Billy dirigió el caballo hacia la carretera. No se había alejado mucho cuando el perro salió del chaparral y se puso al lado del caballo. Venía de una pelea y tenía cortes y arañazos y llevaba una pata encogida hasta el pecho. Billy detuvo el caballo y lo miró. El perro avanzó un par de pasos cojeando y esperó.
¿Dónde está Boyd?, preguntó Billy.
El perro aguzó las orejas y miró alrededor.
Qué tonto eres.
El perro miró hacia la casa.
No está aquí. Estaba en el camión.
Picó el caballo y partió hacia el norte seguido por el perro.
Antes del mediodía llegaron a la carretera principal que iba a Casas Grandes; Billy se detuvo en aquella encrucijada desértica y miró tierra adentro y luego hacia el sur, pero no había nada que ver salvo cielo, carretera y desierto. El sol casi había alcanzado el cenit. Sacó la escopeta de la polvorienta funda de piel, abrió la recámara, extrajo el cartucho y examinó el taco para ver de qué número era la bala que contenía. Era un número cinco y pensó en meter la posta, pero finalmente decidió poner otra vez el cartucho del cinco. Cerró la escopeta, la devolvió al portacarabina y partió rumbo al norte por la carretera de San Diego con el perro cojeando detrás. ¿Dónde está Boyd?, dijo. ¿Dónde está Boyd?
Aquella noche durmió al raso envuelto en la manta que le había dado la mujer. A un kilómetro y medio de distancia aproximadamente se veían en el llano los remansos de un río, y ese era el camino que el caballo habría tomado. Tumbado en la tierra que empezaba a refrescar contempló las estrellas. La forma oscura del caballo a su izquierda, donde lo había dejado estacado. El caballo levantó la cabeza sobre la línea del horizonte para escuchar entre las constelaciones y luego la agachó para seguir pastando. El chico estudió aquellos mundos desparramados e inflamados de luz en la noche anónima y trató de hablar con Dios de su hermano y al cabo de un rato se quedó dormido. Durmió y despertó de un sueño inquietante y ya no pudo dormir.
En su sueño había marchado sobre una profunda capa de nieve en plena sierra hacia una casa a oscuras y los lobos lo habían seguido hasta la cerca. Se lamían unos a otros los flancos con sus magras lenguas y se acercaban mucho a él y hozaban la tierra con sus hocicos y agitaban la cabeza y en el frío su aliento combinado formaba una especie de caldera alrededor de él y al claro de luna la nieve era muy azul y aquellos ojos eran del más claro topacio. Agazapados y gañendo, con la cola entre las patas, los lobos hacían fiestas y temblaban a medida que se aproximaban a la casa y sus dientes brillaban de tan blancos y las rojas lenguas les colgaban. Cuando llegaron a la verja se negaron a seguir. Miraban la oscura silueta de las montañas detrás de ellos. Él se arrodillaba en la nieve y les tendía los brazos y los lobos le rozaban la cara con sus fieros hocicos y se retiraban de nuevo y su aliento era cálido y olía a tierra y al corazón de la tierra. Cuando el último de ellos se hubo acercado permanecieron en semicírculo ante él y sus ojos eran como reflectores y luego se volvieron y regresaron sobre sus pasos, alejándose por la nieve a paso largo hasta perderse, humeando, en la noche invernal. En la casa, sus padres dormían, y cuando él se subía a su cama Boyd se volvía y le decía en voz baja que había tenido un sueño y en el sueño Billy se había escapado de casa y al despertar del sueño y ver la cama vacía había pensado que era verdad.
Duérmete, decía Billy.
No me dejarás aquí solo, ¿eh, Billy?
No.
¿Lo prometes?
Sí. Lo prometo.
¿Pase lo que pase?
Sí. Pase lo que pase.
Billy.
Duérmete.
Billy.
Calla. Vas a despertarlos.
Pero en el sueño Boyd solo decía que no despertarían.
