Rosamunde Pilcher - Septiembre

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Con motivo de una fiesta de cumpleaños, una serie de personajes procedentes de Londres, Nueva York, Escocia y España coinciden el el pequeño pueblo de Strachroy. Estamos en septiembre, mes durante el cual en Escocia se prodigan celebraciones, cacerías y bailes. Sin embargo, al compás de este ambiente festivo, el destino arrastrará a los protagonistas a situaciones tan dramáticas como sorprendentes, y les obligará a tomar decisiones y afrontar situaciones que marcarán profundamente sus vidas…

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– Entonces, ¿qué puedo hacer?

– No lo sé. Yo no soy tú. Supongo que buscar un poco de valor y de fe. -Reflexionó sobre sus propias palabras-. Parezco una directora de colegio en día de fin de curso. O un político. Vamos a poner manos a la obra con la vista al frente, por el camino del progreso. -Se echó a reír-. Vota a Blair y tendrás cataplasmas gratis.

– ¿Tú crees que hay que comprometerse?

Ella dejó de reír.

– Hay cosas peores. Esta noche he conocido a Alexa. He visto como te miraba durante la cena. Con cara de enamorada. Ella es de las que lo dan todo. Es de oro.

– Eso ya lo sé.

– Pues no digo más.

Otra vez se hizo el silencio. Ya llegaban. Habían entrado en el valle estrecho y alargado y se veían las luces de Strathcroy, menos numerosas ahora, sólo algún que otro farol. Hacía calor dentro del coche. Noel bajó un poco el cristal y sintió el aire frío de la noche en la cara y oyó murmurar el río junto a la carretera.

Dejaron atrás los primeros cottages y la verja de Croy y entraron en la avenida. Noel redujo la marcha y dio gas para subir la cuesta. La casa los esperaba con las ventanas oscuras. El “Land Rover” de Archie estaba aparcado frente a la puerta, solitario.

Noel paró el coche y quitó el contacto. La noche estaba serena y sólo se oía el susurro del viento.

– Ya hemos llegado. Te he traído a casa sana y salva.

Ella se volvió con una sonrisa de gratitud.

– Muy amable. Espero no haberte estropeado la diversión. Y perdona si me he metido donde no debía.

– No acabo de comprender por qué me has dicho todas esas cosas.

– Probablemente, porque he bebido demasiado champaña. -Se inclinó y le dio un beso en la mejilla-. Buenas noches, Noel.

– ¿Estará abierta la puerta?

– Pues, claro. Nunca se cierra.

– Te acompaño.

– No. -Ella lo detuvo poniéndole la mano en el brazo-. No te molestes, no tendré ningún problema. Vuelve junto a Alexa.

Pandora salió del coche y cerró la portezuela. A la luz de los faros, se alejó por la explanada de grava y subió las escaleras. Él la siguió con la mirada. La gran puerta se abrió, ella se volvió, saludó agitando la mano y entró. La puerta se cerró. Pandora había desaparecido.

Ni Tom Drystone podía tocar continuamente. Tras dos vibrantes interpretaciones de El duque de Perth , rematadas con unos compases de música melódica que nada tenía de escocesa, lanzó con su acordeón una nota aguda y sostenida, dejó el instrumento en el suelo, se puso en pie y anunció por el micrófono que él y sus compañeros necesitaban reponer fuerzas. Sin hacer caso de lamentos ni protestas, Tom se llevó a su sudorosa banda por la pista de baile en busca de un merecido refrigerio.

La gente empezó a deambular por la pista y, a los pocos instantes, llegó un apetitoso aroma a tocino frito y café, que recordó a los invitados que hacía horas que no comían, y se inició un éxodo general en busca de alimento sólido. Pero, cuando la carpa empezaba a vaciarse lentamente, un joven, espontáneamente o quizá siguiendo instrucciones de Verena, subió al estrado, se sentó al plano y se puso a tocar.

– Virginia… -Ella había empezado a subir la escalera de piedra que conducía a la casa. Al volverse, vio a Conrad-. Ven a bailar.

– ¿No quieres huevos con tocino?

– Después. Esto es muy bueno para perdérselo.

Era bueno. La música suave que recuerda tiempos pasados, restaurantes caros y sofisticados, nightclubs en penumbra y películas sentimentales, que dejan los ojos irritados y una húmeda bola de kleenex en la mano.

Bewitched

«Vuelvo a estar loco, vuelvo a estar hechizado…»

– Está bien -accedió ella.

Virginia se volvió hacia él. Conrad la atrajo hacia sí y apoyó la mejilla en su pelo. Bailaron casi sin moverse ni reparar en las otras parejas que, sucumbiendo a la seducción del romántico piano habían vuelto a la pista.

