Claudia Piñeiro - Betibú
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El Tribuno, uno de los diarios más importantes del país, deja de lado por unos días su enfrentamiento con el gobierno para cubrir a fondo la noticia. Al escenario del crimen, envía a Nurit Iscar, una escritora retirada, y a un periodista joven e inexperto. Y aunque el antiguo jefe de la sección Policiales, Jaime Brena, ha sido desplazado por sacar los pies del plato, decide involucrarse en el caso y ayudar a su reemplazante y a Nurit, a quien admira en secreto.
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Es evidente que a la gente con la que se cruzan le llama la atención algo de ese grupo que conforman. Nurit lo nota pero no lo comenta. Ya lo sintió ella otras veces. La mirada que determina “ellos” y “nosotros”. Antes pensó que era por el libro que llevaba abierto para leer mientras caminaba. Pero ahora no lleva libro, entonces se pregunta qué es eso que a su paso les indica a todos que ellos son extranjeros, intrusos, aliens. Puede que sea el saco sport y el pantalón gris del comisario Venturini, inadecuado para un country un sábado a la tarde, sin mencionar el pañuelo de seda con motivos búlgaros que asoma del bolsillo superior de su saco; o los mocasines de suela de Jaime Brena que raspan contra el asfalto y parece que van a sacar chispas, o la camisa de vestir blanca que lleva desabrochada en el cuello pero con ballenitas. Los dos que mejor se pueden mimetizar con el paisaje son Nurit Iscar -lo sabe porque lo buscó intencionalmente a la hora de vestirse- y el pibe de Policiales. Ella fue estudiando el código de vestimenta en estos días de estadía en La Maravillosa, y aunque aún no se atreve a las calzas deportivas, entendió que un jean con zapatillas no llama la atención de nadie y eso es lo que usa día y noche. El pibe de Policiales se mimetiza porque lleva pantalón color caqui, como de fajina, con muchos bolsillos, zapatillas y una remera blanca de cuello redondo. Aunque ropa claramente deportiva y de marca los habría hecho pasar más inadvertidos aún.
Mientras el grupo camina, ahora en silencio, en la casa, Carmen Terrada prepara mate, Paula Sibona -totalmente vestida- intenta broncearse aunque sea la cara con los últimos rayos de sol de la tarde, los hijos de Nurit y sus amigos improvisan un picado en el jardín frente a la pileta, la novia de Juan y su hermana asisten al caniche toy que se estresó después de tanto tiempo ladrando encerrado en el lavadero y Anabella levanta servilletas sucias, vasos usados, restos de comida, caca de perro y cigarrillos fumados o a medio fumar desparramados a lo largo del parque. Para los que en cambio caminan por La Maravillosa, la casa de Chazarreta recién aparece a más de diez minutos de andar, detrás de una curva, en el fondo de un cul-de-sac. El perímetro sigue rodeado por una tira de plástico roja y blanca que, aunque no tiene ninguna leyenda, claramente indica, a quien no se quiera hacer el tonto, prohibido pasar. Y no es que ellos se quieran hacer los tontos, sino que cuentan con el permiso y la compañía del comisario Venturini. Pero antes de entrar, Venturini le tiene que dar más explicaciones al guardia de la seguridad privada de La Maravillosa que al efectivo de la Bonaerense con quien, según dijo, ya había arreglado la cosa un par de horas antes. No porque el guardia sea más respetuoso de las leyes de la Nación, sino porque sigue a rajatabla las órdenes de sus superiores -el gerente y el dueño de la empresa de seguridad que contrata el country- y sus superiores le ordenaron que en esa casa no puede entrar nadie. Y nadie es nadie. Entonces, recién después de dos o tres llamados que el comisario Venturini hace de mala gana, el guardia recibe por handy la autorización correspondiente de sus superiores y, finalmente, todos pasan agachándose por debajo de la cinta plástica. Disculpe, yo cumplo órdenes, dice una vez más el hombre de seguridad. Está bien, está bien, querido, dice Venturini y se agacha también pero antes de traspasar la cinta vuelve y le pregunta: ¿Conocés la anécdota de San Martín, las botas de suela y el polvorín? No, no la conozco le dice el hombre. Haceme acordar cuando salga que si tengo tiempo te la cuento, querido, promete el comisario Venturini y se agacha otra vez para pasar adentro del perímetro.
