Rosamunde Pilcher - Septiembre

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Con motivo de una fiesta de cumpleaños, una serie de personajes procedentes de Londres, Nueva York, Escocia y España coinciden el el pequeño pueblo de Strachroy. Estamos en septiembre, mes durante el cual en Escocia se prodigan celebraciones, cacerías y bailes. Sin embargo, al compás de este ambiente festivo, el destino arrastrará a los protagonistas a situaciones tan dramáticas como sorprendentes, y les obligará a tomar decisiones y afrontar situaciones que marcarán profundamente sus vidas…

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Buscaron a los otros. Vi, Conrad, Pandora, Jeff y Lucilla estaban todos en un corro de dieciséis. La pareja de Vi era un juez de Edimburgo retirado, que abultaba la mitad que ella y, probablemente, era la única persona de la fiesta que la aventajaba en edad. Vi, tan ancha y tan alta, bailaba con la ligereza de una pluma, pasando garbosamente de hombre en hombre sin perder el compás. Mientras ellos miraban, volvió a ocupar su puesto en el corro y otras dos señoras se adelantaron a bailar en el centro. Vi levantó la cabeza y vio a Edmund y Virginia cogidos de la mano en lo alto de la escalera. Su cara risueña y sofocada se nubló un instante. Arqueó las cejas con expresión temerosa e interrogante. En respuesta, Edmund levantó su mano y la de Virginia en actitud de victoria. Ella comprendió y sonrió. El ritmo de la música se aceleró. Vi y el anciano juez se dieron el brazo para volver a girar y Violet puso tanto brío en el movimiento que casi le hizo salir disparado.

Al fin, la cadena, una vuelta final, un largo acorde y el baile terminó. Hubo grandes aplausos y aclamaciones para los músicos. Los danzarines, sudorosos y cansados, querían más. Pedían a grandes gritos que se repitiera.

Pero Violet ya tenía bastante. Se excusó con su pareja y cruzó la pista hacia donde estaban Edmund y Virginia. Ellos bajaron las escaleras y Violet abrazó a su nuera.

– Por fin habéis llegado. Estaba preocupada. ¿Todo bien?

– Todo bien, Vi.

– ¿Y Henry?

– Bien y contento.

Violet miró fijamente a su hijo.

– Edmund, ¿no estarás pensando en enviarlo allí otra vez?

– Con esa mirada, cualquiera se atreve. No. Lo tendremos en casa algún tiempo.

– ¡Oh! Gracias a Dios. Por fin has recobrado la sensatez. Y en más de un sentido, si no me equivoco. Salta a la vista. -Abrió el bolso, sacó el pañuelo y se enjugó la frente-. Yo ya tengo bastante -anunció-. Me voy a casa.

– Pero Vi… -protestó Edmund-. Aún no he bailado contigo.

– Pues vas a tener que resignarte, porque me marcho. He pasado una noche fantástica, he cenado espléndidamente y he bailado. Es la hora de la Cenicienta. Estoy divirtiéndome mucho y es el momento de irse.

– Si quieres, te traeré el coche a la puerta -se ofreció Edmund.

– Muy amable. Subiré a buscar el abrigo. -Besó otra vez a Virginia-. Tenemos muchas cosas de que hablar, pero no es el momento ni el lugar. Estoy muy contenta por vosotros. Buenas noches. Que os divirtáis.

– Buenas noches, Vi.

Edmund, después de mucho buscar, encontró por fin a Pandora en el salón, donde se había instalado una larga barra y se habían dispuesto sofás y sillones para la conversación. Allí había una relativa tranquilidad, aunque no se escapaba por completo de la música de la carpa y de la discoteca. Desde la puerta, vio que varios de los invitados de Verena habían optado por descansar durante un baile o dos para tomar un respiro y una copa. Había algunas jovencitas sentadas en el suelo… buena posición desde la que mirar a los ojos de la pareja. Una de ellas ya había llamado la atención de Edmund porque llevaba el vestido de paillette negro más pequeño que Edmund había visto en su vida: la minifalda apenas le cubría la ingle. Cuando preguntó por su identidad, le dijeron que era una antigua condiscípula de Katy, lo cual resultaba difícil de creer. Aquellas provocativas lentejuelas y las interminables piernas cubiertas de seda negra no casaban con los palos de hockey.

Por fin, Edmund descubrió a Pandora, sentada en el extremo del sofá más próximo a la chimenea, en animada charla con un hombre. Edmund cruzó la habitación hacia ellos, sorteando los obstáculos. Intuyendo su presencia, ella volvió la cabeza.

