Dijo que el ciego era de origen humilde. Dijo que había perdido la vista en el año del Señor 1913, en la ciudad de Durango. A finales del invierno de aquel año había cabalgado para unirse a Maclovio Herrera y el 3 de febrero habían combatido en Namiquipa y habían tomado la ciudad. En abril había luchado en Durango con los rebeldes al mando de Contreras y Pereyra. En el arsenal de los federales había una antigua culebrina de fabricación francesa que pusieron a cargo de él. No tomaron la ciudad. Él habría podido salvarse, dijo la mujer. Pero no quiso abandonar su puesto. Lo hicieron prisionero junto con muchos otros. A los prisioneros se les brindó la oportunidad de jurar lealtad al gobierno, y los que se negaron fueron puestos contra un muro y fusilados sin más ceremonias. Entre ellos había gente de muchos países. Americanos, ingleses y alemanes. Y hombres de tierras de las que nadie había oído hablar. Pero también ellos fueron al paredón y allí murieron, bajo las terribles descargas de la fusilería, el terrible humo. Cayeron sin decir palabra los unos sobre los otros. La sangre de sus corazones manchó el enlucido que tenían detrás. Él lo vio.
Entre los defensores de Durango no había muchos extranjeros, pero alguno sí. Un huertista alemán apellidado Wirtz, que era capitán del ejército federal. Los rebeldes capturados estaban en la calle encadenados entre sí con alambre de cerca como si fueran muñecos, y aquel hombre recorrió la doble hilera que formaban y se agachó a mirarlos uno por uno a los ojos y advirtió en sus miradas el inexorable avance de la muerte mientras los asesinatos proseguían a su espalda. El hombre hablaba bien el español, pese a que lo hablaba con acento alemán, y le dijo al artillero que solo el más patético de los tontos moriría por una causa que, además de errónea, estaba condenada al fracaso, y el cautivo le escupió a la cara. Entonces el alemán hizo una cosa muy extraña. Sonrió y con la lengua se quitó de en torno a la boca el salivazo del otro. Era un hombre muy corpulento, con unas manos enormes y en las que tomó la cabeza del joven cautivo y se agachó como para besarlo. Pero no hubo beso. Lo agarró de la cara y a los demás pudo parecerles que efectivamente se agachaba para darle un beso en cada mejilla, al estilo militar francés, pero lo que hizo en realidad ahuecando enormemente los carrillos fue succionarle los ojos de la cabeza, uno detrás del otro y luego escupir y dejarlos colgando de sus cordones húmedos y raros, bamboleando sobre las mejillas del cautivo.
Y así se quedó. Su dolor era grande, pero mayor era su agonía ante el descoyuntado mundo que ahora contemplaba y que nunca volvería a ponerse recto. Tampoco tuvo coraje suficiente como para tocarse los ojos. Gritó desesperado y agitó las manos al frente. No podía ver la cara de su enemigo. El arquitecto de sus tinieblas, el ladrón de su luz. Veía, sí, a sus pies, el polvo hollado de la calle. Un barullo de botas de hombre. Podía verse la boca. Cuando los prisioneros fueron trasladados sus amigos lo ayudaron a ponerse de pie cogiéndolo del brazo y lo acompañaron mientras el suelo se balanceaba terriblemente debajo de él. Nadie había visto nunca una cosa igual. Hablaban como atemorizados de asombro. Los huecos de su cráneo relucían, rojos como lámparas. Era como si allí dentro hubiese un fuego intensísimo que el demonio había sacado a la luz.
Trataron de ponerle los ojos en sus cuencas con una cuchara, pero nadie lo logró, y los ojos se marchitaron como uvas en sus mejillas y el mundo fue perdiendo formas y colores y luego se desvaneció para siempre.
Billy miró al ciego. Seguía sentado, erguido e imperturbable. La mujer esperó. Luego continuó.
