Tómenlo, exclamó. Tómenlo. El caballo se encabritó y puso los ojos en blanco y uno de los hombres alargó el brazo, cogió las riendas y las anudó rápidamente en torno a un telero de la caja del camión mientras otras manos agarraban al muchacho y algunos bajaban a la carretera para ayudar a subirlo. La sangre era una condición de sus vidas y nadie preguntó qué le había pasado ni por qué. Lo llamaron el güerito y lo hicieron subir a la camioneta y se secaron la sangre de las manos en la pechera de la camisa. Un vigía estaba de pie con una mano en el techo de la cabina observando a los jinetes en el llano.
Rápido, exclamó. Rápido .
Vámonos, le gritó Billy al conductor. Se inclinó y dejó las riendas sueltas y aporreó la portezuela del camión con el canto del puño. Los que iban subidos a la camioneta alargaron el brazo para ayudar a subir a los que estaban en la calzada y el conductor arrancó y la camioneta dio una sacudida. Uno de los hombres tendió su mano manchada de sangre y Billy se la estrechó. Habían hecho sitio sobre las bastas tablas de la plataforma y tendieron a Boyd sobre camisas y sarapes. Billy no estaba seguro de si estaba vivo o muerto. El hombre le apretó la mano. No te preocupes, dijo.
Gracias, hombre, dijo Billy. Es mi hermano .
Vámonos, gritó el hombre. La camioneta empezó a avanzar con un grave rechinar de engranajes. En la pradera los jinetes se habían dividido, dos de ellos atajando hacia el norte para seguir la camioneta. Los trabajadores lo saludaron con silbidos y agitar de brazos mientras él seguía allá en la carretera y describiendo círculos con la mano sobre sus cabezas le hicieron señas de que siguiera adelante. Él había montado de un salto y metido los pies en los estribos y notó los pantalones empapados de sangre. Picó a Niño. Bird estaba un kilómetro y medio más lejos, en la pradera. Cuando se volvió a mirar los jinetes se encontraban a menos de cien metros y se inclinó sobre el cuello de Niño, apremiando al caballo para que se esforzara al máximo.
Persiguió a Bird por la pradera pero cuando le dio alcance advirtió que su mirada reflejaba lo mismo que había visto en la de Bailey, y supo que lo había perdido. Entonces se volvió hacia los jinetes y dio ánimos por última vez a su viejo caballo y luego siguió adelante. Volvió a oír ese lejano estampido mate que hace un rifle al ser disparado en campo abierto y cuando se volvió a mirar uno de los jinetes había desmontado y estaba rodilla en tierra junto a su caballo, disparando. Se inclinó cuanto pudo en la silla y siguió cabalgando. Cuando miró de nuevo los dos jinetes se habían empequeñecido en la pradera, y cuando miró por última vez eran todavía más pequeños y no se veía a Bird por ninguna parte. A Tom no volvió a verlo más.
Solo en aquella región, a media mañana, guió a pie al derrengado y sudoroso caballo por un arroyo de guijarros. Le habló al caballo y procuró ir siempre sobre la roca y si el caballo ponía una pata en la arena del lecho del arroyo, él bajaba las riendas e iba a borrar la huella con un manojo de hierbas. Tenía las perneras del pantalón rígidas a causa de la sangre seca y sabía que tanto él como el caballo iban a tener que encontrar agua muy pronto.
Dejó al caballo con el látigo flojo, trepó y se estiró en los remansos del arroyo para examinar la región al este y al sur. No vio nada. Volvió a bajar y recogió las riendas del caballo. Al agarrar el borrén de la silla contempló la forma oscura de la sangre en el cuero y se quedó un momento con las riendas dobladas en el puño y el antebrazo sobre la cruz húmeda y salobre del caballo de su padre. ¿Por qué no me habrán disparado a mí esos cabrones?, dijo.
