Cormac McCarthy - En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas.
Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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Háblame del accidente, dijo el doctor.

A mi hermano lo hirieron en el pecho con un rifle.

¿Y cuándo fue eso?

Hace dos días.

¿Habla tu hermano?

¿Cómo?

Que si habla. ¿Está consciente?

Sí, señor. Es que nunca ha sido muy hablador.

Ya, dijo el doctor. Por supuesto. Encendió un cigarrillo y fumó en silencio mientras conducía hacia el sur. Dijo que el coche tenía radio y que Billy podía ponerla si le apetecía, pero Billy pensó que ya la encendería el doctor si quería escucharla. Al rato el doctor encendió la radio. Escucharon música hillbilly de una emisora de Acuña, en la frontera con Texas, y el doctor condujo y fumó en silencio y los ojos ardientes de las reses que pacían en las cunetas fluctuaban a la luz de los faros y por todas partes el desierto se extendía adentrándose en la oscuridad.

Doblaron por la carretera del ejido cruzando la greda del río y las formas pálidas de los álamos que pasaban de largo a la luz de los faros; luego cruzaron ruidosamente el puente de madera y subieron por la colina hacia el recinto. Los perros del ejido iban y venían frente a las luces sin dejar de aullar. Billy le indicó el camino, dejaron atrás las puertas a oscuras de las casas comunitarias y pararon frente a la mortecina luz amarilla, allí donde su hermano yacía entre ofrendas como un icono en día de fiesta. El doctor apagó el motor y las luces y tendió el brazo para coger el maletín, pero Billy se le había adelantado. El doctor se apeó del coche, se ajustó el sombrero y entró en la casa con Billy detrás.

La señora Muñoz había venido ya del otro cuarto y estaba iluminada por la débil luz de la vela votiva con el único vestido que Billy le había visto hasta entonces. Le dio las buenas tardes al doctor. El doctor le tendió el sombrero, luego se desabrochó la americana, se la quitó y la sostuvo en alto mientras del bolsillo interior extraía el estuche de las gafas. Después le pasó la americana a la mujer y se quitó los gemelos, primero el izquierdo, luego el derecho, se los guardó en el bolsillo del pantalón, se subió dos vueltas cada una las almidonadas mangas de su camisa blanca, se sentó en el jergón, sacó las gafas del estuche, se las ajustó y miró a Boyd. Puso una mano en la frente de Boyd. ¿ Cómo estás ?, preguntó. ¿ Cómo te sientes ?

Mejor que nunca, resolló Boyd.

El doctor sonrió. Se volvió hacia la mujer. Hiérvame un poco de agua , le dijo. Luego sacó del bolsillo una pequeña linterna niquelada y se inclinó sobre Boyd. Boyd cerró los ojos, pero el doctor le bajó alternativamente los párpados inferiores y le examinó los ojos. Pasó lentamente el haz de luz a un lado y a otro de las pupilas y miró dentro. Boyd intentó apartar la cabeza, pero el doctor le había puesto la mano plana en la mejilla. Mírame , dijo.

Retiró la manta. Una cosa pequeña se escabulló por la muselina. Boyd llevaba puesto un mono blanco de algodón como los que usaban los trabajadores en el campo, sin cuello ni botones. El doctor le subió el mono, le sacó el codo derecho de la manga y se lo colocó sobre la cabeza y luego, con sumo cuidado, retiró la prenda del brazo izquierdo de Boyd y se la pasó a Billy sin mirarlo siquiera. Boyd estaba envuelto en lienzos de algodón y la herida le había empapado el vendaje y la sangre estaba seca y negra. El doctor deslizó la mano por debajo del vendaje y puso su mano sobre el pecho de Boyd. Respira , dijo. Respira hondo. Boyd inspiró, pero su respiración fue muy forzada y superficial. El doctor deslizó la mano hacia el lado izquierdo del tórax junto a las manchas oscuras del vendaje y le dijo que respirara otra vez. Se agachó para abrir los cierres de su maletín y sacó su estetoscopio y se lo puso al cuello, extrajo unas tijeras terminadas en forma de cuchara, cortó los sucios vendajes y luego levantó los extremos totalmente rígidos a causa de la sangre seca. Puso los dedos sobre el pecho desnudo de Boyd, golpeó el dedo anular izquierdo con el derecho y escuchó. Movió la mano y golpeó una vez más. Movió la mano hacia el hundido y cetrino abdomen de Boyd y sondeó suavemente con los dedos. Observó la cara del muchacho.

