Cormac McCarthy - En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas.
Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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El otro permaneció en silencio. Como si meditase la respuesta. Preguntó al ciego si podía llorar. El ciego dijo que cualquiera podía llorar pero lo que el hombre quería saber era si el ciego podía llorar lágrimas por el sitio donde había tenido los ojos y que cómo podían hacerlo. No lo sabía. Dio una última calada a su cigarrillo y lo dejó caer al río. Dijo una vez más que el mundo por el que se movía era muy diferente del que los hombres suponen y que, de hecho, apenas si se lo podía considerar mundo. Dijo que cerrar los ojos no era lo mismo. Como tampoco soñar con la muerte. Dijo que no se trataba de si era o no una ilusión. Habló de la tierra firme y del río y del camino y de las montañas y del cielo azul que los cubría como de entretenimientos para mantener a raya el mundo, el mundo real y eterno. Dijo que la luz del mundo solo estaba en los ojos de los hombres pues el propio mundo giraba en perpetua oscuridad y la oscuridad era su auténtica naturaleza y su verdadera condición y que en esa oscuridad giraba perfectamente cohesionado en todas sus partes, pero que allí no había nada que ver. Dijo que el mundo era sensible hasta la médula y más secreto y oscuro de lo que los hombres imaginaban y que su naturaleza no residía en lo que podía o no ser visto. Dijo que él podía mirar fijamente el sol pero de qué le servía.

Estas palabras parecieron acallar a su amigo. Siguieron sentados en el puente uno al lado del otro. El sol brillaba encima de ellos. Finalmente el hombre le preguntó cómo había llegado a esas conclusiones y él respondió que eran cosas que venía sospechando hacía tiempo y que los ciegos tenían mucho que meditar.

Se dispusieron a marchar. El ciego le preguntó a su amigo en qué dirección iba. El hombre dudó. Preguntó al ciego en qué dirección iba. El ciego señaló con el bastón.

Hacia el norte, dijo.

Hacia el sur, dijo el otro.

El ciego asintió. Tendió su mano a la oscuridad y se despidieron.

En el mundo hay luz, ciego, dijo el hombre. Como la había antes, la hay ahora. Pero el ciego se volvió y partió como antes camino de Parral.

Aquí la mujer interrumpió su narración y miró al chico. Al chico le pesaban mucho los párpados. Sacudió la cabeza.

¿ Está despierto el joven ?, preguntó el ciego.

El chico se sentó derecho.

, respondió la mujer. Está despierto .

¿ Hay luz ?

Sí. Hay luz .

El ciego estaba erguido en su asiento. Las manos al frente extendidas sobre la mesa con la palma hacia abajo. Como para equilibrar el mundo, o a sí mismo en el mundo. Continúa, dijo.

Bueno, dijo la mujer. Como en todo cuento hay tres viajeros con quienes topamos en el camino. Ya hemos encontrado a la mujer y al hombre. Miró al chico. ¿ Adivina quién es el tercero ?

¿ Un niño ?

Exactamente. Un niño .

Pero ¿esta historia es verídica ?

El ciego intervino para decir que, efectivamente, la historia era verídica. Dijo que no tenía deseos de entretenerlo ni de instruirlo siquiera. Dijo que ellos únicamente estaban empeñados en contar la verdad y que no tenían ningún otro propósito aparte de ese.

Billy preguntó cómo era posible que en el largo trayecto hasta Parral solo hubiera encontrado a tres personas, pero el ciego dijo que sí había encontrado a otras personas, y que le trataron con mucha amabilidad, pero que los tres desconocidos en cuestión eran los únicos con quienes había hablado de su ceguera y que por tanto debían ser los personajes principales de un cuento cuyo héroe era un ciego, cuyo asunto era la visión. ¿ Verdad ?

Este ciego, ¿es un héroe ?

El ciego no respondió. Al cabo de un rato dijo que era mejor esperar y ver. Que era mejor juzgar por uno mismo. Luego movió una mano y la mujer prosiguió su relato.

