– Pobre hombre. ¡Qué horror!.
– Sí, pobre hombre. Pero, por una vez en la vida, hizo lo que tenía que hacer y vino directamente a Croy, a decírselo a Archie. Ya eran las siete y papá estaba fuera, con los perros. No se había acostado al volver del baile. Se dio un baño y volvió a vestirse. Cuando sacó a los perros, vio venir a Willy y éste le contó lo que había encontrado.
Lucilla imaginó la escena. Pensó en su padre y le pareció que no iba a poder resistirlo, porque Pandora era su hermana y él la quería mucho, y durante muchos años había esperado que volviera a Croy; y ella había vuelto, y ahora se había ido para siempre.
– ¿Y qué hizo papá?
– Yo aún dormía. Me despertó. Fuimos a la habitación de Pandora. El frasco de perfume estaba roto, en el lavabo. Debió de caérsele. El lavabo estaba lleno de cristales y el olor que había en la habitación mareaba, como si fuera una droga. Descorrimos las cortinas y abrimos las ventanas. Y entonces pensamos que tendríamos que buscar algún indicio. No tuvimos que buscar mucho, porque en el escritorio había un sobre con una carta para tu padre.
– ¿Qué decía?
– No mucho. Sólo que lo sentía, que la perdonáramos y… hablaba de dinero. La casa de Mallorca. Decía que estaba cansada, que no podía seguir luchando, pero no explicaba la causa. Debe de haberse sentido muy desgraciada. Y nosotros, sin sospecharlo. Ninguno de nosotros sospechaba ni tenía la más remota idea de lo que pasaba en su interior. Si yo lo hubiera sabido… Hubiera sido más sensible, más amable. Tal vez hubiera podido hablarle, ayudarla.
– ¿Y cómo ibas a saberlo? No tienes que reprochártelo. Claro que no sabías lo que pensaba Pandora, nadie podía saberlo.
– Creí que éramos amigas. Creí que estábamos compenetradas.
– Y lo estabais. La conocías todo lo que una mujer podía conocer a Pandora. Ella te quería, lo sé. Pero me parece que no deseaba acercarse mucho a las personas. Creo que esta era su defensa.
– No sé. -Evidentemente, Isobel estaba desconcertada y afligida-. Imagino que sí. -Oprimió las manos de Lucilla-. Pero tengo que contarte el resto. -Aspiró profundamente-. Cuando encontramos la carta, tu padre llamó a la Policía de Relkirk. Les explicó lo sucedido y las dificultades del camino del lago. No enviaron una ambulancia, sino un “Land Rover” con tracción en las cuatro ruedas. En él venía el forense. Luego, subieron al lago…
– ¿Quienes subieron?
– Willy. Y Papá. Y Conrad Tucker. Conrad fue con ellos. Ya se había levantado y se brindó a acompañar a papá. Es un hombre tan bueno… Porque Archie no quería que yo fuera y yo no podía soportar pensar que estuviera solo.
– ¿Y dónde está ahora?
– Todavía no ha vuelto de Relkirk. La han llevado al hospital de Relkirk. Supongo que al depósito.
– Tendrá que haber una investigación.
– Sí, una investigación por accidente mortal.
Accidente mortal. Las palabras tenían el acento frío del lenguaje oficial. Lucilla imaginó la sala del juzgado, las palabras escuetas y objetivas de la declaración y las conclusiones. Luego, los periódicos darían la noticia. Con alguna fotografía vieja y borrosa de la bonita cara de Pandora. Y los titulares: «Muere la hermana de Lord Balmerino.»
La inevitable publicidad sería otro mal trago, bien lo sabía ella.
– Pobre papá.
– La gente dice siempre: esto pasará, el tiempo todo lo cura. Pero en momentos como éste, uno se siente incapaz de pensar en lo que ocurrirá dentro de un minuto. Sólo cuenta el ahora. Y el ahora se hace insoportable. No hay consuelo que valga -dijo Isobel.
– No acabo de creérmelo. Es tan inútil…
– Ya lo sé, cariño, ya lo sé.
La voz de Isobel era apaciguadora, pero Lucilla no se sentía apaciguada. Su dolor estalló en un grito de indignación.
