Cormac McCarthy - En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas.
Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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La mañana de su tercer día de viaje el ciego entró en el pueblo de Juan Ceballos y se quedó en mitad de la calle con el bastón en alto y se volvió, escuchando, bizqueando su terrible mirada. Pero los perros ya se habían escabullido y una mujer le habló por su lado derecho y le preguntó si le podía coger la mano y él se la dio.

¿ Adónde va ?, preguntó ella.

Él dijo que no lo sabía. Que iba a donde fuese el camino. El viento. La voluntad de Dios.

La voluntad de Dios , dijo ella. Como si escogiera.

Lo llevó a su casa. El ciego se sentó a una tosca mesa de tablas y la mujer le sirvió pozole con frutas, pero a pesar de lo mucho que ella insistió él no pudo comer. La mujer le pidió que le contara de dónde venía pero él tenía vergüenza de su estado y se negaba a decir cómo le había ocurrido aquella calamidad. Ella le preguntó si siempre había estado ciego y él sopesó la pregunta y al cabo de un rato dijo que sí.

Cuando partió llevaba en los pies un par de viejos huaraches remendados, al hombro un delgado sarape y en el bolsillo de sus andrajosos pantalones unas cuantas monedas. Los hombres que charlaban en la calle guardaron silencio al verlo venir y siguieron hablando cuando hubo pasado. Como si él fuese un delegado de las tinieblas enviado para espiarles. Como si las palabras arrebatadas por un ciego pudiesen, solo por eso, llegar a tener una vida con la que no se había contado y suscitar en otras partes del mundo un significado totalmente distinto del que pretendían quienes las habían pronunciado. El ciego se volvió y sostuvo el bastón en alto. Ustedes no saben nada de mí , gritó. Los hombres se callaron y él giró sobre sus talones y siguió andando y poco después les oyó hablar otra vez.

Aquella noche oyó el fragor de la batalla allá en el llano y se quedó escuchando en medio de su oscuridad. Paladeó el viento esperando oler a cordita y escuchó esperando oír ruido de hombres y caballos, pero solo pudo oír el tenue tableteo de los fusiles o el pesado y sordo estampido de un obús disparando botes de metralla y al cabo de un rato, nada.

Por la mañana temprano su bastón chocó con las tablas de un puente. Se detuvo. Alargó el brazo y tanteó al frente. Pisaba con cuidado las tablas y se paraba y escuchaba. Muy amortiguado debajo de él oyó el sonido del agua.

Avanzó como pudo siguiendo la orilla del pequeño río y se metió entre los juncos hasta que llegó al agua. Alargó el brazo y la tocó con el bastón. Golpeó el agua y entonces se detuvo. Levantó la cabeza para escuchar.

¿ Quién hay ahí ?, dijo.

Nadie respondió.

Dejó el sarape a un lado, se despojó de sus andrajos, cogió de nuevo el bastón y delgado y desnudo y asqueroso se adentró en el río.

Metido en el agua se preguntó si habría profundidad suficiente para que el río se lo llevara. Imaginaba que en su estado de noche perpetua debía de haber recorrido más o menos la mitad de la distancia que lo separaba de la muerte. Que la transición no sería tan grande, puesto que para él el mundo ya estaba a cierta distancia y, además, de qué si no de la muerte era el territorio que invadía en su oscuridad.

El agua solo le llegó a las rodillas. Permaneció en la corriente manteniendo el equilibrio con su bastón. Luego se sentó. El agua, fría, se movía lentamente alrededor de él. Bajó la cara para absorber su aroma, para saborearla. Estuvo un buen rato sentado. Oyó una campana a lo lejos repicar tres veces, y luego el silencio. Se puso de rodillas y luego se inclinó y se tumbó boca abajo en el agua. Puso el bastón a modo de yugo sobre su nuca y lo cogió con ambas manos. Aguantó la respiración. Agarró el bastón y lo sostuvo así un buen rato. Cuando ya no pudo más sacó el aire e intentó aspirar el agua, pero no pudo y al momento se vio de rodillas resollando y tosiendo. El bastón se le había escapado y era arrastrado por el agua. El ciego se levantó y caminó torpemente tosiendo y tragando aire con la boca abierta y azotando la superficie del agua con la palma de la mano. Al hombre que estaba en el puente debió de parecerle un perturbado. Debió de parecerle que quería calmar al río o a algo que había en él. Hasta que vio aquellos estériles lavaojos.

