Niño se adelantó. Bailey fue detrás de él, los dos avanzando a vacilantes empellones y derramando la vista entre los caballos desconocidos. Boyd los trajo detrás de él y continuó bordeando la carretera. Hizo un nudo flojo con el cabo de la cuerda y cuando llegó al final del grupo echó el lazo sobre la cabeza de Tom sin mirarlo siquiera. Luego volvió con los tres caballos siguiendo el borde de la carretera hasta rebasar la remuda y se detuvo; los tres caballos, apretados contra el costado de Bird, levantaban y agachaban la cabeza.
Quijada se volvió y habló con el caporal. El caporal asintió y luego miró a Billy.
Coge tus caballos, dijo.
Billy tomó las riendas que su hermano le tendía y se quedó en la calzada sujetando los caballos. Necesito que me escriba un papel, dijo.
¿Qué clase de papel?
Una renuncia o una factura. Alguna clase de comprobante donde conste su nombre hasta que pueda sacar los caballos de estas sierras .
Quijada asintió. Se volvió, desabrochó el faldón de su alforja, rebuscó entre sus cosas y sacó una libretita negra de piel. La abrió, cogió un lápiz alojado en la cubierta y se puso a escribir.
¿Cómo te llamas?, preguntó.
Billy Parham.
Escribió. Cuando hubo terminado arrancó la página de la libreta, devolvió el lápiz a la cubierta, cerró la libreta y le pasó el papel a Billy. Billy lo cogió, lo dobló sin leerlo, se quitó el sombrero, metió el papel doblado dentro de la badana y volvió a ponerse el sombrero.
Gracias, dijo. Muy agradecido.
Quijada asintió otra vez y habló de nuevo con el caporal . El caporal llamó a los vaqueros. Boyd se inclinó, cogió las riendas, llevó el caballo hasta los polvorientos pinos del camino. Una vez allí se volvió y esperó mientras él y los caballos observaban a los vaqueros arrear otra vez la remuda. Pasaron. Los caballos se agruparon, se dividieron y pusieron los ojos en blanco. El vaquero que iba detrás miró a Boyd, que estaba entre los pinos con los otros caballos, levantó una mano y adelantó levemente el mentón. Adiós, caballero, dijo. Luego alcanzó la parte posterior de la remuda y todos se alejaron por la carretera en dirección a las montañas.
Por la tarde dieron de beber a los caballos en un abrevadero tallado en piedra caliza. Las aspas del molino giraban lentamente sobre sus cabezas y la sombra alargada y oblicua de las aspas giraba también sobre la pradera en oscuro y lento carrusel. Habían ensillado a Niño y Billy desmontó y le aflojó la cincha para dejarle bufar mientras Boyd se apeaba de Bailey. Bebieron del caño y luego se acuclillaron y miraron cómo bebían los caballos.
Te gusta ver beber a los caballos, dijo Billy.
Mucho.
Asintió. A mí también.
¿Crees que ese papel vale algo?
Por estos pagos creo que tanto como el oro.
Y fuera de aquí no mucho.
No. Fuera de aquí, no.
Boyd arrancó un tallo de hierba y se lo llevó a la boca. ¿Por qué crees que nos ha dejado coger los caballos?
Porque sabía que eran nuestros.
¿Cómo lo ha sabido?
Lo sabía y eso es todo.
Podría habérselos quedado.
Sí. Podría haberlo hecho.
Boyd escupió y volvió a ponerse el tallo en la boca. Miró los caballos. Eso de tropezarnos así con los caballos ha sido toda una suerte, dijo.
Sí. Ya lo sé.
¿Crees que vamos a seguir teniendo suerte mucho tiempo?
¿Quieres decir si encontraremos a los otros dos caballos?
Eso. O lo que sea.
No lo sé.
Yo tampoco.
¿Crees que la chica estará allá como dijo?
Sí. Seguro.
Sí, dijo Billy. Imagino que sí.