– Todo es tan incomprensible… ¿Por qué tuvo que hacer eso? ¿Qué pudo inducirla?
– No lo sabemos. No tenemos ni idea.
La explosión de cólera pasó. Lucilla suspiró.
– ¿Lo sabe alguien más, se lo habéis dicho a alguien?
– No hay nadie más. Salvo Edmund. Y Vi. Supongo que papá llamará a Edmund cuando regrese de Relkirk. Pero a Vi no podemos decírselo por teléfono. Alguien tendrá que ir a darle la noticia. Va a ser muy duro, a su edad.
– ¿Y Jeff?
– Jeff estaba abajo, en la cocina. Apareció hace cinco minutos. Lo siento, pero me había olvidado de él. El pobre no tuvo un buen recibimiento. Bajaba a desayunar y se encontró con esto. Y ni siquiera había desayunado, porque yo no había podido preparar nada. Me parece que está friendo algo.
– Tengo que bajar a hablar con él.
– Sí. Creo que le vendrá bien un poco de compañía.
– ¿Cuándo volverán papá y Conrad?
– Calculo que sobre las diez y media o las once. También vendrán hambrientos porque no pudieron comer nada antes de irse. Les prepararé algo. Mientras… -Se levantó-. Empezaré a quitar la mesa. Todavía está puesta desde anoche.
– Parece que hace un siglo. ¿Por qué no lo dejas? Jeff y yo lo haremos después o traeremos a Agnes del pueblo…
– No; necesito hacer algo. Las mujeres llevamos a los hombres la ventaja de que, en los momentos terribles como éste, siempre encontramos algo en que ocupar las manos, aunque no sea más que fregar el suelo de la cocina. Lavar las copas y limpiar la plata me vendrá bien…
Cuando Lucilla se quedó sola, saltó de la cama y se vistió. Se puso los tejanos y un jersey. Se cepilló el pelo. Entró en el baño a lavarse los dientes y la cara. Empapó una toallita en agua muy caliente y se la aplicó a los ojos y las mejillas. El calor despejaba la cabeza. Bajó la escalera corriendo.
Jeff estaba a un extremo de la mesa de la cocina, delante de una taza de café y un plato de salchichas y bacón. Cuando ella entró, levantó la vista, tragó lo que tenía en la boca, dejó el cuchillo y el tenedor y se puso de pie. Ella se acercó y él la abrazó. Estuvieron así un rato. Se sentía protegida en aquel abrazo fuerte y cálido, aspirando el olor grato y familiar de la gruesa lana del jersey de Jeff. Del fregadero llegaba el murmullo del agua corriente y el tintineo del cristal. Isobel ya estaba trajinando.
Él no dijo nada. Al fin, se separaron. Ella le miró con una sonrisa de gratitud por su consuelo, acercó una silla y se sentó apoyando los codos sobre la mesa, pulimentada a fuerza de estropajo.
– ¿Quieres comer algo? -preguntó él.
– No.
– Te sentirías mejor con algo en el estómago.
– No podría tragar nada.
– Pues, por lo menos, una taza de café. -Se acercó al fogón, llenó una taza y se la puso delante. Luego, se sentó y continuó comiendo las salchichas.
Ella bebió un sorbo de café.
– Me alegro de que pudiéramos pasar aquellos días con ella -dijo.
– Sí.
– Y de que viniera a casa con nosotros.
– Estuvo muy bien. -Alargó el brazo y cogió su mano-. Lucilla, creo que tengo que marcharme.
– ¿Marcharte? -Ella le miró alarmada-. ¿Adónde?
– Verás, no me parece un momento muy indicado para que tus padres tengan en casa a un extraño.
– Tú no eres un extraño…
– Ya sabes a lo que me refiero. Creo que debo hacer la maleta y marcharme.
– No puedes… -Sólo pensarlo le daba pánico-. No puedes dejarnos a todos… -Lucilla había levantado la voz y él siseó suavemente, consciente de la presencia de Isobel al otro lado de la puerta entreabierta. No deseaba que su anfitriona oyera la conversación. Lucilla bajó la voz y dijo con un susurro furioso-: No puedes dejarme ahora. Ahora, no. Te necesito, Jeff. No podría soportar estas cosas tan terribles. Sola no.
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