Rosamunde Pilcher - Septiembre

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Con motivo de una fiesta de cumpleaños, una serie de personajes procedentes de Londres, Nueva York, Escocia y España coinciden el el pequeño pueblo de Strachroy. Estamos en septiembre, mes durante el cual en Escocia se prodigan celebraciones, cacerías y bailes. Sin embargo, al compás de este ambiente festivo, el destino arrastrará a los protagonistas a situaciones tan dramáticas como sorprendentes, y les obligará a tomar decisiones y afrontar situaciones que marcarán profundamente sus vidas…

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El "BMW" tomó el último viraje y la casa apareció recortándose sobre el oscuro telón de fondo del cielo. Parecía enorme e imponente.

– Hoy debe de sentirse orgullosa -dijo Virginia.

– ¿Quién?

– Corriehill. Como un monumento, en memoria de todas las cenas, bodas y bailes que habrá conocido en el curso de su historia. Y bautizos. Y funerales también, supongo. Pero, sobre todo, las fiestas.

Tres potentes focos bañaban de luz a Corriehill desde la base hasta las chimeneas. Detrás estaba la cara iluminada como un teatro de sombras. Deformes siluetas se movían y giraban sobre la blanca lona. Se oía música. Evidentemente, el baile estaba en su apogeo.

A la izquierda de la avenida, otro faro colgaba de un árbol iluminando la gran explanada. Largas hileras de coches, simétricamente aparcados, se extendían hasta perderse de vista. De la oscuridad surgió una figura que agitaba una linterna. Edmund paró el coche y bajó el cristal. El de la linterna se agachó para mirar al interior del "BMW". Era Hughie McKinnon, el viejo chapuzas de los Steynton, al que aquella noche se había asignado la función de vigilante de aparcamiento y que ya olía a whisky.

– Buenas noches, señor.

– Buenas noches. Hughie.

– ¡Ah!, es usted, Mr. Aird. Perdone, no reconocí el coche. ¿Cómo está, señor? -Dobló el cuello un poco más para mirar a Virginia y lanzó otra vaharada de whisky-. ¿Y Mrs. Aird? ¿Cómo está, señora?

– Bien, muchas gracias, Hughie.

– Bueno, bueno… -dijo Hughie-, llegan muy tarde. El resto de su grupo hace más de una hora que está aquí.

– Lo siento pero nos han entretenido.

– En fin, que se le va a hacer. La noche es larga. Ahora, señor -agregó afianzando las piernas-, si tiene la bondad de llevar a la señora a la puerta de la casa y dejarla allí, luego puede volver y yo le ayudaré a aparcar el coche por allá. -El haz luminoso de la linterna se movía en todas direcciones. El hombre eructó discretamente-. Les deseo que se diviertan mucho y lo pasen muy bien.

Dio un paso atrás. Edmund subió el cristal.

– Dudo que Hughie resista toda la noche.

– Por lo menos, lleva calefacción central. No morirá de hipotermia.

El coche se detuvo ante la puerta principal, detrás de un gran "Audi" con matrícula personalizada que descargaba a un grupo de chicos y chicas muy jóvenes, colorados y risueños que, al parecer, llegaban de una larga y fastuosa cena. Virginia subió tras ellos mientras Edmund iba en busca de Hughie para aparcar el coche.

Al entrar en la casa, Virginia se sintió envuelta por la luz, el calor, la música, el olor a flores y a humo de leña, y las voces, saludos, risas y el murmullo de animadas conversaciones. Mientras subía lentamente la escalera, miró por encima de la barandilla la carnavalesca escena. Había gente por todas partes. A muchos los conocía, a otros, no. Habían venido de todo el país expresamente para la fiesta. En la enorme chimenea ardían varios troncos y alrededor de ella charlaban grupos de jóvenes vestidos con kilt y con copas en la mano. Dos eran oficiales de los cuarteles de Relkirk y estaban muy elegantes con sus guerreras rojas.

Del comedor, cuyas puertas estaban festoneadas de seda azul oscuro, llegaba el sonido trepidante de la música disco. Por aquellas puertas circulaba un constante flujo y reflujo de trafico. Los animosos muchachos que desaparecían en la oscuridad remolcando a su chica se cruzaban con las parejas que salían, ellos, tan acalorados como si acabaran de jugar un partido de squash y ellas, arreglándose el pelo con la mano o cogiendo un cigarrillo con aire de forzada naturalidad. Era evidente que la poca luz y el mucho ruido producían cierta excitación sexual.

