– Tengo la impresión de ser un intruso.
– Eso, ni en broma. Por favor, no te vayas.
Él miró su cara suplicante y cedió.
– Está bien. Si puedo ayudar en algo, me quedaré. Pero, de todos modos debo regresar a Australia a primeros de octubre.
– Sí; eso ya lo sé. Pero ahora no hables todavía de marchar.
– Si quieres, puedes venir conmigo.
– ¿Cómo?
– Digo que, si quieres, podrías venir conmigo. A Australia me refiero.
Lucilla rodeó la taza de café con los dedos.
– ¿Y qué haría yo allí?
– Podríamos estar juntos. Seguir juntos. En casa de mis padres hay mucho sitio. Y sé que estarían encantados de recibirte.
– ¿Y por qué me lo pides ahora?
– Me parece una buena idea.
– ¿Y qué puedo hacer yo en Australia?
– Lo que quieras. Buscar trabajo. Pintar. Estar conmigo. Podríamos buscar una casa para los dos.
– Jeff… No sé que es lo que me pides.
– No te pido nada. Sólo te hago una invitación.
– Pero… no… No es eso, ¿verdad? Tú y yo… tú y yo juntos para siempre, no.
– Pensé que podríamos probar.
– Oh, Jeff. -Lucilla sintió un nudo en la garganta y el escozor de las lágrimas en los ojos, y era ridículo porque no había llorado ni por Pandora. Y ahora se desataba una verdadera inundación, sólo porque Jeff se mostraba cariñoso y le pedía que fuera a Australia con él, y porque ella no pensaba ir, porque no estaba enamorada de él y sabía que él no lo estaba de ella.
– Bueno, bueno, no llores.
Cogió una servilleta de té y se sonó antihigiénicamente.
– Es que estás portándote tan bien. Me gustaría mucho ir contigo. Pero ahora no. Ahora tengo que quedarme aquí. Además, no creo que tú me quieras a tu lado cuando vuelvas a casa. Como si no tuvieras bastantes cosas en que pensar para, encima, tener que ocuparte de mí. Volver a trabajar, reanudar tu vida, instalarte… -Volvió a sonarse y sonrió, llorosa-. Además, me parece que no soy la persona adecuada para ti. Tú necesitas a una australiana bien tostada por el sol y hermosota, con un buen culo y unas buenas tetas…
Él le dio un cariñoso cachete y dijo:
– Eso no tiene ninguna gracia. -Pero sonreía.
– Es la invitación más bonita que me han hecho en mi vida -prosiguió ella-. Y eres el chico más bueno que he conocido. Nos lo hemos pasado muy bien desde París. Y algún día iré a Australia y quiero que me recibas con todos los honores, alfombra roja, confeti y todo lo demás. Pero ahora… y para siempre… no puede ser.
– Si cambias de idea, la invitación sigue en pie…
Había acabado de desayunar, dejó el cuchillo y el tenedor en el plato y los llevó a la pila. En el comedor se oía el aspirador. Jeff cruzó la cocina y cerró la puerta del fregadero, volvió a la mesa y se sentó frente a Lucilla.
– No me gusta preguntar esto y no es asunto mío -dijo-. Pero, ¿Pandora ha dejado alguna carta?
– Sí, para papá. En el escritorio de su cuarto.
– ¿Y en la carta decía que iba a matarse?
– No; al parecer, no.
– ¿Qué piensa tu madre?
– Está demasiado apenada incluso para pensar.
– Entonces, ¿no existe una razón conocida?
– No.
– ¿Y tú que piensas?
– No tengo opinión, Jeff. -El silencio de él la intrigó-. ¿Por qué? ¿Tienes tú alguna?
– He pensado que… recordaba… ¿Te acuerdas de aquel hombre que estaba en su casa cuando llegamos nosotros? ¿Carlos Macaya?
– Carlos. -Aquel hombre simpático y elegante, de modales exquisitos, que llevaba el original reloj-. ¡Claro! -Lucilla no comprendía cómo no lo había recordado antes-. Jeff, ¿tú crees que él puede saber algo?
– Probablemente no. Pero estaba claro que él y Pandora eran íntimos. Quizás ella le hiciera alguna confidencia, le dijera algo que nosotros no sabemos.