Tienes muchos amigos, dijo. ¿ No ?

¿ Cómo?, resolló Boyd.

Tantos regalos .

Se ajustó las boquillas del estetoscopio, apoyó el diafragma en el pecho de Boyd y escuchó. Lo movió de derecha a izquierda. Respira hondo , dijo. Por la boca. Otra vez. Bueno . Puso el diafragma sobre el corazón y escuchó. Escuchó con los ojos cerrados.

Billy, resolló Boyd.

Shhh, dijo el doctor. Se llevó un dedo a los labios. No hables. Se quitó las boquillas del estetoscopio, levantó por su cadena un reloj de oro que llevaba en el bolsillo del chaleco y lo abrió con el pulgar. Con dos dedos apretó un costado del cuello de Boyd debajo de la mandíbula, inclinó la esmaltada esfera blanca del reloj hacia la lámpara votiva y observó en silencio mientras el delgadísimo segundero recorría por sectores la muestra con sus pequeños números romanos negros.

¿ Cuándo puedo hablar ?, susurró Boyd.

El doctor sonrió. Ahora si quieres , dijo.

Billy.

Qué.

No tienes por qué quedarte.

No te preocupes por mí.

Si no quieres no tienes por qué quedarte.

No voy a ningún lado.

El doctor deslizó el reloj en el bolsillo del chaleco. Saca la lengua, dijo.

Examinó la lengua de Boyd, le metió el dedo en la boca y palpó la cara interna de su mejilla. Luego se inclinó, cogió el maletín, lo puso sobre el jergón a su lado, lo abrió y lo ladeó hacia la luz. El maletín era de cuero abollonado teñido de negro, tenía las esquinas gastadas y el cuero de esa zona y de los cantos se había vuelto otra vez marrón. Las lengüetas de latón revelaban los ochenta años de uso, pues ya su padre había llevado ese mismo maletín antes que él. Cogió una abrazadera para medir la presión sanguínea, envolvió con ella el delgado brazo de Boyd y con la pera bombeó el aparato. Colocó el diafragma del estetoscopio en el pliegue del codo de Boyd y escuchó. Observó cómo la aguja caía y luego saltaba. En los cristales de sus anticuadas gafas apareció centrada la delgada llama erecta de la lámpara votiva. Muy menuda, muy estable. Como si en sus ojos envejecidos ardiese la luz de una sagrada indagación. Retiró la abrazadera y se volvió hacia Billy.

¿ Hay una mesa pequeña en la casa? ¿O una silla ?

Hay una silla .

Bueno. Tráemela. Y trae también un recipiente para agua. Una bota o lo que haya .

Sí, señor .

Y un vaso de agua potable .

Sí, señor.

Tu hermano debe tomar agua. ¿Me entiendes ?

Sí, señor.

Y deja la puerta abierta. Necesitamos aire .

Sí, señor. Enseguida.

Billy volvió con la silla boca abajo colgada de un brazo por el respaldo y una olla de arcilla con agua en una mano y una taza con agua de pozo en la otra. El doctor se había incorporado, se había puesto un mandil blanco y tenía en la mano una toalla y una pastilla de un jabón que parecía casi negro. Bueno, dijo. Metió el jabón dentro de la toalla, se puso esta bajo el brazo, cogió con cuidado la silla que le tendía Billy, la puso del derecho en el suelo y la corrió ligeramente hacia el sitio donde quería tenerla. Cogió la olla que Billy le tendía, la colocó encima de la silla, se agachó y después de rebuscar entre sus cosas sacó una pipeta curva de vidrio y la metió en la taza que sostenía Billy. Le dijo que le diera agua a su hermano. Le dijo que procurase que bebiera despacio.

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