Rosamunde Pilcher - Septiembre
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– Pobre Pandora. Pero creo que la comprendo.
Archie miró hacia lo alto de la mañana, al cielo y vio asomar nubes de lluvia por el Oeste. Sol a las siete, lluvia a las once. Ya había pasado lo mejor del día.
– Archie…
– Sí.
– Esto exime de culpa a Edmund, ¿verdad?
– Sí.
Ella se volvió de espaldas a la ventana. Él la miró y ella le sonrió.
– Creo que deberías llamar ya. Y que ha llegado el momento de perdonar. Todo acabó, Archie.
Edie, sin aliento después de subir la cuesta, entró presurosa en el camino que conducía a Pennyburn. Daba una sensación rara ir en sábado. El sábado era uno de los pocos días de la semana que Edie reservaba para sí, cuidaba su casa, trabajaba en el jardín si hacía buen tiempo, ordenaba armarios, hacía un pastel. Esta mañana, como hacía sol, Edie había tendido una gran colada y se había acercado a la tienda de Mrs. Ishak a comprar unas cuantas cosillas y el diario. Compró también una revista de cotilleos y una caja de bombones para Lottie. Porque pensaba ir a Relkirk en el autobús de la tarde, a hacer una visita a su pobre prima. Sentía pena por Lottie, aunque también estaba un poco molesta con ella porque se había llevado su jersey nuevo lila. Desde luego, la Policía no podía saber que el jersey no era de Lottie, pero Edie estaba decidida a recuperarlo. Le daría un buen lavado antes de volver a ponérselo, desde luego. Pobre Lottie. Quizás, con la revista y la caja de bombones le llevara unas cuantas margaritas de septiembre para animar un poco aquella sala tan destartalada. No es que esperara que se lo agradeciera, pero por lo menos estaría en paz con su conciencia. Bastante mal le habían ido las cosas a la pobre Lottie para que, encima, se viera abandonada.
Edie lo tenía todo perfectamente organizado.
Pero, entonces, cuando estaba calentando un puchero de caldo para dejar la cena hecha, apareció Edmund. Venía de Pennyburn y antes había estado en Croy. Le llevaba una noticia terrible y Edie, al oírla, dejó de pensar en Lottie y todo el plan del día se le vino abajo y se hizo pedazos. Luego, tuvo que recoger los pedazos y recomponerlo dándole otra forma. Una sensación rara. Un trastorno.
De vez en cuando, Edie leía en el periódico que una familia salía en coche de excursión a ver a unos amigos o a dar una vuelta por el campo y un accidente segaba sus vidas para siempre; un choque en cadena en la autopista, cadáveres al volante y coches destrozados por todas partes. Y ahora Edie se sentía como si hubiera estado, no ya directamente involucrada, pero sí muy próxima a una de aquellas catástrofes y se encontrara rodeada de ruinas, con la sensación de que algo tenía que poder hacer ella para ayudar.
– He ido a decírselo a mamá -dijo Edmund-. Está sola. Le he pedido que vaya a almorzar a Balnaid, a pasar el día con nosotros, pero no quiere. Dice que prefiere estar sola.
– Yo iré a su casa.
– Gracias. Si hay en el mundo una persona con la que ella desee estar ahora esa eres tú.
Edie apartó el puchero de la sopa del fogón, se puso el abrigo y los zapatos, metió las gafas y la media en su gran bolso y se encaminó a Pennyburn.
Ya había llegado. Entró por la puerta de la cocina. Todo estaba limpio y recogido. Mrs. Aird había fregado los cacharros del desayuno y los había guardado. Hasta había barrido el suelo.
– Mrs. Aird.
Edie dejó el bolso en la mesa y, sin quitarse el abrigo, cruzó el vestíbulo y abrió la puerta de la sala. Allí estaba. Quieta en su butaca, mirando la chimenea apagada. Sin hacer media, ni tapiz, ni leer el periódico, sólo sentada, y con la habitación helada. La mañana que había empezado tan clara se había nublado y, sin sol ni fuego, la casa estaba muy triste.
– Mrs. Aird.
Violet volvió la cabeza y Edie quedó impresionada, porque, por primera vez en la vida, vio a Vi vieja y desvalida, incluso enferma. Durante un momento, su cara permaneció inexpresiva, como si no la reconociera. Al fin, sus ojos se animaron y un gran alivio se reflejó en sus facciones.
– ¡Oh, Edie!
Edie cerró la puerta.
– Sí, soy yo.
– ¿Qué haces aquí?