Unas palomas que venían sobrevolando las tierras secas que se extendían más al sur viraron y se alejaron del depósito al verlos allí sentados. El agua salía del caño con un frío sonido metálico. El sol de poniente que descendía por debajo de las nubes amontonadas había absorbido a su paso la luz dorada dejando la tierra, azul, fresca y silenciosa.
Tú crees que tienen los otros caballos, ¿verdad?, dijo Boyd.
¿Quién?
Ya sabes quién. Esos jinetes que venían de Boquilla.
No lo sé.
Pero es lo que piensas.
Sí. Es lo que pienso.
Billy sacó de la badana del sombrero el papel que le había dado Quijada, lo desdobló, lo leyó y luego volvió a doblarlo, lo metió en la badana y se puso el sombrero. No te gusta, ¿eh?, dijo.
¿A quién puede gustarle?
Y yo qué mierda sé.
¿Qué piensas que habría hecho el viejo?
Sabes muy bien qué habría hecho.
Boyd se quitó el tallo de hierba de entre los dientes, lo pasó por el ojal del bolsillo de su andrajosa camisa e hizo un nudo con él. Sí. Pero él no está aquí para decirlo.
No lo sé. A veces pienso que siempre tendrá algo que decir.
Al mediodía siguiente entraron en Boquilla y Anexas llevando los caballos sueltos delante de ellos. Boyd se quedó con los caballos mientras Billy entraba en una tienda y compraba doce metros de cuerda de poco más de un centímetro para hacer unos ronzales. La mujer que atendía el mostrador estaba midiendo tela de un rollo. Sosteniendo la tela con el mentón midió el largo de un brazo, cortó la tela con una regla recta y un cuchillo, la dobló y se la pasó por el mostrador a una chica. La chica sacó con parsimonia unos tlacos viejos y unos pesos y billetes arrugados y la mujer lo contó todo y le dio las gracias y la chica partió con la tela doblada bajo el brazo. Cuando la chica se hubo marchado la mujer se acercó a la ventana y la miró. Dijo que la tela era para el padre de la chica. Billy dijo que con eso le haría una bonita camisa, pero la mujer dijo que no era para una camisa sino para forrar su ataúd por dentro. Billy miró por la ventana. La mujer dijo que la familia de la chica no era rica. Que había aprendido aquellas extravagancias trabajando para la esposa del hacendado y que se había gastado el dinero que guardaba para su boda. La chica estaba cruzando la polvorienta calle con la tela bajo el brazo. Tres hombres que había en una esquina apartaron la vista cuando ella se aproximó, y dos de ellos la siguieron con la mirada cuando hubo pasado.
Se sentaron a la sombra de una pared encalada y de una bolsa vacía sacaron unos tacos grasientos que le habían comprado a un vendedor ambulante y se los comieron. El perro observaba. Billy hizo una bola con la bolsa vacía y se limpió las manos en sus tejanos; luego sacó su navaja y midió un largo de cuerda con los brazos estirados.
¿Vamos a quedarnos aquí?, preguntó Boyd.
Sí. ¿Por qué? ¿Tienes una cita en alguna otra parte?
¿Y si fuésemos allá abajo y nos quedáramos en la alameda ?
Está bien.
¿Por qué crees que no han marcado los caballos?
No lo sé. Probablemente habrán estado viajando por toda la región.
Tal vez deberíamos marcarlos nosotros.
¿Y con qué, si puede saberse?
No lo sé.
Billy cortó la cuerda, dejó la navaja a un lado y anudó el bozo. Boyd se llevó a la boca el último pedazo de taco y se sentó a masticar.
¿Tú qué crees que hay en estos tacos ? , preguntó.
Gato.
¿Gato?
Pues claro. ¿No ves cómo te mira el perro?
No son capaces, dijo Boyd.
¿Has visto algún gato por la calle?
Hace demasiado calor para los gatos.
¿Has visto alguno a la sombra?
Seguro que alguno habrá escondido por ahí tomando el fresco.
¿Cuántos gatos has visto sea donde sea?
Tú no te comerías un gato, dijo Boyd. Ni para verme comer a mí uno.
Puede que sí.
No lo creo.
Si tuviera mucha hambre sí.
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