– ¿Te parece que este chico sabrá tocar The Look of Love ?

Ella sonrió para sí.

– Podrías preguntárselo.

– Estupenda fiesta.

– Estoy impresionada por tu manera de bailar las danzas escocesas.

– Si sabes los pasos de una contradanza, imagino que puedes bailar cualquier cosa. Sólo hace falta valor.

– ¿Todavía se baila los sábados por la noche en el country club de Leesport?

– Supongo que sí. Una nueva generación se arrulla en la terraza a la luz de las estrellas.

– Pues nosotros tampoco lo hacemos tan mal en este momento.

Ella le dijo:

– No me voy, Conrad. No tomaré ese avión.

Sintió que la mano de él se movía en su espalda. Era casi una caricia. Ella le miró.

– Ya lo sabías, ¿verdad?

– Sí -admitió él-. Me lo figuraba.

– Las cosas han cambiado. Henry está en casa. Hemos hablado. Todo es distinto. Edmund y yo volvemos a estar juntos. Todo vuelve a ir bien.

– Me alegro.

– Edmund es mi vida. Durante un momento, lo perdí de vista pero ahora hemos vuelto a encontrarnos.

– De verdad, me alegro por ti.

– No es el momento de dejarlo solo.

– Es un hombre con suerte.

– Con suerte, no; especial.

– También es simpático.

– Lo siento, Conrad. Cualesquiera que sean tus sentimientos no quiero que pienses que sólo te he utilizado.

– Creo que nos utilizamos el uno al otro. Los dos encontramos lo que buscábamos. La persona adecuada estaba a nuestro lado en el momento oportuno. Por lo menos para mí, tú fuiste la persona adecuada.

– Tú también eres especial. Eso ya lo sabes, ¿verdad? Y un día encontrarás a alguien. Alguien tan especial como tú. No ocupará el lugar de Mary porque tendrá lugar propio. Y lo llenará porque la vida lo exige. Tienes que recordarlo, por ti y por tu hija.

– Lo recordaré. Una actitud positiva.

– No quiero que sigas estando triste.

– Fuera el Americano Triste.

– ¡No me lo recuerdes! ¡Qué falta de tacto soltarte eso!

– ¿Cuándo volveremos a vernos?

– Pronto. Edmund y yo iremos a los Estados Unidos dentro de poco. Entonces, volveremos a vernos.

Ella apoyó la cabeza en su hombro.

«Embrujada, inquieta y confusa estoy…». Del piano salieron las últimas notas de la canción.

– Te quiero -dijo él.

– Yo también -contestó Virginia-. Ha sido hermoso.

Noel volvía a Corriehill. Por la ventanilla entraba el viento mientras el “Golf” circulaba por la montaña sin excesiva prisa. Noel saboreaba la paz que le deparaba aquella soledad. Aprovechaba aquel pequeño respiro para poner en orden sus pensamientos y también para divagar. Al salir de Croy pensó en poner una cassette, pero desistió porque lo que deseaba en aquel momento era silencio. Además, parecía casi una blasfemia turbar el silencio de la noche con el estrépito del rock.

El campo estaba oscuro, desolado y casi deshabitado. No obstante, Noel tenía la extraña sensación de que su paso era observado. Estas eran tierras viejas. Las cumbres que se recortaban en el cielo tenían aquellas formas desde el principio de los tiempos y, probablemente, el paisaje no había cambiado desde hacía cientos de años.

Delante de él, la estrecha carretera seguía serpenteando. Seguía el recorrido de un viejo camino, que había sido trazado respetando los lindes de alguna granja y rodeando el muro de piedra de la parcela de algún pequeño campesino. Ahora, las tierras eran de otros y por allí pasaban los tractores y los camiones de la leche, pero la carretera aún se retorcía, subía y bajaba como siempre, sin motivo aparente.

Incapaz de vencer la sensación de que alguien lo observaba, Noel pensó en aquellos viejos labradores que tenían que medir sus fuerzas con un clima cruel, un entorno agreste, un suelo árido, hincando el arado en una fina capa de tierra, cortando con la hoz una cosecha exigua, arrostrando la ventisca para ir en busca del rebaño y recogiendo turba para usarla como combustible. Imaginó a uno de aquellos hombres haciendo el mismo camino que él recorría ahora, regresando a casa por el valle desierto, quizás a caballo pero, más probablemente a pie, subiendo la cuesta con el cuerpo doblado contra el viento del Oeste. Entonces debía de parecer muy largo el camino y los esfuerzos para la supervivencia, infinitos.

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