Cormac McCarthy - En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas.
Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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¿Se te ocurre alguna idea?, preguntó Boyd.

No. Ninguna.

Se quedaron mirando los caballos, nueve en total.

Seguramente tendrán a alguien capaz de seguirle las huellas a una lagartija por una pendiente de roca.

Es probable.

¿Qué vamos a hacer con sus caballos?

No lo sé.

Boyd escupió.

Si recuperan sus caballos tal vez nos dejen en paz.

Y una mierda.

No van a esperar a que se haga de día.

Lo sé.

¿Sabes qué harán con nosotros?

Me lo imagino.

Boyd arrojó una piedra al agua. El perro se volvió y miró hacia donde había desaparecido.

No podemos conducir estos caballos a oscuras sin conocer la región, dijo.

No pensaba hacerlo.

Bueno, pues ¿por qué no dices qué piensas hacer?

Billy se puso de pie y miró beber a los caballos. Creo que deberíamos separar sus caballos, llevarlos a ese promontorio de allá y hacerlos volver a Boquilla. Antes o después llegarán.

De acuerdo.

Déjame la pistola.

¿Qué vas a hacer con ella?

Meterla en la mochila del hombre, que es donde debe estar.

¿Tú crees que está muerto?

Si no está, lo estará.

Entonces da lo mismo.

Billy miró los caballos en el río. Luego miró a Boyd. Bueno, dijo, pues si da lo mismo, dame la pistola.

Boyd se sacó la pistola del cinto y se la entregó. Billy se la metió en el cinturón, entró en el agua, montó en Bird, separó a los cinco caballos de Boquilla y los arreó para sacarlos del río.

Procura que nuestros caballos no vengan detrás, dijo.

No lo harán.

Y no hables con nadie mientras estoy fuera.

Vete.

No enciendas fuego ni nada.

Vete ya. Que no soy idiota.

Billy partió al galope y desapareció detrás de la loma. El sol estaba bajo y había empezado el largo anochecer de las zonas de montaña. Los otros tres caballos subieron a la orilla uno detrás de otro y empezaron a pacer en la buena hierba de la ribera. Cuando Billy volvió, había oscurecido. Cabalgó directamente desde el llano hasta el campamento.

Boyd se levantó. Tienes que darle rienda suelta.

Eso he hecho. ¿Estás listo?

Cuando tú digas.

Pues vamos.

Reunieron los caballos, los condujeron al otro lado del río y partieron tierra adentro. Alrededor de ellos los llanos aparecían azulados y desprovistos de vida. El delgado cuerno de luna yacía boca arriba en el oeste semejante a un grial, y la brillante silueta de Venus flotaba justo encima de la luna como una estrella precipitándose sobre una barca. Siguieron a campo abierto apartándose del río y cabalgaron toda la noche. De madrugada acamparon en una quemada de árboles calcinados, negros y mellados sobre un alto, aproximadamente a un kilómetro y medio al oeste del río. Desmontaron y buscaron señales de agua, pero no encontraron ninguna.

Aquí debió de haber agua en otro tiempo, dijo Billy.

Quizá la secó el fuego.

Un manantial. Algo.

No hay hierba. Ni nada.

Es una quemada vieja. De años.

¿Qué quieres que hagamos?

Dejarlo correr. Dentro de un momento amanecerá.

De acuerdo.

Ve por tu petate. Yo vigilaré un rato.

Ojalá tuviera uno.

Los forajidos van ligeros de equipaje.

Estacaron los caballos y Billy cogió la escopeta y se sentó entre los restos de árboles quemados. La luna estaba baja. No soplaba ni pizca de viento.

¿Qué hacía él con los papeles de Niño y sin el caballo?, dijo Boyd.

No lo sé. Buscar un caballo que encajara. Duérmete.

Hoy en día los papeles no valen nada.

Ya lo sé.

Tengo un hambre de cojones.

¿Desde cuándo sueltas tacos?

Desde que dejé de comer.

Bebe un poco de agua.

Ya lo he hecho.

Duérmete ya.

Por el este empezaba a clarear. Billy se incorporó y escuchó.

¿Qué oyes?, preguntó Boyd.

Nada.

Este sitio es horripilante.

Lo sé. Duérmete.