Ahora el grupo avanza por la misma galería por la que se supone que avanzó Gloria Echagüe la tarde en que murió degollada. Y entran en el living por la puertaventana que atravesó ella sin abrirla. El comisario Venturini saca un pañuelo y con él mueve el picaporte para no dejar nuevas huellas. Por si las moscas, le dice a Brena y guiña un ojo. Eso sí, le advierte a todo el grupo que lo acompaña: No toquen nada, aunque ya se hicieron las diligencias del caso, todo tiene que quedar tal como lo encontramos, ¿oka? Oka, responden Brena, Nurit y el pibe de Policiales casi al unísono. Empiezan el recorrido por la planta baja y más específicamente por la escena del crimen: el living. El ambiente tiene boiserie lustrada y cara, adornos de plata, cristalería, cuadros de poco valor pero en marcos excesivamente decorados con pátinas doradas que intentan parecer antiguas. Nada de lo que se ve coincide con una decoración country sino con una estética más tradicional o conservadora, como la que podría encontrarse en un piso en Belgrano o Recoleta. Un bar hecho en madera lustrada y bronce con distintos tipos de bebidas: gin, vodka con mango, whisky -de la misma marca que el que tomaba Chazarreta la noche de su muerte-, licor Baileys. Un kilim debajo de la mesa del comedor de madera de cerezo y otro más chico debajo de la mesa ratona del living de la misma madera. Sillones de tres cuerpos en ele, tapizados con pana beige y almohadones a rayas en distintas gamas de verde, marrón y bordó. Dos lámparas con base de bronce y pantallas blancas sobre dos mesas pequeñas de mármol de Carrara, en cada extremo libre de los sillones. Pero lo que por fin concentra la atención del grupo es el sillón de terciopelo verde, uno solo, frente a la ventana, manchado de sangre. El sillón donde murió Chazarreta aquella madrugada. Nurit, el pibe de Policiales y Jaime Brena, sin habérselo propuesto, se encuentran parados delante de ese sillón al mismo tiempo. A Nurit le impresiona más que a los hombres pero no por la sangre, ni por la muerte que la sangre evoca, sino por la referencia literaria. ¿Habrá sabido Chazarreta antes de morir, lo cerca que estaba su escena final de “Continuidad de los parques”?, pregunta y sin esperar respuesta sigue: Chazarreta no leía cuando lo mataron, pero a lo mejor, mientras estaba sentado ahí, tomando whisky, pensaba en un crimen, pensaba en un intruso que se metía en una casa y degollaba a una persona, y supo, al fin, un instante antes de morir, que alguien lo haría, que alguien vendría por detrás de él y le cortaría el cuello. ¿Creés que Chazarreta habrá leído a Cortázar?, le pregunta Brena mientras el pibe de Policiales saca fotos del sillón y luego anota en su Blackberry, “Continuidad de los parques/Cortázar”, y lo busca en Internet. Creo en el azar, y que la escena puede haberse dado incluso sin que él nunca haya leído a Cortázar. Aunque a lo mejor sí lo leyó, en el colegio secundario, sigue Nurit, todos conocimos a Cortázar en el colegio secundario. Luego se queda pensando unos segundos y por ese encadenamiento de pensamientos que provoca la libre asociación pregunta: ¿A qué colegio secundario habrá ido Chazarreta? El que contesta es Jaime Brena: Nunca se me ocurrió averiguarlo. Y luego es él quien a su vez pregunta: ¿Conduciría a algo distinto saberlo? No creo, dice ella. Por algo se te ocurrió, dice él. Curiosidad, seguramente, contesta Nurit. O azar, dice Brena, el pensamiento también es azar, y vos misma acabás de decir que creés en el azar. Nurit Iscar mira al pibe y le pregunta: ¿Vos leíste a Cortázar en el secundario? Y el pibe contesta: Sí. Pero no mira a Brena cuando lo dice, cuando dice que sí leyó a Cortázar, porque sabe que su compañero de El Tribuno se dará cuenta de que miente. O miente a medias, porque sí leyó a Cortázar, pero “Casa tomada”. Y si alguna vez leyó algo relacionado con un sillón de terciopelo verde y la continuidad de los parques, no se acuerda. En la lista que le aparece en el buscador de Google está el texto del cuento, pero no da para ponerse a leerlo ahí, delante de ellos, y en una pantalla tan chica. El comisario Venturini se acerca y les propone hacer la visita guiada por el resto de la casa. Deciden terminar primero con la planta baja. Van a la cocina, un ambiente impecable, de cerámica blanca y piso color ladrillo, con una isla de mármol negro en el medio sobre la que cuelgan algunas cacerolas y cacharros de formas diversas que no parecen haber sido usados más que unas veces. El pibe se acerca y hace balancear algunos utensilios de acero quirúrgico: un cucharón primero y luego una espumadera. Sin tocar, dije, lo reta Venturini, y el pibe se apura a sacar la mano. Los electrodomésticos a la vista son los mismos que podrían encontrarse en cualquier casa de La Maravillosa: heladera doble puerta, microondas, cafetera Nespresso, wafflera, anafe y horno eléctrico. Qué raro el lavarropas en la cocina, dice Brena. Es un lavaplatos, lo corrige Nurit. Apa, eso sí que me vendría bien a mí, sigue Brena. A vos lo que te vendría bien es una mujer, no un lavaplatos, querido, se ríe el comisario Venturini. Yo opino lo mismo, se atreve a decir el pibe. A Nurit, por supuesto, no le hace gracia el chiste: Ah, qué halagador para cualquier mujer suplantar