En el crepúsculo azul de aquel día vio a lo lejos, hacia el norte, una luz que al principio tomó por la estrella Polar. Esperó a ver si se levantaba en el horizonte, pero no lo hizo, y él se desvió un poco de la ruta y guiando a pie a su exhausto caballo emprendió camino hacia la luz a través de la desierta pradera. Niño desfallecía detrás de él, y Billy retrocedió para cogerlo de la quijera y caminó al lado de él hablándole. Tan encostrado estaba el caballo de escarcha blanca y salada que resplandecía como un portento que se aventurara en la llanura que se oscurecía por momentos. Cuando le hubo dicho al caballo todo lo que se le ocurrió, comenzó a contarle historias. Le contó historias en español que su abuela le había contado a él, y cuando le hubo contado todas las que recordaba, se puso a cantar.
La última fina mondadura de luna vieja colgaba sobre las distantes montañas que se elevaban hacia el poniente. Venus se había movido. Y con la oscuridad un nebuloso enjambre de estrellas. No acertaba a decir para qué había tantas. Caminó durante una hora más y luego hizo un alto y palpó el caballo para ver si estaba seco y montó en él y cabalgó. Cuando buscó la luz con la mirada ya no estaba, de modo que se orientó por las estrellas, y al rato la luz reapareció tras la oscura capa del promontorio desierto que la había oscurecido. Dejó de cantar y trató de recordar cómo se rezaba. Al final le rezó a Boyd. No te mueras, rogó. Eres todo lo que tengo.
Era casi medianoche cuando llegaron al cercado y torció al este y siguió adelante hasta llegar a una verja. Desmontó y pasó a pie llevando el caballo por las riendas y cerró otra vez la verja y volvió a montar y enfiló la pálida senda de tierra hacia la luz, donde unos perros se habían alzado ya y venían aullando.
La mujer que abrió la puerta no era joven. Vivía en aquel sitio remoto con su marido, del cual dijo que había dado los ojos por la revolución. Echó a grito pelado a los perros, que se escabulleron, y al apartarse para dejar pasar a Billy el marido en cuestión aguardaba en el pequeño cuarto de techo bajo como si se hubiera levantado para recibir a un alto dignatario. ¿ Quién es?, preguntó.
La mujer dijo que era un americano que se había perdido y el hombre asintió. Se volvió y la cara arrugada por la intemperie captó por un momento la luz de la lámpara de aceite. No había ojos en sus cuencas y los párpados estaban totalmente cerrados, de modo que el suyo era un aspecto de constante y doloroso ensimismamiento. Como si le preocuparan antiguos errores.
Se sentaron a una mesa de pino pintada de verde y la mujer trajo leche en una taza. Él casi había olvidado que la gente tomaba leche. La mujer prendió con un fósforo la mecha redonda del hornillo de queroseno, ajustó la llama y puso encima una olla, y cuando levantó el hervor puso huevos de uno en uno en la olla y volvió a taparla. El ciego se sentó, tieso y erguido. Como si fuera el invitado en su propia casa. Cuando los huevos estuvieron listos la mujer los trajo humeando en un cuenco y se sentó a mirar cómo comía el chico. Billy cogió uno y lo soltó al instante. Ella sonrió.
¿ Le gustan los blanquillos?, dijo el ciego.
Sí. Claro .
Los huevos humeaban en el cuenco. A la luz sin sombra de la lámpara de parafina sus rostros parecían máscaras.
Dígame, dijo el ciego. ¿ Qué novedades tiene ?
Les contó que había venido con la intención de recuperar unos caballos que le habían robado a su familia. Dijo que viajaba con su hermano, pero que habían tenido que separarse. El ciego inclinó la cabeza para escuchar. Pidió noticias de la revolución, pero el chico no tenía noticias que darle. Entonces el ciego dijo que aunque el campo estaba tranquilo eso no era en modo alguno una buena señal. El chico miró a la mujer. La mujer asintió solemnemente en señal de conformidad. Parecía estimar en mucho a su marido. Billy cogió un huevo, lo partió en el canto del cuenco y empezó a pelarlo. Mientras comía, la mujer empezó a hablarle de la vida de ellos dos.
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