Cormac McCarthy - En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas.
Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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Maldita sea, dijo Boyd.

Presionó los talones contra las costillas del caballo y lo hizo avanzar por los bancos arenosos. No se volvió a mirar a la muchacha, que observaba a los chicos con afable interés. Ella dirigió una mirada a Billy y pasó el otro brazo por la cintura de Boyd y se alejaron.

Cuando llegaron al río la muchacha se apeó del caballo, cogió las riendas, condujo a los dos animales hasta el agua y una vez allí le aflojó el látigo a Bird y se quedó con ellos mientras bebían. Boyd se sentó en la orilla con una de sus botas en la mano.

¿Qué pasa?, dijo Billy.

Nada.

Boyd recorrió el guijarral a la pata coja con la bota en la mano y cogió una piedra redonda, se sentó, metió el brazo en la bota y empezó a dar golpes con la piedra.

¿Te ha salido un clavo?

Sí.

Dile que traiga la escopeta.

Díselo tú.

La muchacha estaba en el río con los caballos.

Tráeme la escopeta, gritó Billy.

Ella lo miró. Se metió en la corriente por el lado izquierdo de Bird, sacó la escopeta del portacarabinas y se la llevó. Billy abrió la recámara del arma y sacó el cartucho, desmontó el cañón y se agachó delante de su hermano.

Trae, dijo. Dame la bota.

Boyd se la pasó y Billy la puso en el suelo, metió la mano y tanteó buscando el clavo; luego introdujo el cañón en la bota, aporreó el clavo, metió la mano, palpó otra vez y luego le devolvió la bota a Boyd.

Huelen que apestan, dijo.

Boyd se calzó la bota, se puso de pie y anduvo unos pasos. Billy montó la escopeta otra vez, empujó el cartucho en la recámara con el pulgar, cerró el arma, la dejó derecha sobre las guijas y se quedó sentado aguantándola. La muchacha había vuelto al río con los caballos.

¿Crees que los habrá visto?, preguntó Boyd.

¿A quién?

A esos chicos desnudos.

Billy miró pestañeando a Boyd, que estaba de espaldas al sol. Yo diría que sí, dijo. Que yo sepa no se ha quedado ciega de golpe, ¿verdad?

Boyd miró hacia donde estaba la muchacha.

No ha visto nada que no haya visto ya, dijo Billy.

¿Y eso qué se supone que significa?

Nada.

Y una mierda que no.

No significa nada. Una persona ve a otra desnuda y eso es todo. No empieces con las mismas. Demonios. Yo vi a la cantante de ópera en cueros allá en el río.

Sí hombre.

¿No me crees? Estaba dándose un baño, lavándose el pelo.

¿Cuándo fue eso?

Se lavó el pelo y se lo estrujó como si fuese una camisa mojada.

¿En pelota viva dices?

Ni las bragas.

¿Y por qué no me habías dicho nada?

No tienes por qué saberlo todo.

Boyd se mordió el labio inferior. Fuiste para allá y hablaste con ella, dijo.

¿Qué?

Fuiste para allá y hablaste con ella. Como si no hubieras visto nada, ¿verdad?

Bueno, ¿qué querías que hiciese? ¿Decirle que la había visto en cueros y luego ponerme a charlar?

Boyd se había acuclillado en la lengua de grava y se quitó el sombrero y lo sostuvo al frente con ambas manos. Contempló el río. ¿Tú crees que habría sido mejor quedarnos allá?

¿En el ejido ?

Sí.

Ya. ¿Y esperar a que los caballos nos encuentren a nosotros?

No respondió. Billy se puso en pie y echó a andar por el guijarral. La muchacha trajo los caballos y él volvió a guardar la escopeta en su funda y miró a Boyd.

¿Estás listo para partir?, preguntó en voz alta.

Sí.

Ajustó las cinchas a su caballo y cogió las riendas que le tendía la muchacha. Cuando miró a Boyd, este seguía allí sentado.

¿Y ahora qué pasa?, preguntó.

Boyd se levantó muy despacio. No pasa nada, dijo. Nada que no pasara antes.