– Edmund vino a contarme lo de Pandora. ¡Qué desgracia! Me dijo que estaba usted sola, que quizá le viniera bien un poco de compañía…
– Sólo la tuya, Edie. La de nadie más. Quería llevarme a Balnaid con él. Es muy bueno. Pero no me sentía con fuerzas. Con los hijos siempre tienes que mostrarte animosa y ser tú quien consuela. Y me parece que he perdido la facultad de consolar a nadie. Por lo menos, de momento. Mañana estaré mejor.
– Aquí hace un frío de espanto -dijo Edie, mirando en derredor.
– Supongo que sí. No lo había notado. -Violet miró la chimenea-. Hoy madrugué. Lo hice todo. Yo misma quité la ceniza y preparé el fuego. Sólo hay que encenderlo.
– Ahora mismo. Al momento. -Edie se quitó el abrigo y lo dejó en una silla. Se arrodilló delante del hogar y tendió la mano hacia la caja de cerillas. El papel prendió. Se encendieron las teas y el montoncito de carbón. Las llamas temblaron.
– Aquí me tienes, muerta de vergüenza, Edie -dijo Violet-. Debimos ser más perspicaces, darnos cuenta de que Pandora estaba enferma, tal vez muriéndose. Con lo delgada que estaba… No tenía más que la piel y los huesos. Debimos observar que algo andaba mal. Pero yo estaba tan pendiente de mi propia familia que ni reparé en ella. Tal vez, si no hubiera estado tan obsesionada, habría advertido algo. -Suspiró y se encogió de hombros-. Y, sin embargo, ella estaba como siempre. Bonita, chispeante, divertida. Encantadora.
– Siempre fue muy alegre.
Edie cogió unos troncos y los colocó sobre las brillantes brasas. Luego, se izó pesadamente y se sentó en la butaca situada frente a Violet. Llevaba su mejor falda de tweed y el jersey de “Shetland”, con un adorno de colores vivos en el cuello, y su cara afable estaba colorada por la caminata. Con el fuego y la compañía de Edie, Violet se sintió reconfortada, no tan desolada.
– Dicen que la encontró Willy Snoddy -dijo Edie, con voz de cotilla.
– Sí. El pobre Willy. después de esto, no me sorprendería que se pasara varios días borracho.
– El cáncer es terrible. Pero quitarse la vida… -Edie movió la cabeza-. No entiendo que una persona pueda hacer una cosa así.
– Creo que tenemos que comprender, Edie, o nunca podremos perdonarla.
– Pero que disgusto para los Balmerino. Y la pequeña Lucilla… ¿Cómo no pensó en ellos?
– Estoy segura de que pensó. Aunque quizá nunca pensara mucho en nadie más que en sí misma. Y era tan bonita, tan atractiva. Las aventurillas amorosas fueron siempre el aliciente de su vida. Para comprenderla, debemos intentar imaginar su futuro como lo veía ella. Enferma, mutilada por la operación, luchando contra el mal sin su hermoso pelo, sin atractivo… -las llamas estaban altas y Violet arrimó las manos a su calor-. No. Ella no hubiera podido luchar con todo eso, Edie. Y, menos sola como estaba.
– ¿Y Edmund? -preguntó Edie.
No había secretos entre ellas. Ello producía una grata sensación.
– Ya has visto a Edmund, Edie.
– No me dijo mucho.
– A mí, sí. Desde luego, está destrozado, como lo estamos todos, pero no más que el resto de nosotros. Edmund no me preocupa. Tiene a Virginia, a Alexa y a Henry. Que rico, Henry… Y, quien sabe, tal vez hasta al propio Noel Keeling. Tengo la impresión de que muy pronto Noel va a entrar en la familia.
– ¿De verdad?
– Es una impresión, Edie. Habrá que esperar. Además, Edmund dice que va a tomarse unas vacaciones. Quiere estar con Virginia y con Henry y, desde luego, tendrá que quedarse aquí unos días para dar un poco de moral a Archie Balmerino. Hay muchas cosas que atender. Habrá una investigación judicial y, después, el funeral y todos esos trámites tan tristes. Cuando todo haya terminado, él y Archie piensan irse de pesca a Sutherland unos días. Y, ¿sabes?, esto me llena de satisfacción. Yo siempre he querido mucho a Edmund, Edie, pero últimamente, no me agradaba lo que hacía. Ahora parece que ha cambiado. Quizás al fin se haya dado cuenta de que, a veces, las cosas pequeñas son infinitamente más importantes que las grandes. Y es un consuelo saber que esta horrible tragedia habrá servido para algo bueno, que Archie y Edmund volverán a ser amigos, pero amigos de verdad, como antes.
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