Klas Östergren - Caballeros

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Cuando el protagonista, homónimo del autor, conoce al gentleman Henry Morgan comprende que ha dado con su alma gemela. A Klas acaban de robárselo todo, así que decide ponerse en manos de Henry: este le descubre un anacrónico mundo de lujo, y le revela que está planeando robar el oro del castillo de Estocolmo. Y entonces aparece Leo, hermano de Henry y poeta maldito, que acaba de salir del psiquiátrico.
¿Quién supondría que una peligrosa trama de gángsters y contrabandistas estaría a la vuelta de la esquina?

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Dimos buena cuenta de las langostas calientes, acompañadas con un poco de mantequilla y pan tostado. Comimos en un silencio reverente, ya que la langosta caliente y cocinada en su punto es uno de los mejores manjares que este mundo puede ofrecer. Después tomamos café en el salón y nos amodorramos en sendas butacas delante del fuego. Nuestra intención había sido recuperar energías para salir a dar una vuelta -últimamente habíamos llevado una vida bastante mísera y aburrida-; sin embargo, disfrutar de aquellas exquisiteces nos había dejado sin fuerzas y el vino italiano no nos había dejado un cuerpo tan italiano como esperábamos.

Henry puso un viejo disco de jazz, pero aquella música tampoco nos ayudó a espabilarnos. En aquel momento eché de menos más que nunca algo de rock clásico, cualquier cosa que tuviera ritmo y lo animara a uno a ponerse de nuevo en marcha. Sin embargo, me habían robado todos los discos y para Henry el rock y el pop no habían existido nunca. Como mucho había oído aquella música alguna vez sentado en un bar, pero eso era todo. Ya hacía más de un mes que vivía en su piso y empezaba a echar de menos mi música. Henry afirmaba que estaba desintoxicándome. Él conseguiría que escuchara música de verdad.

Me propuso componer una canción juntos. Trataría sobre dos gentlemen, algo alegre y dinámico con un estribillo pegadizo que se quedara enseguida, un tema de éxito.

Si las chicas nos fallan
y a dos velas estamos,
como gentlemen ricos
nos imaginamos.

Eso es lo que compuso Henry al mejor estilo de Karl Gerhard, ya que no era ajeno en absoluto a este tipo de trabajo artesanal, que los compositores serios y puristas consideraban una especie de prostitución. Pero en lo referente a su gran arte, del que hablaba constantemente, no había concesiones que valieran. Él no se vendía.

No seguimos con «Gentlemen» por aquella noche. Y tampoco nos comportamos como tales. Un relajante saxofón volvió a dejar nuestros ánimos por los suelos y nos hundimos aún más si cabe en las butacas. Fuera llovía y ninguno de los dos tenía muchas ganas de salir de juerga.

– Ni siquiera tengo la sensación de estar de celebración -bostecé.

– Me too -dijo Henry perezosamente y en un incorrecto inglés-. Es que hemos comido demasiado aprisa. La langosta debe saborearse despacio. Y deberíamos haber invitado a mujeres, entonces nos hubiéramos controlado un poco más.

– Yo no tengo a ninguna en reserva.

– Me too -repitió Henry sin ningún criterio gramatical-. A veces la vida es terriblemente aburrida.

Sigue siendo un misterio cómo dos boxeadores sanos y fuertes podían dejarse vencer tan fácilmente por el sopor después de una noche de langostas y unas cuantas botellas de vino blanco seco italiano. Desde luego, no estábamos así de cansados por trabajar.

Guardar un secreto exige cierta técnica, quizá incluso cierto talento. Pero no cabía duda de que Henry Morgan carecía tanto del talento como de la técnica. Un día de finales de octubre fui iniciado en el Secreto de Henry, lo cual aclaró muchas cosas.

No tenía trabajo; era un artista, al igual que Olle Montanus en La habitación roja , y de vez en cuando acababa en la más completa miseria. Pero siempre salía adelante. Así había sido desde que regresó del continente. Tenía su pequeña herencia -una asignación que le llegaba todos los meses y que estaba debidamente controlada por un gabinete jurídico- y en ocasiones vendía algún libro valioso e ilegible de su biblioteca. A veces aceptaba algún trabajo eventual en la ciudad o en el puerto. Siempre salía de apuros de una manera u otra.

