Cormac McCarthy - En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas.
Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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Ahora sí que la hemos liado.

Ya la liamos al irnos de casa, dijo Boyd.

El otro chico ha ido a buscar ayuda.

Ya lo sé.

A Niño no lo han montado mucho.

No. No mucho.

Miró a Boyd. Sucio y andrajoso como estaba, con el sombrero contra el sol y la cara en la sombra, parecía una nueva casta de niño jinete surgida a raíz de una guerra, una epidemia o una hambruna en aquel país.

A mediodía, y con los muros bajos de la hacienda de Boquilla rielando a lo lejos, aparecieron en la carretera cinco jinetes. Cuatro de ellos portaban rifles puestos de través sobre el arzón delantero de sus sillas o colgando flojamente de una mano. Sofrenaron bruscamente sus caballos, que piafaron y avanzaron sigilosamente por la carretera, y los jinetes se llamaron a voces a pesar de que no estaban lejos los unos de los otros.

Los dos hermanos tiraron de las riendas de sus caballos. El que se llamaba Tom salió trotando hacia delante con las orejas erguidas. Billy se volvió en la silla. Detrás de ellos, en la carretera, había otros tres jinetes. Miró a Boyd. El perro caminó hasta el borde de la carretera y se sentó. Boyd se inclinó, escupió y contempló los pastos sin vallar que se extendían al sur, el contorno del lago en la distancia, esponjado al reflejar el cielo encapotado. Cinco o seis magros novillos pardos habían levantado la cabeza para mirar a los caballos en la carretera. Miró a los jinetes que tenía detrás y luego a Billy.

¿Quieres que intentemos escapar?

No.

Nuestros caballos están más frescos.

No sabes qué clase de caballos tienen ellos. Además, Bird no podría seguir a Niño.

Estudió a los jinetes que se aproximaban. Le pasó la escopeta a Boyd. Guarda esto. Busca los papeles.

Boyd empezó a desatar la correa del bolsillo de la alforja.

No te quedes ahí con eso, dijo Billy. Guárdalo.

Boyd enfundó la escopeta en el portacarabina. Confías mucho más que yo en los papeles, dijo.

Billy no respondió. Estaba observando a los jinetes avanzar por la carretera de cinco en fondo; todos excepto uno llevaban los rifles levantados. Tom se quedó a un lado de la carretera y relinchó a los otros caballos. Uno de los jinetes enfundó el rifle y cogió su cuerda. Tom lo vio acercarse y entonces giró en redondo y empezó a alejarse de la carretera, pero el jinete aguijó a su caballo y volteó su lazo y lo lanzó sobre el pescuezo del animal. Cuando el caballo se detuvo justo al lado de la carretera, el jinete dejó caer la cuerda a la calzada y los cinco siguieron avanzando.

Boyd le entregó a Billy el sobre marrón con los papeles de Niño; Billy permaneció con los papeles en una mano y el cabestro flojo en la otra. Tenía la cara interior de las piernas mojada por el sudor del caballo y podía percibir su olor. El caballo empezó a piafar, a gemir y a cabecear al ver que los jinetes se acercaban.

Se detuvieron a unos pocos metros. El de más edad los miró de arriba abajo y asintió. Bueno, dijo. Bueno. Era manco y llevaba la manga derecha sujeta con imperdibles a la hombrera. Conducía su caballo con las riendas atadas y llevaba una pistola al cinto y un sombrero de copa chata como ya no se veían muchos en esa región y botas labradas hasta la rodilla y también una cuarta. Miró a Boyd, y luego a Billy y por fin al sobre que este tenía en la mano.

Deme esos papeles, dijo.

No le des los papeles, dijo Boyd.

¿Cómo va a mirarlos si no?

Los papeles, dijo el hombre.

Billy picó al caballo, se inclinó para entregar el sobre y luego lo hizo retroceder y esperó. El hombre se llevó el sobre a los dientes, quitó la grapa y luego sacó los documentos, los desdobló, examinó los timbres y los puso contra la luz. Después de estudiar detenidamente los papeles, volvió a doblarlos, cogió el sobre que sostenía bajo la axila, metió los papeles en el sobre y entregó el sobre al jinete que tenía a su derecha.