Entonces Lucilla recordó la extraña frase que Carlos había pronunciado al despedirse… «Si cambias de idea, avísame.» A la que ella respondió: «No cambiaré.» Lucilla y Jeff habían comentado aquellas frases y sacado la conclusión de que, probablemente, Carlos y Pandora se referían a algo completamente trivial, un partido de tenis o una invitación.
– Sí. Tienes razón. Me parece que eran muy amigos. Probablemente, amantes. Quizás él sepa algo.
– Aunque no sepa nada, siendo tan amigos como eran debería conocer lo ocurrido.
– Sí. -Era una opinión lógica-. Pero, ¿cómo se lo decimos?
– Por teléfono.
– No tenemos su número.
– Pandora debía de tener una agenda… ¿Apuestas a que allí encontramos el número de Carlos Macaya?.
– Sí. Tienes razón. Desde luego.
– Si vamos a llamar, mejor ahora, antes de que regresen tu padre y Conrad y mientras tu madre esta ocupada. ¿Hay algún teléfono desde el que podamos llamar sin que nos molesten?
– No hay ninguno. Salvo, quizás, en la habitación de mamá.
– Usaremos el de la mesita de noche.
– Vamos. -Jeff se puso en pie-. Ahora mismo.
Isobel seguía pasando el aspirador por el comedor. Salieron de la cocina y subieron las alfombradas escaleras. Lucilla le precedió por el pasillo hasta la habitación de Pandora. Entraron y ella cerró la puerta. La habitación estaba revuelta, la cama, arrugada, sembrada de prendas femeninas, y las ventanas abiertas de par en par. El viento hinchaba las cortinas. No obstante, el perfume persistía. El olor a “Poison”.
– No estoy segura de si este olor me gusta o me repele -dijo Lucilla.
– ¿Por qué huele tan fuerte?
– Rompió el frasco en el lavabo. -Miró en derredor, vio la vaporosa negligee encima de la cama, el bolso de noche sobre una silla, el armario lleno de vestidos, la papelera rebosante, el tocador revuelto, los zapatos tirados en la alfombra.
Los zapatos, de cara artesanía española y altísimo tacón, eran, en cierto modo, el recordatorio más personal y conmovedor. Porque no podían ser de nadie más que de Pandora.
Lucilla se negó a enternecerse.
– La agenda -dijo-. ¿Dónde buscamos la agenda?
La encontraron en el escritorio, al lado de la carpeta. Era grande, de piel, con las iniciales de Pandora en oro y el índice de papel florentino. Lucilla se sentó, pasó el dedo por el índice y abrió la agenda por la letra M.
Mademoiselle, boutique
Maitland, Lady Letitia
Mendoza, Felipe y Lucia
Macaya…
Carlos Macaya. Se quedó quieta mirando la pagina. No dijo nada.
Al fin, Jeff preguntó:
– ¿Lo has encontrado?
– Sí.
– ¿Qué pasa?
– Jeff. -Le miró-. Jeff, es médico.
– ¿Médico? -Él frunció el ceño-. Déjame ver.
– Aquí. -Lo señaló-. Macaya, doctor Carlos y Lisa. Lisa tiene que ser su mujer. Jeff, ¿crees que podría ser el médico de Pandora?
– Seguramente. Vamos a verlo. -Miró el reloj-. Las diez y media. deben de ser las doce y media en Mallorca. Llamaremos a su casa. Es sábado. Puede que lo encontremos en casa.
Lucilla se levantó con la agenda en la mano. Salieron de la habitación de Pandora y fueron a la de sus padres, donde en aquella mañana de aturdimiento también estaba la cama sin hacer. El teléfono estaba en la mesita de noche. Jeff encontró la guía y buscó el prefijo de España y Lucilla, cuidadosamente, dígito a dígito, marcó el largo número.
Una espera. Varios chasquidos y zumbidos y, finalmente, la señal. Lucilla recordaba Mallorca a mediodía, el sol, el calor.
– Diga. -Una voz de mujer.
– ¿La señora…? -A Lucilla debió ocurrirle algo en la garganta porque no le salía la voz. Carraspeó y volvió a empezar-. ¿La señora Macaya?
– ¿Sí?
– Perdone, ¿habla usted inglés?
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