Miró a Billy. ¿Me has entendido?

Claro que te he entendido, dijo Billy.

A los tres días de viaje llegaron al cruce donde el viejo camino carretero bajaba de La Norteña en las sierras occidentales y cruzaba los llanos del Babícora y seguía a través del valle del Santa María hasta Namiquipa. Los días eran cálidos y secos y al término de cada jornada los jinetes y sus caballos tenían el color del camino. Habían cabalgado cruzando los campos hasta el río; Billy bajó la silla al suelo junto con los petates y mientras la chica organizaba el campamento él se llevó los caballos aguas abajo, se quitó las botas y la ropa y se metió en el río tirando de las riendas del caballo de Boyd, y allí se quedó, a la grupa de Bird y desnudo a excepción del sombrero, y vio cómo el polvo del camino se desprendía en la fría corriente formando una mancha pálida en el agua clara.

Los animales bebieron. Levantaron la cabeza y miraron corriente abajo. Al rato apareció de entre los árboles del otro lado un viejo que conducía una pareja de bueyes con una fusta de yóquey. Los bueyes iban uncidos a un yugo casero hecho de madera de tulipero tan blanqueada por el sol que más parecía un hueso viejo y magullado que tuvieran sobre el pescuezo. Vadearon el río con su despacioso movimiento ondulante y antes de ponerse a beber miraron río arriba y río abajo y finalmente a los caballos. El viejo permaneció al borde del agua y miró al chico desnudo montado en su caballo.

¿ Cómo le va?, preguntó Billy.

Bien, gracias a Dios, respondió el anciano. ¿ Y a usted ?

Bien .

Hablaron del tiempo. Hablaron de las cosechas, asunto del que el viejo sabía mucho y el chico nada. El viejo le preguntó al chico si era vaquero y él dijo que sí y el viejo asintió. Dijo que aquellos caballos eran buenos. No había más que verlos. Su mirada vagó aguas arriba hacia donde la delgada columna de humo del campamento se levantaba en el aire sin viento.

Es mi hermano, dijo Billy.

El viejo asintió. Iba vestido con la mugrienta manta blanca, típica de la región, con que los trabajadores cuidaban los campos semejando sucios reclusos extraviados de algún manicomio remoto que acababan acuchillando con rabia insensata la tierra misma. Los bueyes levantaron la cabeza del agua, primero uno, después el otro. El viejo los apuntó con la fusta como si fuese a bendecirlos.

¿ Le gustan?, preguntó.

Claro, respondió Billy.

Miró cómo bebían. Le preguntó al viejo si los bueyes trabajaban de buena gana y el viejo consideró la pregunta y luego dijo que no lo sabía. Dijo que los bueyes no tenían otra opción. Miró a los caballos. ¿ Y los caballos?, preguntó.

El chico dijo que le parecía que sí. Dijo que a algunos caballos les gustaba su trabajo. Que les gustaba conducir ganado. Luego dijo que los caballos eran distintos de los bueyes.

Un martín pescador pasó río arriba, cambió de rumbo, parloteó y luego sobrevoló nuevamente el río y siguió aguas arriba. Nadie lo miró. El viejo dijo que el buey era un animal próximo a Dios, como todo el mundo sabía, y que el silencio y el rumiar del buey eran, tal vez, como la sombra de un silencio más grande, de un pensamiento más profundo.

Alzó la vista. Sonrió. Dijo que en cualquier caso el buey era bastante listo como para trabajar y así evitar que lo mataran y se lo comieran, y que saber eso era una cosa útil.

Avanzó un poco y arreó a los animales para que salieran del agua. Los bueyes treparon por el guijarral, bufaron y estiraron el cuello. El viejo se volvió, con la fusta apoyada en un hombro.

¿ Está lejos de su casa?, dijo.

El chico respondió que no tenía casa.

El viejo puso cara de preocupación. Dijo que alguna casa debía de tener, pero el chico le dijo que no. El viejo dijo que todos teníamos un lugar en este mundo y que rezaría por el chico. Luego condujo los bueyes entre los sauces y sicomoros a la luz del crepúsculo y rápidamente se perdió de vista.

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