Rosamunde Pilcher - Septiembre

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Con motivo de una fiesta de cumpleaños, una serie de personajes procedentes de Londres, Nueva York, Escocia y España coinciden el el pequeño pueblo de Strachroy. Estamos en septiembre, mes durante el cual en Escocia se prodigan celebraciones, cacerías y bailes. Sin embargo, al compás de este ambiente festivo, el destino arrastrará a los protagonistas a situaciones tan dramáticas como sorprendentes, y les obligará a tomar decisiones y afrontar situaciones que marcarán profundamente sus vidas…

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Entonces, encendió las luces largas y pudo acelerar. El camino era accidentado pero ella lo conocía palmo a palmo. Llegó a la cerca de los ciervos, con su alto portón, el último obstáculo. Paró el coche, puso el freno de mano y dejando el motor en marcha se apeó y fue a abrir. Le costó correr el pestillo porque estaba oxidado, pero al fin lo consiguió y las verjas, provistas de contrapeso, se abrieron solas. Volvió a subir al “Land Rover”, pasó la puerta y repitió la operación a la inversa, cerrando la verja y pasando el pestillo.

Ya estaba libre. No tenía nada que temer. No tenía por que preocuparse. El “Land Rover” subía bamboleándose por el áspero camino, apuntado al cielo con los faros. El aire fresco y cargado de humedad que entraba por los mal ajustados cristales refrescaba sus mejillas.

A su espalda, el mundo descendía, se hacía más pequeño, infinitesimal, insignificante. Las montañas parecían cerrar filas, atrayéndola hacia sí como unos brazos consoladores. Era la tierra de Pandora. La había llevado en el corazón durante todos aquellos años perdidos y ahora volvía para quedarse. Esta era la realidad. La oscuridad, la sensación de formar parte de todo ello, cálida, segura y consoladora como el seno materno.

– Vosotras sois mi seno materno -dijo a las montañas-. Vuelvo al seno materno.

Empezó a cantar:

«Riberas y prados del dulce Doon,

¿cómo podéis florecer con tanta belleza y fragancia…?»

Su voz, fina, cascada y desafinada, sonaba tan solitaria como el grito del zarapito. Demasiado soso. Algo más alegre.

«Y el gato negro se meó en el ojo del gato blanco.

Y el gato blanco dijo “Canastos“.

Perdón, caballero, si me he meado en su ojo.

Es que no sabía que venía detrás.»

Tardó en llegar al lago, pero el tiempo no importaba porque ya no había prisa, ni angustia, ni urgencia, ni pánico. Todo estaba previsto, no había olvidado nada. Los hitos familiares iban quedando atrás. Uno de ellos era la hondonada. Pensó en Edmund y, casi en seguida, dejó de pensar en él.

Por fin, acabaron las sacudidas, el terreno se niveló, las ruedas del “Land Rover” se deslizaron suavemente sobre la hierba rala y comprendió que había llegado al lago.

A la luz de los faros, vio las aguas oscuras. La otra orilla era invisible, se confundía con el páramo. Distinguió la sombra de la cabaña y la pálida media luna de la playa de guijarros.

Paró el motor, apagó los faros, cogió la botella de champaña y saltó a la hierba. Los tacones de sus sandalias se hundían en el terreno blando y el aire era muy frío. Se arrebujó en el abrigo y se quedó escuchando el silencio unos momentos. Entonces oyó el murmullo del viento, el chapoteo del agua en las piedras y el lejano suspiro de los altos pinos que crecían al otro extremo de la presa.

Pandora sonrió porque todo seguía como siempre. Se acercó a la orilla y se sentó en la hierba, detrás de la pequeña playa. Dejó la botella de champaña a su lado, sacó el frasco del somnífero, desenroscó el tapón y lo vació en la palma de la mano. Había muchas. Se las metió en la boca.

La textura y el sabor le produjeron arcadas y un escalofrío. Imposible masticarlas o tragarlas. Cogió la botella, la destapó, se la llevó a los labios y tragó todo lo que tenía en la boca. El vino todavía burbujeaba. Lo importante era no empezar a vomitar. Bebió más champaña y se enjuagó la boca como si acabara de sufrir una torturadora sesión de dentista.

La asaltó un pensamiento divertido. Que finura, con champaña. Era como intoxicarse con una ostra o ser atropellado por un “Rolls Royce”. ¿Y qué otra cosa era fina? Le habían contado que la madre de un conocido había muerto de un ataque al corazón en el departamento de comestibles de unos grandes almacenes. Probablemente, la habrían amortajado en… Empezó a divagar. Realmente, no había tiempo para quedarse allí sentada pensado en la pobre señora.

