Rosamunde Pilcher - Septiembre

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Con motivo de una fiesta de cumpleaños, una serie de personajes procedentes de Londres, Nueva York, Escocia y España coinciden el el pequeño pueblo de Strachroy. Estamos en septiembre, mes durante el cual en Escocia se prodigan celebraciones, cacerías y bailes. Sin embargo, al compás de este ambiente festivo, el destino arrastrará a los protagonistas a situaciones tan dramáticas como sorprendentes, y les obligará a tomar decisiones y afrontar situaciones que marcarán profundamente sus vidas…

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– Sí -reconoció-. Eso es lo que temo.

– Era como una hechicera. Siempre encantadora. Generosa y divertida pero tú sabes bien, Archie, que podía ser implacable. Cuando deseaba algo, no se detenía ante nada para conseguirlo. Si se encaprichaba de algo, no le importaba nadie.

– Lo sé. La culpa es nuestra. Todos la mimábamos. Nunca le decíamos que no.

– Imagino que otra cosa hubiera sido imposible…

– Sólo tenía dieciocho años cuando ocurrió aquello. Edmund tenía veintinueve. Estaba casado y tenía una hija. Ya sé que Pandora se echó en sus brazos pero él, en lugar de retirarse, olvidó sus responsabilidades. Ella era una hoguera y él le echó más leña. El resultado fue una catástrofe.

– ¿Has hablado de eso con Edmund?

– No; en otro tiempo tal vez hubiera podido pero, después de aquello, no. Él fue la causa por la que ella se marchó de casa y no volvió.

– Tú no se lo perdonas, ¿verdad, Archie?

– No; no se lo he perdonado. -Era un triste reconocimiento.

– Y por eso ahora dudas, por eso aún no le has llamado.

– Si nuestras suposiciones son ciertas, yo no descargaría este peso ni sobre mi peor enemigo.

– Archie, esa no es tu… -Isobel se interrumpió y alzó la cabeza.

Unos pasos se acercaban por el pasillo.

– Mamá. Era Lucilla.

– Estamos en el estudio.

La puerta se abrió una rendija.

– ¿Puedo entrar? ¿No os molesto?

– Claro que no, cariño. Pasa.

Lucilla cerró la puerta a su espalda. Parecía que había estado llorando, pero ya se había secado las lágrimas. Archie extendió el brazo y ella le tomó la mano y se inclinó a darle un beso en la mejilla.

– Lo siento mucho -dijo sentándose en el borde de la mesa, de cara a sus padres-. Tengo que deciros una cosa. Es muy triste, no quisiera daros este disgusto.

– ¿Se trata de Pandora?

– Sí. Hemos averiguado por qué lo hizo. -Ellos miraron a su hija, expectantes-. Es que… tenía cáncer en fase terminal.

Su voz era queda pero firme. Isobel miró a Lucilla y, tras sus facciones juveniles, descubrió una gran fuerza de carácter y comprendió que, a los diecinueve años, su hija había crecido de repente. La niña había dejado de existir. Lucilla ya no volvería a ser su pequeña.

– ¿Cáncer?

– Sí.

– ¿Cómo lo sabes?

– Cuando Jeff y yo llegamos a la casa de Mallorca, estaba con ella un hombre llamado Carlos Macaya. Ya te he hablado de él, papá. Era muy atractivo y Jeff y yo estábamos seguros de que era su amante. Pero no lo era. Era su médico. Jeff se acordó de él y dijo que debíamos llamarle, por si él sabía algo que nosotros ignorábamos. Encontramos su nombre y su número de teléfono en la agenda y entonces descubrimos que era médico y no un simple amigo. Hemos llamado a Mallorca y hemos hablado con él. Y él nos lo ha contado.

– ¿Él la atendía?

– Sí, pero me parece que debía de ser una tarea difícil y muy ingrata. Comprendió que ocurría algo malo cuando ella empezó a adelgazar. Pero le costó mucho convencerla para que se hiciera un reconocimiento. Ella nunca se presentaba en el consultorio. Cuando por fin consiguió que fuera, la enfermedad estaba ya muy avanzada. Le encontró un carcinoma en un pecho. Encargó una biopsia a un hospital de Palma. Era maligno y podía extenderse. Fue a ver a Pandora para decirle que tenía que operarse y seguir un tratamiento de quimioterapia. Eso le dijo el día en que Jeff y yo nos presentamos. Pero ella se negó categóricamente. Le aseguró que nada la induciría a operarse ni a soportar el tratamiento, ni las radiaciones, ni la quimioterapia. Él no podía garantizarle la curación… La enfermedad estaba muy avanzada, supongo… pero le dijo que, si no hacía nada, no le quedaba mucho tiempo.