En uno de los sofás que flanqueaban la puerta de la biblioteca estaba el viejo general Grant-Palmer con su kilt y las rodillas indecentemente separadas. Hablaba con una dama imponente, de busto enorme, a la que Virginia no conocía. Otros estaban en la biblioteca, camino de la carpa. «¡Virginia!» gritó un hombre al verla. Ella agitó la mano, sonrió y siguió subiendo la escalera. Abrió una puerta en la que se leía “Señoras” y entró en un dormitorio, se quitó el abrigo y lo dejó encima de los que se amontonaban en la cama. Se acercó al espejo para peinarse. A su espalda, por la puerta del cuarto de baño, apareció una muchacha. Tenía el pelo muy pálido, como una aureola de milanos y los ojos maquillados a lo oso panda. Virginia iba a decirle amablemente que la falda se le había quedado prendida en las bragas cuando advirtió que se trataba de una falda globo. Deseó que Edmund estuviera allí para reírse juntos. Dio una rápida vuelta sobre sí misma para eliminar las arrugas de la falda, guardó el peine en el bolso y salió de la habitación.

Edmund la esperaba al pie de la escalera. Le dio la mano.

– ¿Todo bien?

– Tengo algo muy divertido que contarte. ¿Has aparcado?

– Hughie me ha encontrado sitio. Ven, vamos a ver que hay.

Ella ya lo había visto la mañana que llevó los floreros, cuando la carpa estaba recién montada y con obreros por todas partes. Ahora estaba transformada y todos los meses que Verena había pasado haciendo planes, sufriendo y trabajando, podían darse por bien empleados. Virginia se dijo que Corriehill tenia que haber sido construido especialmente para una ocasión como esta. El corredor que comunicaba la biblioteca con la carpa abarcaba la escalera de piedra del jardín. Las urnas que adornaban los extremos superior e inferior de la barandilla contenían una masa de lustrosas hojas verdes y crisantemos blancos. Las lámparas que lo iluminaban se balanceaban a la leve corriente de aire.

Se detuvieron en lo alto de la escalera, observatorio natural, y contemplaron la escena con asombro y admiración.

Los altos postes habían sido convertidos en una especie de árboles con gavillas de cebada y ramas de haya y serbal cuajado de bolitas escarlata. Del techo colgaban cuatro resplandecientes arañas de cristal. Al fondo se había levantado un estrado adornado con globos de plata, sobre el que Tom Drystone y su orquesta estaban interpretando La danza del soldado . Tom, como correspondía a su función de director, estaba sentado con su acordeón en medio de los músicos: un piano, dos violines y un joven batería, todos muy elegantes, con su chaqueta blanca y calzas a cuadros. Tom saludó a Virginia con un guiño y un movimiento de cabeza. A su lado, en el suelo, tenía un vaso lleno de cerveza.

Los danzarines, en ruedas de ocho o dieciséis, giraban y formaban figuras, se cogían del brazo, cambiaban de pareja, batían palmas y saltaban al compás de una música hipnótica. En el centro de un corro, un muchacho de gran corpulencia efectuaba una bella exhibición. Parecía lo bastante fuerte como para ser un lanzador de peso o de jabalina, pero esta noche volcaba todas sus energías en el baile. Con los brazos en alto, el kilt brincándole y la camisa rebosándole del chaleco escarlata, se entregaba a la música, azotando el aire con sus piernas musculosas, gritando y saltando a gran altura.

– Como no tenga cuidado, ese chico se hará dañó -comentó Edmund.

– O matará a alguna chica.

Pero las chicas estaban encantadas y chillaban de júbilo cuando las levantaba o las hacía girar como peonzas. Virginia pensó que en cualquier momento una de ellas podía ser arrojada como una muñeca hacia el techo de la carpa.

Edmund le oprimió el codo.

– Fíjate en Noel.

Virginia siguió la dirección de su mirada y, al ver a Noel, se echo a reír. Se encontraba en el centro de un corro y, por su expresión de perplejidad, era evidente que no tenía la menor idea de lo que debía hacer. Alexa, con gran presencia de ánimo y ahogando la risa, intentaba encaminarle hacia la muchacha con la que debía bailar a continuación, la cual, con expresión de burlón aburrimiento, no hacía nada por ayudarle.

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