A la izquierda , gritó.

El ciego se quedó quieto. Se agachó con los brazos cruzados al frente.

A su izquierda , gritó el del puente.

El ciego palmeó el agua a su izquierda.

A tres metros , dijo el hombre. Pronto. Que se va .

Se abalanzó hacia delante. Tanteó alrededor. El del puente le gritaba coordenadas y finalmente su mano se cerró sobre el bastón y el ciego se aferró a él y se sentó en el agua por puro pudor.

¿ Qué hace, ciego?, gritó el hombre.

Nada. No me moleste .

¿ Yo? ¿Le molesto? Ay ciego .

Dijo que pensaba que el ciego se ahogaba, y estaba a punto de acudir en su ayuda cuando lo vio levantarse y espurrear de mala manera.

El ciego siguió de espaldas al puente y al camino. Percibió el humo de tabaco y al cabo de un rato le preguntó al hombre si podía darle un cigarrillo.

Por supuesto .

Se levantó y salió del agua. ¿ Dónde está mi ropa ?, preguntó.

El hombre lo ayudó a encontrarla. Cuando se hubo vestido el ciego subió hasta el camino y él y el hombre se sentaron a fumar en el puente. Le hizo bien sentir el sol en la espalda. El hombre dijo que el río no llevaba suficiente agua como para ahogarse. El ciego asintió y dijo que de todos modos tampoco había suficiente intimidad.

El ciego dijo que había una iglesia cerca, ¿no? Su amigo le explicó que no había tal iglesia. Que no había nada de nada. El ciego dijo que había oído una campana y el hombre le dijo que él tenía un tío que estaba ciego y que también oía cosas que no existían.

El ciego se encogió de hombros. Dijo que él hacía poco que se había quedado sin vista. El hombre le preguntó por qué creía que el sonido de una campana tenía que venir de una iglesia, pero el ciego se encogió de hombros otra vez y fumó. Dijo que qué otro sonido podía producir una iglesia.

El hombre le preguntó por qué quería matarse, pero el ciego dijo que eso carecía de importancia. El hombre preguntó si era porque no podía ver y él dijo que esa era una razón más. Siguieron fumando. Finalmente el ciego le habló de su suposición de que los ciegos ya habían abandonado el mundo en cierto modo. Dijo que se había convertido en una mera voz que hablaba con los motivos de la vida en una oscuridad inconmensurable. Que el mundo y todo lo que en él existía se habían convertido para él en poco más que un rumor. Una sospecha. Se encogió de hombros. Dijo que no deseaba ser ciego. Que había sobrevivido a su estado.

El hombre lo escuchó hasta el final, permanecieron en silencio. El ciego oyó el débil siseo del cigarrillo del otro en el agua. Finalmente el hombre dijo que era un pecado desanimarse y que a fin de cuentas el mundo seguiría siendo como siempre había sido. Que eso era innegable. Al ver que el ciego no decía nada le dijo que lo tocara, pero el ciego se mostró reacio a hacerlo.

Con permiso , dijo el hombre. Le cogió la mano y se la llevó a los labios. Allí se quedaron los dedos del ciego. En el gesto de alguien que ruega silencio a otro.

Toque , dijo el hombre. El ciego no se atrevía. Volvió a coger la mano del ciego y la deslizó por su cara. Toque , dijo. Si el mundo es ilusión, la pérdida del mundo es ilusión también .

El ciego se quedó con la mano en la cara del hombre. Entonces empezó a moverla. Un rostro de edad indeterminada. Rubio o moreno. Tocó la nariz estrecha. El pelo tupido y lacio. Tocó las esferas de los ojos bajo los párpados ligeramente cerrados. Ningún sonido en la mañana del páramo salvo sus respectivas respiraciones. Sintió los ojos moverse bajo sus dedos. Movimientos rápidos y breves, como dentro de un útero en miniatura. Retiró la mano. Dijo que no le servía de mucho. Es una cara , dijo. ¿ Y qué ?

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