un lavaplatos. Los tres hombres se miran, y saben que es mejor no decir nada más relacionado con los lavaplatos ni con las mujeres. Ni siquiera en chiste. La segunda escala es el lavadero, casi tan ordenado como la cocina. Un lavarropas industrial que seguramente excedía las necesidades de lavado de ropa de Chazarreta, y aun las de él y su mujer cuando ella vivía. Un secarropas. Dos bachas. Sobre una de las dos bachas hay un cartel de metal, parecido a los que anuncian los nombres de las calles pero más chico, que dice: no usar lavandina en este sector. Estantes. Tendederos ocultos detrás de mamparas tal como lo exige el reglamento de La Maravillosa. Quincho, pileta, depósito. Suben a la planta alta. En cuanto se sale de la escalera aparece un lugar de estar con televisor LCD, DVD, equipo de audio, sillones cómodos más mullidos y amigables que los del living. Un pequeño baño, casi un toilette. Y luego un pasillo que distribuye las habitaciones de la planta alta: primero un escritorio, después un cuarto de huéspedes -seguramente los Chazarreta le fueron dando nuevos usos a cuartos que por un tiempo guardaron otras formas sostenidas en la esperanza de que llegara un hijo, piensa Nurit-. Y por último el cuarto matrimonial en suite: un cuarto que está extremadamente ordenado y resulta evidente que ahora es -o hasta hace poco fue- el cuarto de un hombre. Lo demuestran los colores oscuros de la colcha, los artículos de perfumería que hay en el baño en suite, la tabla del inodoro levantada. ¿Habrá sido así cuando Gloria Echagüe vivía?, se pregunta ahora Nurit, pero no traslada su pregunta a los hombres que la acompañan. ¿Habrá ella permitido que lo masculino invada de ese modo el ambiente compartido?, ¿habrá cedido en eso?, ¿o la decoración del cuarto que también le pertenecía será hoy el producto del cambio que produjo en Chazarreta la viudez? Salen de allí, y vuelven por el pasillo. El cuarto de huéspedes tiene dos camas chicas, dos mesas de luz, un placard, un televisor de muchas menos pulgadas que el que está al salir de la escalera pero también LCD, una silla mecedora y una cómoda. Y en el cuarto que funcionaba como escritorio de Chazarreta hay una mesa grande y sobre ella: una computadora, una impresora, una bandeja -seguramente para dejar los papeles pendientes-, algunos sobres de facturas por vencer, una agenda. Dos sillas, una a cada lado de la mesa; un globo terráqueo antiguo; una pequeña biblioteca en la que los libros y los adornos comparten con ecuanimidad los pocos estantes disponibles. Los adornos son recuerdos de viajes: cerámicas peruanas; tres pastilleros de distintos tamaños de metal dorado con dibujos negros típicos de Toledo; miniaturas de cristal de Murano; algunas piedras y caracoles. Los libros son de autores extranjeros best sellers -los norteamericanos Sidney Sheldon, Irving Wallace, o el africano Wilbur Smith-, de divulgación de temas de actualidad -escritos por periodistas, ex funcionarios, políticos, economistas- y algunos clásicos de la literatura universal y nacional encuadernados en cuerina azul pertenecientes a una colección que apareció hace algunos años como compra opcional del diario La Nación -Cien años de soledad, El gatopardo, La cruz invertida, El túnel-. Con su Blackberry, el pibe de Policiales les saca fotos a los libros, primero a todos en conjunto, después en detalle o por grupos para que, de ser necesario, puedan leerse autores y títulos. Toma algunas fotografías más casi al azar y para cuando termina con su tarea se da cuenta de que Jaime Brena y Nurit Iscar ya no están parados detrás de él, esperando que termine, sino junto a la ventana, donde hay una mesa de apoyo colmada de portarretratos. Chazarreta y Gloria Echagüe; Gloria Echagüe sola, los dos con otra pareja; Chazarreta recibiendo un premio de golf junto a un compañero; Gloria Echagüe en un torneo de tenis; Gloria Echagüe y dos niños; esos dos niños más grandes, junto a una pareja, probablemente sus padres; Gloria Echagüe con un grupo de amigas muchos años atrás, tal vez cuando hicieron su viaje de egresadas porque el paisaje que se ve detrás parece Bariloche. El pibe los mira, ellos están de espaldas, quietos, inmóviles, sin hablar. Saca una foto de la escena, así tal cual: las espaldas de Nurit Iscar y Jaime Brena frente a una mesa llena de fotos junto a una ventana. La toma porque esa imagen le gusta o le inquieta. Brena escucha disparar la cámara cerca de él y gira: Vení, pibe, vení, sacá una foto acá, le pide. El pibe se acerca. Nurit también se aparta a un costado para que el pibe de Policiales trabaje con comodidad. ¿De todas o de alguna en especial? De todas, contesta Nurit. De todas, repite Brena. Pero entonces, cuando el pibe da un paso al frente y se acomoda, parece que por la posición que adopta va a dejar un portarretrato fuera del encuadre. El portarretrato de la punta también, pide Nurit. Sí, pibe, de ése también, reafirma Brena. ¿Aunque no tenga foto?, pregunta. Aunque no tenga foto, contesta Brena. El pibe da un paso atrás y corrige el encuadre. Ahora sí lo incluye, hace una toma completa que incorpora al portarretrato de la punta: vidrio, marco y fondo, pero ninguna imagen dentro, un portarretrato vacío.
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