Pero lo más extraño de todo es que fuera un tipo tan jodidamente enérgico y emprendedor, en la flor de la vida. Siempre se le veía pasar como una tromba por la casa embutido en su sucio mono de trabajo azul, y nadie se podía imaginar que fuera un sensible pianista que ensayaba para consagrarse como artista.

Henry tenía planeado alquilar una noche el teatro Södra para interpretar su gran obra para piano solo: «Europa, fragmentos en descomposición». Llevaba trabajando en ella desde hacía casi quince años y pensaba que había llegado el momento para presentarla de forma solemne. Yo estaba completamente de acuerdo con él, y lo de alquilar el teatro Södra no me parecía mala idea. Hacía unos años el fabuloso compositor húngaro había alquilado el teatro Dramaten y había cosechado un enorme éxito. ¿Por qué Henry Morgan iba a ser menos? Solo costaría unas cuatro o cinco mil coronas, incluido el personal, y en primavera siempre había días disponibles. Habría que enviar invitaciones -con un tipo de letra elegante y algo remilgada, según decía- a todas las personas importantes de los círculos musicales, lo que incluía críticos, productores y organizadores. ¿Qué podría salir mal?

El proyecto era bastante ambicioso, pero bajo las nubes había una tierra deseosa de germinar. Para acceder a aquel mundillo se necesitaba dar un audaz golpe de efecto. Yo apoyaba a Henry al cien por cien. Había escrito la obra en un enorme bloc de notas y todo lo que necesitaba, según decía, era practicar un par de horas al día para acabar de pulir los matices más sutiles. Sin embargo, ensayaba a lo sumo unos quince minutos al día; el resto lo dedicaba a tocar canciones ligeras, tomar café, comer, tomar más café y deambular continuamente por la casa.

Fueron aquel deambular constante y los portazos que daba los que despertaron en mí tanto la duda como la curiosidad. Henry correteaba arriba y abajo todo el tiempo -en horas de trabajo, claro- vestido con su mugriento mono de faena y asegurando que silbaba muy bien cuando lo llevaba puesto.

– Un mono azul con tirantes y bragueta de botones infunde armonía -decía-. Pruébalo y lo verás.

Dicho y hecho. Me puse su mono azul aún caliente y, aunque me venía un poco grande, tuve que admitir que era bastante cómodo. Naturalmente yo había trabajado antes con mono, pero nunca había reflexionado sobre el hecho de que, cuando te lo pones, automáticamente empiezas a silbar, como si fuera algo natural. Y es cierto que te hace silbar muy bien, no importa el aria que te venga a la cabeza.

– Caramba -dije-. Me voy a comprar uno.

– Pues claro que sí -dijo Henry volviendo a ponérselo-. Los venden en la sastrería Alberts. Y además muy baratos. Con él puesto tienes la sensación de que estás haciendo algo útil. ¡Con un mono azul te sientes un poco más trabajador de la cultura!

Estábamos completamente de acuerdo en aquello, pero la cuestión era cómo podía ensuciarse la ropa de aquella manera, que estaba incluso llena de barro, cuando solo salía un rato al mediodía. Por lo que yo sabía, no había ninguna zona de tierra en el patio comunitario.

Henry se daba perfecta cuenta de mi desconcierto, y fue entonces, a finales de octubre, después de haber vivido más de un mes en su casa, cuando consideró que había pasado la prueba, por así decirlo. Podía ser iniciado en el Secreto de Henry. En su opinión, había demostrado ser honesto, leal y digno de confianza. Había llegado el momento de ser admitido en el círculo de los elegidos, los iniciados. Y, por encima de todo, sabía trabajar y esforzarme, algo que sin duda había tenido muy en cuenta.

Cuando menos se podía decir que la suya era una historia fantástica. Henry había pasado gran parte de su juventud en Europa, en el continente. Desertó del servicio militar y se exilió. Su aventurero exilio duró cinco años, o eso afirmaba él, y llegó a su fin en la primavera revolucionaria del sesenta y ocho. En esa época se encontraba en París, en el auténtico meollo de los acontecimientos, como siempre, cuando recibió una carta de casa; era de su madre Greta, desde Suecia. Traía noticias de una muerte. En medio de la revolución que estaba teniendo lugar, el viejo abuelo Morgonstjärna subió la larga escalera del edificio de la calle Horn -la posibilidad de usar el recién estrenado ascensor no entraba en su cabeza- y se desplomó en el descansillo con el corazón destrozado.

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