¿Crees que serán ellos?
Es lo más probable, dijo Billy.
Siguieron cabalgando. Se adentraron en la oscuridad y cuando ya era de noche y no se veía se detuvieron y escucharon sin desmontar. No se oía otro sonido que el del viento en la hierba. El lucero de la tarde estaba bajo en el horizonte de poniente, redondo y rojo como un sol encogido. Billy se apeó, cogió las riendas que le tendía su hermano y guió el caballo del diestro.
Está oscuro como boca de lobo.
Ya. El cielo está muy tapado.
Así es muy fácil que te pique una serpiente.
Yo llevo botas. El caballo no.
Coronaron una loma y Boyd se puso de pie en los estribos.
¿Los ves?, preguntó Billy.
No.
¿Qué se ve?
Nada. No hay nada que ver. Oscuridad y más oscuridad.
Quizá no han tenido tiempo de encender fuego.
Quizá piensan cabalgar toda la noche.
Avanzaron por la cresta de la loma.
Allá están, dijo Boyd.
Ya los veo.
Descendieron por la ladera opuesta hasta un terreno pantanoso y buscaron un lugar donde guarecerse del viento. Boyd echó pie a tierra y Billy le pasó las riendas.
Busca algo donde atarlo. No lo manees y no se te ocurra estacarlo. En cuanto vea la remuda va a ponerse muy nervioso.
Bajó la silla, las mantas y la alforja.
¿Quieres que encendamos un fuego?, preguntó Boyd.
¿Con qué?
Boyd se adentró en la noche con el caballo. Regresó al cabo de un rato.
No encuentro nada donde atar el caballo.
Déjamelo a mí.
Hizo un lazo con la cuerda, se lo pasó al caballo por la cabeza y enrolló el otro cabo a la perilla de la silla.
Dormiré con la silla por almohada, dijo. Si se aleja más de diez o doce metros me despertará.
Qué oscuro está todo, dijo Boyd.
Sí. Creo que va a llover.
Por la mañana, al mirar hacia el norte desde la cresta de la loma no vieron fuego ni humo de lumbre. Los nubarrones habían pasado de largo y era un día sereno y despejado. En los sinuosos prados no se veía absolutamente nada.
Qué país, dijo Billy.
¿Tú crees que han salido pitando?
Ya los encontraremos.
Siguieron adelante y un kilómetro y medio al norte empezaron a atajar en busca del rastro. Encontraron los restos de una hoguera; Billy se agachó, sopló en las cenizas y escupió en las brasas, pero estas no sisearon.
Esta mañana no han encendido fuego.
¿Crees que nos habrán visto?
No.
Imagínate lo temprano que se habrán marchado.
Ya lo sé.
¿Y si están escondidos para tendernos una zalagarda?
¿Una zalagarda?
Sí.
¿Dónde has oído esa palabra?
No lo sé.
No se han escondido. Simplemente han madrugado mucho.
Montaron y reemprendieron la marcha. Pudieron ver el rastro de los caballos donde habían pasado entre la hierba.
Hemos de estar alerta para no subir una de esas lomas y topar con ellos, dijo Boyd.
Ya he pensado en eso.
Podríamos perder sus huellas.
No las perderemos.
¿Y si el terreno se vuelve duro y pedregoso? ¿Has pensado en eso?
¿Y si se acaba el mundo?, dijo Billy. ¿Has pensado en eso?
Sí. Yo sí lo he pensado.
A media mañana vieron desfilar a los jinetes conduciendo los caballos por un cerro que se elevaba tres kilómetros al este. Una hora después llegaron a una carretera que iba de este a oeste; se detuvieron sin desmontar y estudiaron el terreno. En el polvo se apreciaban las huellas de una numerosa remuda de caballos. Miraron hacia el este, por donde los caballos se habían ido. Siguieron la carretera hacia el este y pasado el mediodía vieron delante de ellos la intermitente neblina de polvo elevándose allá por donde habían pasado los caballos. Transcurrida una hora llegaron a un cruce de caminos. Llegaron a un lugar donde una arroyada salía de las montañas del norte y cruzaba y continuaba hacia el sur por la ondulada región. Parado en la carretera a lomos de un buen caballo americano de silla vieron a un hombre menudo y moreno de edad indeterminada con un sombrero Stetson y un par de botas caras provistas de tacones muy sesgados. Se había echado el sombrero hacia atrás y mientras fumaba tranquilamente un cigarrillo miraba cómo se acercaban por la carretera.