Billy le preguntó si podía leer los papeles, pues estaban en inglés, pero el otro no respondió. Se inclinó ligeramente para ver mejor el caballo que montaba Boyd. Dijo que los papeles carecían de valor. Que en consideración a la juventud de los dos no iba a hacer cargos en su contra. Dijo que si deseaban llevar el asunto adelante podían ir a ver al señor López a Babícora. Luego volvió la cabeza y habló con el hombre que tenía a su derecha y este se guardó el sobre por dentro de la camisa y él y otro hombre avanzaron con sus respectivos rifles levantados en la mano izquierda. Boyd miró a Billy.

Suelta el caballo, dijo Billy.

Boyd siguió sujetando la cuerda.

Haz lo que te digo, insistió Billy.

Boyd se inclinó, aflojó el nudo de la cuerda bajo la quijada de Bailey y luego le pasó la cuerda por encima de la cabeza. El caballo giró, cruzó la zanja y salió al trote. Billy se apeó de Niño, le quitó el cabestro y golpeó con él la grupa del animal, que se volvió y partió en busca del otro caballo. Los jinetes que venían por detrás ya habían llegado y partieron tras los caballos sin que nadie se lo dijera. El jefe sonrió. Se tocó el sombrero y recogió las riendas y tiró bruscamente de ellas. Vámonos, dijo. Luego él y los cuatro jinetes armados enfilaron de nuevo la carretera en dirección a Boquilla, de donde habían venido. Allá en el llano los jóvenes vaqueros habían interceptado a los caballos sueltos y los conducían de vuelta a la carretera en dirección al oeste, como había sido su primera intención; pronto se perdieron de vista en la trémula luz del mediodía y no quedó más que el silencio. Billy se inclinó y escupió en la carretera.

Vamos. Di lo que piensas, dijo.

No tengo nada que decir.

Bien.

¿Listo?

Sí.

Boyd retiró su bota del estribo y Billy metió el pie y montó detrás de él.

Mucha ignorancia suelta, si quieres saber mi opinión, dijo Boyd.

Creí que no tenías nada que decir.

Boyd no replicó. El perro mudo, que se había escondido entre la maleza de la cuneta, volvió a salir y se quedó esperando. Boyd no hacía nada.

¿Y ahora qué esperas?, dijo Billy.

Espero que me digas hacia dónde quieres ir.

¿Adónde mierda te parece que hemos de ir?

Se supone que hemos de estar en Santa Ana de Babícora dentro de tres días.

Pues puede que lleguemos tarde.

¿Y los papeles?

¿De qué demonios sirven los papeles sin el caballo? Además, ya has visto qué valor tienen los papeles en este país.

Uno de los chicos que partieron con los caballos llevaba un rifle en una funda.

Lo he visto. No soy ciego.

Boyd hizo doblar al caballo y partieron hacia el oeste por la carretera. El perro se puso a trotar a la izquierda del caballo, al amparo de su sombra.

¿Quieres dejarlo estar?, preguntó Billy.

Yo no he dicho nada de dejarlo.

Esto no es como en casa.

Nunca he dicho que lo fuera.

No quieres utilizar el sentido común. Hemos viajado demasiado como para volver muertos a nuestro país.

Boyd presionó los flancos del caballo con los tacones de sus botas y el caballo avivó el paso. ¿Crees que existe algún lugar tan lejos? dijo.

Vieron las huellas de los dos jinetes y los tres caballos allí donde se habían incorporado a la carretera y una hora después se encontraban nuevamente en el sitio donde habían visto por primera vez a los caballos, junto al lago. Boyd cabalgó lentamente por el borde del camino escrutando el suelo hasta que vio huellas de caballos herrados y sin herrar que habían dejado la carretera para dirigirse hacia el norte por los ondulados pastos.

¿Adónde crees que se dirigen?, preguntó.

No lo sé, respondió Billy. Tampoco sé de dónde han venido.

Cabalgaron hacia el norte durante toda la tarde. Empezaba a oscurecer cuando desde una cuesta divisaron a los jinetes conduciendo los caballos, que ahora eran aproximadamente una docena, a ocho kilómetros de distancia por la azul y refrescante pradera.

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