Un milagro , dijo.
¿ Un milagro ?
Sí. Para el güero. El güero herido .
El chico sopesó el corazón en la mano y miró a la chica.
No estaba herido en el corazón , dijo. Pero ella se limitó a apartar la vista sin contestar; él le dio las gracias y se metió el corazón en el bolsillo de la camisa. Gracias , dijo. Muchas gracias .
Ella retrocedió. Qué joven tan valiente , dijo y él reconoció que, en efecto, su hermano era valiente, y volvió a tocarse el ala del sombrero y saludó con la mano a la mujer, que permanecía en el portal con el matamoscas en la mano, y echó a andar por la única calle de Mata Ortiz rumbo al norte y a San Diego.
Cruzó el puente y empezó a subir por la colina en dirección a las viviendas; era una noche oscura y sin estrellas debido a las nubes de lluvia. Los mismos perros salieron disparados aullando y rodearon al caballo. Pasó por delante de los portales débilmente iluminados y de los restos de los fuegos vespertinos; la broma del humo flotaba en el aire húmedo que invadía el recinto. No vio a nadie correr para anunciar su llegada, pero cuando llegó a la casa de los Muñoz la mujer estaba allí de pie, esperándolo. La gente venía de sus casas. Se detuvo sin desmontar y la miró.
¿ Está él ?, preguntó.
Sí. Está .
¿ Vive ?
Vive .
Desmontó, le pasó las riendas al muchacho más próximo de los muchos que había congregados y se quitó el sombrero y entró agachando la cabeza. La mujer lo siguió. Boyd yacía en un jergón, al fondo de la estancia. El perro se había ovillado ya a su lado en el jergón. En el suelo había presentes de comida y de flores e imágenes santas de madera o arcilla o paño y cajitas de madera hechas a mano que contenían milagros y ollas y cestos y botellas de cristal y estatuillas. En la hornacina que había en la pared ardía una vela a los pies de la humilde Virgen de madera; esa era toda la luz de la estancia.
Regalos de los obreros, susurró la mujer.
¿ Del ejido ?
Ella dijo que algunos presentes eran del ejido pero que la mayor parte eran de los trabajadores que lo habían llevado hasta allí. Dijo que el camión había regresado y que los hombres habían hecho fila con el sombrero en la mano y que habían dejado sus presentes a su lado.
Billy se acuclilló y miró a Boyd. Retiró la manta y le subió la camisa que tenía puesta. Boyd estaba envuelto en vendajes de muselina, como si fuera un muerto recién vestido, y la sangre le había empapado la tela y se veía seca y negra. Puso la mano en la frente de Boyd y este abrió los ojos.
¿Cómo estás, socio?, dijo.
Pensaba que te habían cogido, susurró Boyd. Pensaba que estabas muerto.
Pues ya me ves.
El bueno de Niño.
Sí. El bueno de Niño.
Estaba pálido y caliente. ¿Sabes qué es hoy?, dijo.
No. ¿Qué?
Mi cumpleaños. Si consigo llegar a mañana.
Por eso no te preocupes.
Se volvió a la mujer. ¿ Qué dice el médico ?
La mujer sacudió la cabeza. No había ningún médico. Habían mandado llamar a una anciana que era una simple bruja , quien le había untado las heridas con un emplasto de hierbas y después le había dado de beber una infusión.
¿ Qué dice la bruja? ¿Es grave ?
La mujer apartó la cara. A la luz de la hornacina pudo ver las lágrimas que surcaban su rostro moreno. La mujer se mordió el labio inferior. No respondió. Maldita sea, dijo él.
Eran las tres de la noche cuando entró a caballo en Casas Grandes. Cruzó el alto terraplén de la vía férrea y tomó por la calle Alameda hasta que vio luz en una cantina. Echó pie a tierra y entró. En una mesa próxima a la barra había un hombre dormido sobre sus brazos cruzados, y a excepción de él el lugar estaba desierto.
Oiga , dijo Billy.
El hombre se irguió de golpe. El chico que estaba delante de él tenía todo el aspecto de traer malas noticias. Permaneció con las manos sobre la mesa en actitud cautelosa.
El médico , dijo Billy. ¿ Dónde vive el médico ?