El ciego, tal como se había dicho, siguió su camino hacia el norte y nueve días después llegó al pueblo de Rodeo, a orillas del río Oro. De todas partes le llovían regalos. Las mujeres acudían a él. Lo paraban por la calle. Lo abrumaban con sus pertenencias y se ofrecían a cuidar de él en una parte de su trayecto. Caminaban a su lado describiéndole el pueblo y los campos y el estado de las cosechas y le nombraban las personas que vivían en las casas por delante de las que pasaban y le confiaban detalles de sus asuntos domésticos o le hablaban de las enfermedades de los más viejos. Le contaban sus penas. La muerte de un amigo, la inconstancia de un amante. Le hablaban de la infidelidad de los maridos de una manera que a él le resultaba molesta, y agarrándolo del brazo le susurraban los nombres de las prostitutas. Nadie le pidió que guardase el secreto, nadie le preguntó cuál era su nombre. El mundo se desplegaba ante él como nunca antes lo había hecho.

El 26 de junio de aquel año una compañía de huertistas había pasado por el pueblo de Rodeo camino de Torreón, más al este. Llegaron a altas horas de la noche, muchos de ellos ebrios y todos a pie, y pernoctaron en la alameda y quemaron los bancos para encender lumbre y al alba reunieron a todos los que se decían simpatizantes de los rebeldes y los pusieron contra la pared de barro de la granja y les dieron a fumar cigarrillos y luego los fusilaron mientras sus hijos miraban y sus esposas y madres sollozaban y se mesaban los cabellos. Cuando el ciego llegó a la mañana siguiente tropezó inadvertidamente con un funeral dispuesto en ringlera a lo largo de la calle gris, y antes de que pudiera juzgar adecuadamente qué ocurría alrededor una muchacha lo tomó de la mano y se lo llevó al polvoriento cementerio de las afueras. Allí, entre las pobres cruces de madera y los jarros de loza y las fuentes de cristal barato dispuestos para la colecta, el primero de los tres féretros de guacal imperfectamente teñidos de negro con hollín y aceite de carbón estaba colocado en el suelo; el trompetista tocaba una tonada melancólicamente marcial y uno de los ancianos del lugar hablaba en lugar del clérigo, pues no había ninguno. La chica le agarró la mano, se inclinó hacia él.

Era mi hermano , susurró.

Lo siento , dijo el ciego.

Levantaron al muerto del ataúd y lo dejaron en brazos de dos hombres que habían bajado a la tumba. Lo depositaron sobre la tierra y le cruzaron los brazos sobre el pecho, de donde se habían deslizado, y le pusieron un paño sobre la cara. Luego aquellos rudos sacristanes provisionales levantaron el brazo y cogieron las manos de sus amigos, que los ayudaron a subir. Los hombres echaron por turnos una palada de tierra sobre las míseras ropas del muerto. El caliche golpeteaba monótonamente al caer y las mujeres sollozaban y los hombres se echaron la caja vacía y la tapa al hombro para llevarla de nuevo al pueblo a fin de que otro cuerpo pudiera ser transportado. El ciego oyó que llegaban más personas al cementerio y fue llevado enseguida a un aparte entre la gente del duelo para oír otra sencilla oración campestre.

¿ Quién es?, susurró.

La muchacha le agarró la mano. Otro hermano, dijo en voz baja.

Mientras asistían al tercer sepelio el ciego se inclinó y le preguntó cuántas personas de su familia iban a ser enterradas, pero ella dijo que aquel era el último.

¿ Otro hermano ?

Mi padre .

Las mujeres gimieron otra vez. El ciego se puso el sombrero.

Al volver se cruzaron por el camino con otro cortejo fúnebre que se dirigía al cementerio y el ciego escuchó nuevos lamentos y otros pies que se arrastraban bajo el horrendo peso de los muertos que llevaban a cuestas. Nadie hablaba. Cuando hubieron pasado la muchacha lo condujo de nuevo al camino y siguieron adelante.

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