Algunos, claro está, dijeron que el tal Wirtz le había salvado la vida, pues de no haber quedado ciego lo habrían fusilado. Otros, en cambio, decían que eso habría sido lo mejor. Nadie le pidió al ciego su opinión. Estuvo en la fría cárcel de piedra mientras la luz se extinguía en torno a él hasta que finalmente se sumió en la oscuridad. Los ojos se le secaron y arrugaron y los cordones de los que colgaban se secaron también, y por fin se durmió y soñó con el país que había recorrido a caballo en sus campañas por los montes y con los pájaros de vivos colores y las flores silvestres que allí había, y soñó con muchachas descalzas junto al camino en los pueblos de montaña, cuyos ojos eran yacimientos de promesas húmedos y oscuros como el propio mundo, y en lo alto el terso cielo azul de México donde el futuro del hombre estaba diariamente en ensayo general, y la silueta de la muerte con su cráneo de papel y su vestimenta de huesos pintados caminaba a zancadas de un lado a otro ante las bambalinas, declamando en voz alta.
Hace veintiocho años, dijo la mujer. Muchas cosas han cambiado desde entonces. Y a pesar de ello todo es igual .
El chico cogió el último huevo del cuenco, lo partió y empezó a pelarlo. Mientras lo hacía, el ciego se puso a hablar. Dijo que, por el contrario, nada había cambiado y todo era diferente. El mundo era nuevo cada día, porque así lo hacía Dios diariamente. Pero seguía conteniendo en sí mismo todos los males.
El chico mordió el huevo. Miró a la mujer. Parecía esperar a que el ciego agregara algo, pero como no lo hacía continuó como antes.
Los rebeldes volvieron y tomaron Durango el 18 de junio y a él lo sacaron de la cárcel y desde la calle escuchó el eco del cañoneo en las afueras de la ciudad donde las tropas federales en fuga eran perseguidas hasta la muerte. Se quedó allí de pie escuchando, por si conocía alguna voz.
¿ Quién es usted, ciego ?, preguntaban. Y él les decía su nombre pero nadie lo conocía. Alguien cortó una rama y, le confeccionó un bastón, y con esto como única posesión partió solo a pie por el camino de Parral.
Calculaba la hora del día volviendo la cara al sol invisible, como un adorador. Prestando atención a los sonidos del campo. Al frescor de la noche, a la humedad. Al canto de los pájaros y al primer contacto tibio de la luz rumoreada sobre su piel. La gente de las casas por delante de las que pasaba le llevaba agua y comida y provisiones para el camino. Los perros que se le acercaban con malas intenciones se volvían otra vez con el rabo entre las patas. Al ciego le sorprendía la autoridad que le confería su ceguera. No parecía faltarle de nada.
Había estado lloviendo y las flores silvestres poblaban los costados del camino. Avanzaba despacio, tanteando las roderas con el bastón. No llevaba botas porque se las habían robado hacía tiempo, y aquellos primeros días anduvo descalzo y lleno de desesperanza. Más que lleno. La desesperanza era en él como un inquilino. Un parásito que lo hubiera expulsado de su morada y tomado en su interior la forma de ese espacio donde había estado antiguamente. Lo notaba alojado en su garganta. No le dejaba comer. Sorbía agua de un vaso ofrecido por una mano anónima salida de la oscuridad del mundo y devolvía el vaso a la oscuridad. El haber sido liberado de la cárcel no significaba gran cosa, y había días en que su libertad le parecía poco más que una nueva maldición, y en ese estado fue avanzando a tientas rumbo al norte, por el camino de Parral.
En el campo había llovido y en el frescor y la oscuridad de su primera noche solo se detuvo a escuchar y oyó cómo la lluvia se acercaba por el páramo. El viento traía el olor a humedad de los chipotes amarillos. Levantó la cara y se salió del camino y lo que pensó fue que aparte del viento y la lluvia ninguna otra cosa salida de ese extrañamiento que era el mundo vendría ya a tocarlo. No en el amor, ni en la enemistad. Las cadenas que lo aseguraban al mundo se habían vuelto rígidas. A donde él iba el mundo también iba, y no tenía forma de acercársele ni forma de huir de él. Se sentó bajo la lluvia entre la maleza y se echó a llorar.
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