Se sentó con el arma acunada en el regazo. Se oía a los caballos comer hierba en el prado.

¿Duermes?, preguntó.

No.

Tengo los papeles.

¿Los papeles de Niño?

Sí.

Y una mierda.

No. En serio.

¿De dónde los has sacado?

Estaban en la mochila. Los vi cuando fui a guardar la pistola.

Que me aspen.

Siguió con la escopeta entre las manos, escuchando a los caballos y, más allá, el silencio del mundo. Al rato Boyd dijo: ¿Dejaste la pistola en su sitio?

No.

¿Por qué?

Porque no.

¿La tienes encima?

Sí. Duérmete.

Cuando se hizo de día, Billy se puso de pie y fue a ver en qué clase de región estaban. El perro se levantó y lo siguió. Caminó hasta lo alto del promontorio y se acuclilló apoyado en la escopeta. A un kilómetro y medio de distancia unas reses de color pálido pacían en el llano que se extendía hacia el norte. Aparte de eso, nada. Cuando volvió a los árboles se quedó mirando a su hermano, que seguía tumbado.

Boyd, dijo.

Qué.

¿Listo para montar?

Su hermano se incorporó y miró alrededor. Sí, dijo.

Podríamos volver a la hacienda. Aquella señora nos escondería.

¿Hasta cuándo?

No lo sé.

Deberíamos estar allí mañana.

Sí. Qué se le va a hacer.

¿Cuánto tardaríamos en llegar a la hacienda ?

No lo sé. Vamos.

Partieron rumbo al norte y cabalgaron hasta que divisaron el río. Había reses pastando junto a los árboles, en los remansos. Descansaron sin desmontar y contemplaron la ondulada pradera que se extendía hacia el sur.

¿Se puede matar una vaca con una escopeta?, preguntó Boyd.

Desde cerca sí.

¿Y con una pistola?

Tendrías que acercarte mucho para poder darle.

¿Cómo de cerca?

No vamos a matar ninguna vaca. Venga.

Algo tendremos que comer.

Ya lo sé. Vamos.

Cruzaron el río por los bancos y cuando llegaron al otro lado buscaron un camino, pero allí no había ningún camino. Siguieron el río hacia el norte y a primera hora de la tarde entraron en San José, un puñado de chozas bajas de barro de lúgubre aspecto. Mientras iban por el sendero lleno de baches con su reata de caballos unas mujeres los miraron cautelosamente desde los portales bajos.

¿Qué crees que pasa?, preguntó Boyd.

No lo sé.

Quizá nos toman por gitanos.

Quizá nos toman por ladrones de caballos.

Una cabra los miró con sus ojos de ágata desde un tejado bajo.

Un cabrón, dijo Billy.

Menudo sitio este, dijo Boyd.

Encontraron una mujer que les dio de comer, y se sentaron en una esterilla de juncos sobre el piso de arcilla a comer atole frío de unos cuencos hechos de arcilla sin cocer. Al rebañar los cuencos las tortillas salieron sucias de barro y arenosas. Quisieron pagar, pero la mujer no aceptaba dinero. Billy insistió en darle algo para los niños, pero la mujer dijo que no había niños .

Esa noche acamparon en un bosquecillo de chopos que crecía junto al río. Dejaron los caballos atados en la hierba de la ribera, se quitaron la ropa y nadaron a oscuras en el río. El agua era sedosa y fría. El perro se sentó en la orilla y los miró. Por la mañana Billy se levantó antes de que amaneciera y fue a soltar a Niño; lo condujo de nuevo al campamento, lo ensilló y montó llevándose la escopeta.

¿Adónde vas?, dijo Boyd.

A ver si consigo algo de comer.

Está bien.

Tú quédate aquí. No tardaré mucho.

¿Adónde iba a ir?

No lo sé.

¿Qué tengo que hacer si viene alguien?

No vendrá nadie.

Y si viene alguien, ¿qué?

Billy lo miró. Boyd estaba agachado, con la manta sobre los hombros, y se lo veía muy flaco y andrajoso. Lo miró y luego dirigió la vista más allá de los pálidos troncos de chopos hacia la desierta y ondulada pradera que emergía bajo la luz grisácea del alba.

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