El alba tardó en llegar. Se levantó y caminó por la desierta pradera y escrutó la luz que surgía hacia el este. En el gris del día que comenzaba las palomas se llamaban desde las acacias. Un viento soplaba del norte. Arrolló la manta y comió la última tortilla que quedaba y los huevos duros que le había dado la mujer y ensilló el caballo y se puso en camino mientras el sol se elevaba por el este.
Antes de que transcurriese una hora empezó a llover. Desató la manta que llevaba detrás y se la echó por los hombros. Vio la cortina gris acercarse a él por el campo y la lluvia no tardó en golpear con fuerza la arcilla gris mate de la bajada por la que estaba pasando. El caballo avanzaba pesadamente. El perro iba detrás. Parecían lo que eran, parias en una tierra extranjera. Sin techo, perseguidos, cansados.
Cabalgó todo el día por el extenso barrizal, entre los remansos del río y el largo e ininterrumpido recodo de la calzada, en dirección al oeste. La lluvia amainó, pero no cesó del todo. Llovió todo el día. En dos ocasiones vio jinetes en el llano y se detuvo, pero los jinetes siguieron adelante. Al anochecer cruzó la vía del tren y entró en el pueblo de Mata Ortiz.
Sofrenó el caballo delante de la puerta de una pequeña tienda azul, se apeó, anudó las riendas a un poste, entró y permaneció en la semipenumbra. Una voz de mujer se dirigió a él. El chico preguntó si en aquel sitio había un médico.
¿ Un médico ?, dijo ella.
Estaba sentada en una silla al fondo del mostrador acunando lo que parecía un matamoscas.
Sí. En este pueblo , dijo él.
Ella lo miró con detenimiento. Como tratando de dilucidar la naturaleza de su enfermedad. De sus heridas. Dijo que el médico más cercano estaba en Casas Grandes. Luego medio se levantó de la silla y empezó a agitar el matamoscas como si pretendiese espantarlo.
¿Perdón?, dijo él.
Ella se retrepó riendo. Sacudió la cabeza y se llevó una mano a la boca. No , dijo. No. El perro. El perro. Dispénseme .
Billy se volvió y vio al perro detrás de él, en la entrada. La mujer se levantó pesadamente sin dejar de reír y se aproximó trayendo unas gafas viejas de montura metálica. Se las colocó sobre el puente de la nariz, lo cogió del brazo y lo volvió hacia la luz.
Güero , dijo. Busca al herido, ¿no ?
Es mi hermano .
Se quedaron callados. Ella no le soltaba el brazo. Él intentó ver en sus ojos pero la luz jugueteaba con los cristales de las gafas, y uno de los cuales era casi opaco de sucio que estaba, como si la mujer apenas tuviera visión en aquel ojo y no creyese necesario limpiarlo.
¿ Estaba vivo ?, preguntó él.
La mujer dijo que vivía cuando pasó por delante de su puerta y que la gente había seguido al camión hasta el final del pueblo y que al menos dentro de los límites de Mata Ortiz estaba vivo, pero que más allá no podía asegurarlo.
Él le dio las gracias y se dispuso a marchar.
¿ El perro es suyo ?, preguntó ella.
Billy respondió que el perro era de su hermano. Ella dijo que lo había adivinado porque el animal tenía cara de preocupación. Miró al caballo, que aguardaba en la calle.
Es su caballo , dijo.
Sí .
Asintió. Bueno , dijo. Monte, caballero. Monte y vaya con Dios .
Le dio las gracias y fue hasta el caballo, lo desató y montó. Se volvió y se llevó el índice al ala del sombrero saludando a la mujer, que seguía en la puerta.
Momento , dijo ella.
Esperó. Enseguida apareció una muchacha en la puerta y pasó junto a la mujer y se acercó a él y lo miró. Era muy bonita y muy tímida. Levantó una mano con el puño cerrado.
¿ Qué hay ahí ?, preguntó él.
Tómelo .
Él alargó la mano y ella dejó caer en su palma un pequeño corazón de plata. Él lo puso a la luz y lo examinó. Le preguntó qué era.
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