– ¿Tenía dolores?

– Alguno. Tomaba medicamentos bastante fuertes. Por eso estaba siempre tan cansada. No creo que sufriera mucho pero, con el tiempo, hubiera sido peor.

– Cáncer. -Archie pronunció la palabra con fatalismo. El fin. La doble línea que se traza al pie de una columna de números-. Yo no imaginaba… No tenía ni la más remota idea. Pero debimos adivinarlo. Estaba tan delgada… Debimos suponer…

– ¡Oh, papá!

– ¿Y por qué no dijo nada…? Hubiéramos podido ayudar…

– No; no podías hacer nada. Y ella nunca os lo hubiera dicho. ¿No te das cuenta de que lo último que ella deseaba era que tú y mamá lo supierais? Ella sólo quería estar otra vez en Croy, que todo fuera como siempre. Septiembre. Y las fiestas, y las visitas a Relkirk, de compras, y gente que entraba y salía, y la casa llena de invitados. Nada de tristeza. No hablar de muerte. Es lo que encontró entre vosotros. El baile de Verena fue la excusa perfecta y oportuna para que Pandora volviera a casa e hiciera lo que creo que pensaba hacer desde el principio.

– ¿El médico lo sabía?

– No estaba seguro. Pero me ha dicho que nunca le hubiera permitido hacer el viaje por España y Francia de no ir Jeff y yo con ella.

– ¿Es qué el sospechaba lo que pensaba hacer Pandora?

– No lo sé. No se lo he preguntado. Pero imagino que sí. La conocía bien. Y creo que la apreciaba mucho.

– ¿Y cómo pudo consentir que se fuera? -preguntó Archie.

– Carlos no tuvo culpa, papá. Él hizo cuanto pudo para convencerla de que fuera al hospital, de que apurase hasta la última posibilidad. Pero ella se negó.

– Entonces, ¿vino a casa a morir?

– No sólo eso. Vino a estar con vosotros, en Croy, a traer alegría y regalos y hacernos reír. Volvió a la niñez y a los lugares que recordaba y que quería. La casa, el valle, las montañas, el lago. Si lo piensas, fue un acto de valentía. Pero no por eso va a resultarte más fácil aceptarlo. Lo siento. Me ha costado mucho decíroslo. Sólo espero que os lo haga más fácil de entender. -Lucilla enmudeció, pensando en lo que acababa de decir. Luego agregó, y su voz, hasta ahora tan firme, empezó a temblar-. Y no es que entenderlo ayude mucho. -Isobel vio que arrugaba la cara como una niña y que las lágrimas le inundaban los ojos y le resbalaban por las mejillas-. Fue tan buena conmigo… Lo pasamos tan bien los tres juntos… Y ahora parece que se nos haya apagado una luz.

– Tesoro… -Isobel no pudo resistir mas. Se acercó a Lucilla y rodeó con sus brazos los hombros delgados y temblorosos de su hija-. Ya lo sé, y lo siento. Has sido muy valiente… Pero no estás sola porque todos la echaremos de menos. Y pienso que tenemos que alegrarnos de que volviera al hogar. Que horrible hubiera sido no volver a verla. Tú nos la trajiste a casa, aunque fuera por poco tiempo…

Al fin, Lucilla fue calmándose y dejo de llorar. Isobel le dio un pañuelo, se sonó y dijo:

– Ya he tenido antes otra llantina y esperaba que fuera la última. Porque Jeff me ha pedido que me vaya a Australia con él y no pienso ir. No sé por que me dio por llorar como una idiota…

– Lucilla…

– Voy a quedarme en casa una temporada. Eso, si tú y papá os resignáis a tenerme incordiando.

– Nada nos gustaría más.

– Ni a mí.

Lucilla sonrió a su madre entre lágrimas, se sonó otra vez con gesto resuelto y se puso en pie.

– Os dejo -dijo-. Pero, papá, ven pronto a tomar algo. Te sentirás mejor.

– Voy enseguida -prometió él.

Lucilla se fue hacia la puerta.

– Voy a vigilar que ese par de tragones no se coman todo el tocino -sonrió-. No tardes.

– No tardare, cariño. Y gracias.

Lucilla salió dejando a Isobel y Archie a solas. Al poco rato, Isobel se acercó a la amplia ventana a mirar al jardín. Vio el campo de croquet y el viejo columpio. Todavía no daba el sol en la hierba que seguía húmeda de rocío. Vio los abedules, que ya tenían las hojas doradas. Pronto caerían, dejando las ramas desnudas todo el invierno.

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