El ciego le preguntó si quedaba alguien vivo de su familia y la chica dijo que, aparte de ella, no, porque su madre había muerto hacía años.
La noche anterior había llovido y el ciego olió las cenizas húmedas del fuego que habían hecho los asesinos. Pasaron por delante de la granja; algunas mujeres del pueblo habían lavado la pared, que lucía como si nunca hubiera estado manchada de sangre. La muchacha le habló de las ejecuciones y le nombró todos los hombres que habían muerto y le explicó quiénes eran y cómo habían caído. Las mujeres fueron mantenidas a cierta distancia hasta que el último hombre fue fusilado, y luego el capitán se hizo a un lado y ellas se arrojaron sobre sus hombres y los sostuvieron entre sus brazos mientras morían.
¿ Y tú ?, dijo el ciego.
Ella había ido adonde su padre pero él ya estaba muerto. Luego adonde sus hermanos, por turnos, el mayor primero. Pero también habían muerto. Caminó entre las mujeres, que estaban acuclilladas en el suelo, y se abrazó a los cadáveres y se meció y lloró. Los soldados se marcharon. En la calle se inició una batalla de perros. Al rato llegaron unos hombres con carretas. Ella fue de un lado para otro con el sombrero de su padre en la mano. No sabía qué hacer con él.
A medianoche, estaba sentada en la iglesia con el sombrero aún en el regazo cuando el sepulturero se detuvo para hablar con ella. Le dijo que se fuera a su casa, pero la chica dijo que su padre y sus hermanos estaban muertos en su casa sobre sus esterillas y una vela ardía en el suelo y que ella no tenía dónde dormir. Dijo que toda su casa estaba tomada por los muertos y que por eso había ido a la iglesia. El sepulturero escuchó. Luego se sentó a su lado en el banco de madera basta. Era tarde, la iglesia estaba desierta. Permanecieron sentados con los sombreros en la mano, ella el de paja, él el de fieltro negro y ala ancha. Ella lloraba. Él suspiró y dio la impresión de estar también agotado y deprimido. Dijo que si bien uno quisiera pensar que Dios castiga a quienes hacen cosas semejantes y que la gente así suele decirlo, según su experiencia nadie podía hablar por Dios, y los hombres con un historial de iniquidades suelen disfrutar de una vida acomodada y morir en paz y recibir un entierro con todos los honores. Dijo que era un error esperar demasiado de la justicia en este mundo. Dijo que la teoría de que el mal raramente es recompensado era exagerada, puesto que si el mal no tuviera alguna ventaja los hombres lo evitarían y entonces, ¿cómo podría la virtud ser inherente a su rechazo? Dada su profesión, era lógico que su experiencia con la muerte fuera mayor que para el resto de la gente, y dijo que si bien era cierto que el tiempo cura el desconsuelo, esto solo es así a costa de la lenta extinción de los seres queridos de la memoria, que es el único lugar donde estos moran entonces y ahora. Se difuminan las caras, se apagan las voces. No dejes que se escapen, susurró el sepulturero . Pronuncia sus nombres. Hazlo y no dejes que la pena muera, porque ella es la que dulcifica toda ofrenda.
La muchacha repitió estas palabras al ciego mientras estaban frente a la pared de la granja. Dijo que las niñas habían ido a empapar sus pañuelos en el charco de sangre de los asesinados o a arrancarse jirones de los dobladillos de sus enaguas. Este comercio originó muchas idas y venidas como si se tratara de un grupo de enfermeras necias despojadas de todo recuerdo de su verdadera función. La sangre pronto saturó la tierra y al caer la noche antes de que empezara a llover llegaron jaurías de perros a arrancar bocados de aquel barro empapado de sangre y se lo comieron y pelearon y se alejaron abyectos otra vez; al día siguiente no quedaba señal de muerte ni de sangre ni de asesinato.