Billy aflojó el paso, escudriñó el terreno por-si había otros caballos, otros jinetes. Detuvo el caballo a poca distancia del hombre y se echó el sombrero hacia atrás. Buenos días, dijo.
El hombre los estudió brevemente con sus ojos negros. Tenía las manos dobladas sobre la perilla de su silla y el cigarrillo ardía flojo entre sus dedos. Cambió ligeramente de postura en la silla y desvió la mirada hacia la arroyada que tenía a su espalda, donde la tenue polvareda de la remuda flotaba aún levemente en el aire como una neblina de polen estival.
¿Qué planes tenéis?, dijo.
¿Cómo dice?, preguntó Billy.
Qué planes tenéis. Los planes.
Levantó el cigarrillo, dio una lenta calada y exhaló el humo hacia delante. Parecía no tener ninguna prisa.
¿Quién es usted?, dijo Billy.
Me llamo Quijada. Trabajo para el señor Simmons. Soy el gerente del Nahuerichic.
Dio otra lenta calada a su cigarrillo.
Dile que estamos buscando nuestros caballos, dijo Boyd.
Ya decidiré lo que haya que decir, dijo Billy.
¿Qué caballos?, preguntó el hombre.
Los que nos robaron de nuestro rancho en Nuevo México.
Los miró detenidamente. Señaló a Boyd con la barbilla. ¿Es tu hermano?
Sí.
Asintió. Fumó. Lanzó el cigarrillo a la calzada. El caballo lo miró.
¿Os dais cuenta de que el asunto es serio?, dijo.
Para nosotros lo es.
Asintió nuevamente. Seguidme, dijo.
Tiró de las riendas y enfiló la carretera. No se volvió a mirar si lo seguían, pero lo hacían, sin atreverse a cabalgar a su lado.
A media tarde estaban tragando el polvo que levantaban los caballos en la remuda. Podían oírlos, aunque todavía no podían verlos. Quijada apartó su caballo de la carretera, se metió entre los pinos y retomó la carretera delante de la remuda. Cuando el caporal que iba en cabeza vio a Quijada, levantó una mano. Los vaqueros avanzaron y guiaron la cuadrilla; el caporal se aproximó a Quijada y ambos se detuvieron a hablar. El caporal miró a los dos chicos encorvados sobre el huesudo caballo. Llamó a los vaqueros. Los animales que estaban en la carretera empezaban a agruparse y remolinear intranquilos y uno de los vaqueros había tenido que volver atrás arreando los caballos para que salieran de los árboles. Cuando todos los caballos se hubieron calmado y estuvieron en la carretera Quijada se volvió hacia Billy.
¿Cuáles son vuestros caballos?, preguntó.
Billy se volvió en la silla y echó un vistazo en dirección a la remuda. En la carretera había una treintena de caballos parados o agitándose, levantando y agachando la cabeza en el polvo dorado que el sol hacía brillar.
El bayo grande, dijo. Y ese bayo claro que está con él. El que tiene la estrella. Y ese moteado de ahí atrás. El tigre .
Sepáralos, dijo Quijada.
Sí, señor, dijo Billy. Se volvió hacia Boyd. Baja.
Ya lo hago yo.
Baja.
Que lo haga él, dijo Quijada.
Billy miró a Quijada. El caporal había hecho girar a su caballo y los dos hombres estaban codo con codo. El chico pasó la pierna por encima de la horqueta de la silla, se deslizó a tierra y se apartó un poco. Boyd subió a la silla, cogió la cuerda y empezó a hacer un lazo mientras metía piernas al caballo y pasaba paralelo a la remuda. Los vaqueros lo miraban mientras fumaban. Avanzó lentamente sin mirar los caballos. Fue con la cuerda colgando a un costado del caballo y entonces la balanceó a baja altura junto a los pinos del borde del camino, levantó un lazo hoolihan sobre las cabezas de los caballos que ya se agitaban y lazó a Niño por el cuello al tiempo que levantaba el brazo para que la cuerda sobrante no tocara los lomos de los otros caballos, todo en un solo movimiento. Luego hizo chascar la lengua y sacó el caballo de la cuadrilla hablándole en voz baja. Los vaqueros miraban, fumaban.
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