así como un aceptable poeta, un maestro de la rima de tercera categoría. Casi nunca tenía tiempo para tratar con los clientes.
El Lobo Larsson y el Botella también participaban en el proyecto. Ninguno de los dos era muy hablador, simplemente hacían su trabajo sin decir palabra. Solo Dios sabe en qué habrían ocupado su tiempo si no hicieran aquello. Ambos estaban jubilados.
El otoño se había asentado plenamente cuando empecé a trabajar en los pasadizos subterráneos. Fue como si los días adquirieran una estructura más consistente. Tras un temprano desayuno, dedicaba las mañanas a mi arte en la biblioteca trabajando en La habitación roja . Tras numerosas vacilaciones, el proyecto por fin había despegado; el análisis había adquirido forma y creía que de la máquina de escribir empezaban a salir algunos destellos de inconfundible genialidad. Gracias al licenciado Borg de la novela de Strindberg -a su forma burda y cínica de decir lo que pensaba-, había encontrado un catalizador natural. Después de todo, Borg ya mantenía una relación estrecha con Arvid Falk, y por ello, de una manera natural, podía situarse al margen y ofrecer sus comentarios. La presencia de Borg era absolutamente inestimable, pero aún tenía dificultades en aceptar que la historia pudiera salir adelante sin Olle Montanus. Por eso me aferraba a la idea de que su previamente desconocido hijo del campo, un muchacho llamado Kalle Montanus de dieciocho años, estuviera durmiendo en un banco de la cocina de la manzana de okupas. Era totalmente impensable escribir una historia sobre Estocolmo sin tener en cuenta a todos sus habitantes, incluyendo los rebeldes, los por así decirlo ciudadanos a contracorriente. Decidí que Arvid debía abandonar a su lánguida señorita de escuela y entregarse por completo a una vida bohemia, quizá en compañía de alguna cabaretera de Mullvaden. Sonaba genial.
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