… La habían amortajado y colocado detrás de los tarros de lengua de alondra en aspic… Se detuvo para quitarse las sandalias y al enderezar el cuerpo notó que se le iba la cabeza, como si le hubieran dado un golpe en la nuca. No hay tiempo que perder, se dijo con ansiedad. Se quitó el abrigo, lo tiró al suelo y recorrió la poca distancia que la separaba del lago. Los guijarros se le clavaban en la planta de los pies, pero era un dolor lejano, como si lo sufriera otra persona.

El lago estaba frío, pero no más frío que en otros tiempos, en otros veranos, en otros baños de medianoche. Aquí la orilla formaba altos escalones. Un paso y el agua llegó a los tobillos, otro paso y hasta la rodilla. La gasa del vestido pesaba al mojarse. Otro paso. Y otro, y ya estaba.

Al perder pie, se echó hacia delante y el agua se cerró sobre ella. Sacó la cabeza, jadeando y aspirando. El pelo se le pegaba a los hombros. Entonces empezó a nadar, pero tenía los brazos muy débiles y la falda se le enredaba a las piernas. Con una fuerte sacudida, tal vez pudiera liberarse. Pero estaba muy cansada… siempre cansada… para hacer el esfuerzo.

Era mejor dejarse llevar por el agua. Ahora las montañas estaban borrosas pero las sentía cerca y era un consuelo.

Siempre cansada. «Cerraré los ojos un momento». Vio con grata sorpresa el cielo lleno de estrellas. Echó atrás la cabeza para contemplarlas y las aguas oscuras se cerraron sobre su cara.

11

Eran las cinco y media de la mañana cuando Archie Balmerino miró el reloj y al ver la hora se levantó de mala gana de la butaca en la que estaba sentado tomando plácidamente su último whisky de malta y charlando con el joven Jamie Ferguson Crombie.

La fiesta había terminado. No había ni rastro de Isobel ni del resto de su grupo. Todos se habían ido a casa y la carpa estaba desierta. Sólo de la discoteca seguía emanando música y, al pasar, observó que había dos o tres parejas balanceándose en la oscuridad como si durmieran de pie. Ni se veía tampoco a los anfitriones. Se oían voces en la cocina y Archie pensó en ir en busca de Verena pero en seguida desistió. Era hora de irse a casa. Después del desayuno, le escribiría una postal con su más efusivo agradecimiento.

Salió de la casa. Bajó las escaleras y se encaminó al aparcamiento. Ya clareaba. Pronto amanecería. Pensó que tal vez no encontraría medio de transporte esperándole. Si los otros habían regresado cada uno por su lado, podían haber olvidado a Archie dejándole apeado. Pero en seguida vio el minibús de Isobel, solo en medio del campo. Isobel no le había olvidado y se sintió lleno de amor y gratitud hacia ella.

Salió de Corriehill. Las guirnaldas luminosas estaban apagadas. Archie notaba que estaba un poco bebido pero, sin saber exactamente por qué, se sentía muy despejado. Conducía despacio, con precaución, pensando que si por casualidad lo paraba la Policía, no tenía la menor posibilidad de engañar al alcoholímetro.

Aunque, si encontraba a un policía, probablemente sería el joven Bob McCrae de Strathcroy y denunciar al señor de Croy, por conducir en estado de embriaguez, sería lo último que desearía Bob.

Eso estaba muy mal; pero era uno de los privilegios de la aristocracia local, reflexionó cínicamente.

Había sido una bonita fiesta. Se había divertido. Había visto a muchos viejos amigos y hecho muchos amigos nuevos. Había bebido un whisky excelente y había desayunado espléndidamente huevos, tocino, salchichas, pudding negro, setas, tomate y tostadas. Y también café. Por ello, sin duda, se sentía ahora tan despejado y satisfecho.

Sólo se había perdido el baile. Pero le había producido una gran satisfacción contemplar algunas danzas y escuchar la vibrante música. Sólo se sintió un poco triste cuando tocaron El duque de Perth . Era la pieza que se bailaba tradicionalmente con la mujer, y le había resultado un poco mortificante ver a otro haciendo girar en el aire a Isobel. Pero no importaba, ellos dos habían dado un par de vueltas por la discoteca y había sido muy romántico y muy agradable bailar con las caras juntas, como antaño.

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