Permanecieron en silencio y luego el ciego tocó a la muchacha. La cara, las mejillas y los labios. No le pidió permiso. Se quedó muy quieta. Él le tocó los ojos, primero uno, después el otro. Ella le preguntó si había sido soldado y él respondió que sí y ella preguntó si había matado a muchos y él respondió que a ninguno. Ella le pidió que se inclinara para que pudiese cerrar los ojos y tocarle la cara y así ver qué se sentía, y él lo hizo. No le dijo que para ella no sería lo mismo. Cuando la muchacha llegó a los ojos, dudó.
Ándale , dijo él. Está bien .
Tocó los marchitos párpados hundidos en las cuencas. Los tocó suavemente con las yemas de los dedos y le preguntó si le dolía, pero él dijo que solo existía el dolor del recuerdo y que algunas noches soñaba que su oscuridad era también un sueño y despertaba y se tocaba aquellos ojos que ya no estaban donde habían estado. Dijo que esos sueños eran una tortura, pero que pese a todo no los desdeñaba. Dijo que así como el recuerdo del mundo había de desvanecerse, así también debía ocurrir en sus sueños, y que tarde o temprano para él llegaría el momento temible en que la oscuridad sería absoluta y no le quedaría ni la sombra del mundo que una vez había sido. Dijo que temía lo que esa oscuridad pudiese traer pues creía que el mundo ocultaba más de lo que dejaba entrever.
La gente pasaba por la calle arrastrando los pies. Persígnese , susurró la muchacha. El ciego no quiso soltarle la mano. Se apoyó el bastón en la cintura y se santiguó torpemente con la mano izquierda. Pasó el cortejo. La chica le apretó de nuevo la mano y siguieron andando.
Entre la ropa de su padre la muchacha encontró para él una chaqueta, una camisa y un pantalón. Metió las pocas prendas que había en la casa en una bolsa de muselina, cogió de la cocina el cuchillo, el molcajete y unas cucharas, además de toda la comida que encontró, y lo envolvió todo en un viejo sarape de Saltillo. La casa estaba fresca y olía a tierra. Fuera, entre las callejuelas y los muros delimitados por claustros, el ciego oyó aves de corral, una cabra, un niño. Ella le trajo agua en un cubo para que se lavara y eso hizo él con un trapo y luego se vistió. Permaneció en la solitaria habitación pequeña que constituía toda la casa y esperó que regresase. La puerta de la calle había quedado abierta y la gente que pasaba por delante camino del cementerio podía verlo allí de pie. Cuando la chica volvió lo tomó otra vez de la mano, le dijo que estaba guapo con la ropa nueva, le dio una manzana de las que había comprado y se quedaron allí, comiendo manzanas; luego cargaron los paquetes al hombro y partieron juntos.
La mujer se echó hacia atrás. El chico pensó que iba a continuar, pero no lo hizo. Permanecieron en silencio.
Usted era la muchacha, dijo él.
Sí .
Miró al ciego. Estaba sentado con el rostro ojeroso medio en penumbra a la luz de la lámpara. Debió de notar que el chico lo observaba. Es una carantoña, ¿no ?, dijo.
No , dijo Billy. Además, ¿no me ha dicho que la apariencia de las cosas es engañosa ?
Como la cara del ciego carecía de toda expresión era imposible saber cuándo iba a hablar o si iba a hablar siquiera. Al cabo de un rato levantó una mano de la mesa con aquel extraño gesto de bendecir o de desesperación. Para mí, sí, dijo .
Billy miró a la mujer. Seguía sentada igual que antes. Las manos enlazadas sobre la mesa. Le preguntó al ciego si sabía de otros que hubieran padecido la misma desgracia a manos de aquel hombre y el ciego solo dijo que sí, en efecto, pero que no los conocía ni los había visto. Que los ciegos no buscan la compañía de otros ciegos. Explicó que en una ocasión, en la alameda de Chihuahua, había oído acercarse un bastón tanteando la calle y que él había manifestado a viva voz su condición de ciego y preguntado si otro ciego estaba compartiendo allí su oscuridad. Dejó de oír el bastón. Nadie habló. Luego volvió a oír los golpes que se alejaban por el paseo y se perdían entre los ruidos del tráfico.
Читать дальше