El mozo del doctor levantó la tranca y el picaporte de la puerta practicada en el portón de madera y se quedó dentro del zaguán en penumbra. No dijo nada, solo esperó a oír la historia del suplicante. Cuando Billy terminó, el mozo asintió con la cabeza. Bueno , dijo. Pásale .
Se hizo a un lado, Billy entró y el mozo volvió a asegurar la puerta. Espere aquí , dijo. Luego se alejó sin ruido por el adoquinado y desapareció en la oscuridad.
Esperó un largo rato. Del zaguán le llegó un olor a plantas verdes y tierra y humus. El murmullo del viento. Cosas cuyo sueño se había visto alterado. Fuera, Niño dejó escapar un débil gañido. Por fin una luz se acercó por el patio yel mozo apareció otra vez. Detrás de él iba el doctor.
No estaba vestido sino que venía en bata, con una mano en el bolsillo. Era un hombre menudo y desaseado.
¿ Dónde está tu hermano?, preguntó.
En el ejido de San Diego .
¿ Y cuándo ocurrió ese accidente ?
Hace dos días .
El doctor escrutó el rostro del chico a la pálida luz amarillenta.
¿Tiene mucha fiebre?
No lo sé. Sí. Un poco.
El médico asintió. Bueno, dijo. Le ordenó al mozo que pusiera el coche en marcha y luego se volvió hacia Billy. Dame unos minutos, dijo. Cinco minutos.
Levantó una mano y extendió los cinco dedos.
Sí, señor.
No tienes con qué pagar, claro.
Fuera tengo un buen caballo. Le daré el caballo.
Yo no quiero tu caballo.
Tengo los papeles.
El médico ya había girado sobre sus talones. Trae el caballo, dijo. Puedes dejarlo aquí dentro.
¿Tiene sitio para poder llevar la silla con nosotros?
¿La silla?
Me gustaría conservarla. Me la regaló mi padre. No tengo modo de llevármela de vuelta.
Puedes llevártela en tu caballo.
¿No piensa quedarse con él?
No. No hace falta.
Esperó fuera en la calle sujetando a Niño mientras el mozo retiraba la tranca y abría el alto portón de madera. Billy empezó a andar con el caballo, pero el mozo lo previno, le dijo que esperara y luego se volvió y se marchó. Al cabo de un rato oyó arrancar el coche y el mozo pasó por el zaguán conduciendo un viejo Dodge cupé. Dejó el coche en la calle con el motor en marcha, cogió las riendas, hizo pasar el caballo por el portón y lo llevó a la parte de atrás.
A los pocos minutos apareció el doctor. Vestía un traje oscuro; el mozo iba detrás con su maletín de médico.
¿ Listo?, dijo el doctor.
Listo .
El doctor rodeó el coche y se puso al volante. El mozo le tendió el maletín y cerró la portezuela. Billy ocupó el asiento del acompañante, el doctor encendió los faros y el motor se apagó.
Se quedó esperando. El mozo abrió la portezuela, rebuscó debajo del asiento, cogió la manivela, fue a la parte frontal del coche y el doctor apagó los faros. El mozo se agachó, introdujo la manivela en la ranura, se incorporó y la hizo girar; el motor se encendió otra vez. El doctor pisó el acelerador a fondo, encendió nuevamente los faros, bajó la ventanilla y cogió la manivela que le tendía el mozo. Luego puso la palanca de cambio en primera y arrancaron.
La calle era estrecha y estaba mal iluminada y los haces amarillos de los faros dieron sobre un muro que había al fondo. En ese momento entraba en la calle un grupo familiar, el hombre delante y la mujer detrás con dos niñas no muy crecidas que traían cestos y fardos burdamente atados. Se quedaron inmóviles como ciervos a la luz de los faros y sus posturas parodiaron las sombras de extraordinario tamaño proyectadas en la pared que tenían detrás, el hombre muy tieso y erguido y la mujer y la mayor de las niñas con un brazo estirado como para protegerse de algo. El doctor hizo girar el enorme volante de madera hacia la izquierda y los faros barrieron la pared y las figuras volvieron a desvanecerse en la innombrada oscuridad de la noche mexicana.
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