– Edmund.

– Vamos a bailar.

– ¡Oh!, cielo. Estoy rota. He saltado arriba y abajo como un yo-yo.

– Pues vamos a la discoteca. Están tocando La mujer de rojo .

– Es preciosa. Edmund, ¿conoces a Robert Bramwell, verdad? Claro que sí… si es de la asociación de cazadores, que tonta.

– Lo siento, Robert. No te importa que me la lleve, ¿verdad?

– Claro que no… -el hombre tuvo cierta dificultad para levantarse del sofá, ya que era alto y bastante robusto-…de todos modos he de ir en busca de mi mujer. Le prometí bailar una pieza llamada La casa de los Hamilton . No sé como diantre se baila, pero supongo que será mejor que me presente.

– Ha sido una copa deliciosa -dijo Pandora, a modo de agradecimiento.

– Un placer.

Lo siguieron con la mirada mientras cruzaba la concurrida habitación y desaparecía por la puerta. Entonces Edmund, con toda desfachatez, ocupó su sitio.

– ¡Oh! Que fresco. Creí que querías bailar.

– Pobre hombre. Probablemente, tuvo que hacer muchas maniobras para quedarse a solas contigo y ahora yo le he fastidiado.

– Pero a mí, no. ¿No bebes nada?

– De momento, voy a descansar. Ya he bebido bastante esta noche.

– Pobre. ¡Cuánto jaleo! ¿Cómo está Henry?

– Considerando todo lo que ha tenido que pasar, está en muy buena forma.

– Ha sido muy valiente al escaparse de la escuela. Siempre se necesita valor para escapar.

– Tú te escapaste.

– ¡Oh!, cielo, ¿vamos a volver con eso? Creí que había quedado enterrado para siempre.

– Lo siento.

– ¿Sientes haber vuelto a mencionarlo?

– No. Siento todo lo que pasó. La forma en que me comporté. No te he dado ninguna explicación y supongo que ahora ya es tarde.

– Sí; un poco tarde sí es.

– No me has perdonado.

– ¡Oh!, Edmund, yo no perdono. No soy lo bastante buena para perdonar. Esa palabra no existe en mi vocabulario. ¿Cómo habría yo de perdonar, con todo lo que he hecho sufrir a la gente?

– No es eso.

– Si quieres hablar de ello, seamos objetivos. Dijiste que me escribirías, que estaríamos en contacto, que me querrías siempre y no hiciste ninguna de estas cosas. No era propio de ti faltar a tu palabra y yo no podía comprenderlo…

– Si te hubiera escrito, habría sido para decirte que mis promesas eran vanas y que me echaba atrás. Y fui dejándolo. Y cuando, por fin me sentí con el valor necesario, ya era tarde… De manera que seguí el camino más fácil.

– Eso fue lo malo. Yo creí que tú nunca tomabas el camino más fácil. Pensé que te conocía muy bien y que por eso te quería tanto. Y no podía creer que tú no me quisieras. Con lo que yo te deseaba. Fui una estúpida. Y es que siempre había conseguido todo lo que quería. Que me negaran algo que yo quería era una experiencia nueva y cruel. Y no podía aceptarlo. No podía creer que no fuera a ocurrir un milagro y que todo lo que tú habías hecho… irte a Londres, casarte con Carolina, tener a Alexa… no pudiera quedar automáticamente anulado, disuelto, barrido bajo la alfombra. Una majadería. Pero no tenía más que dieciocho años y nunca fui muy inteligente.

– Lo siento.

Ella le sonrió y le tocó la mejilla con los dedos.

– ¿Te echas tú la culpa por todos los errores que he cometido?

– No lo hagas. Yo nací siendo material de desastre. Los dos lo sabemos. Si no hubieras sido tú, habría sido otro. Y si no hubiera estado allí Harold Hogg con todos sus millones, jadeando de deseo, estoy segura de que habría encontrado a otro no menos extravagante con quien fugarme. Yo nunca te hubiera hecho feliz. Aunque no creo que Carolina te hiciera feliz. Pero ahora me parece que, con Virginia, por fin lo eres. Y eso me hace feliz a mí también.

– ¿Y qué otra cosa podría hacerte feliz?

– Aunque lo supiera, no te lo diría.

– ¿Por qué has vuelto a Croy?

– ¡Oh! Por capricho. Un impulso. Para volver a veros a todos.

– ¿Te quedarás?

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