Rosamunde Pilcher - Septiembre

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Con motivo de una fiesta de cumpleaños, una serie de personajes procedentes de Londres, Nueva York, Escocia y España coinciden el el pequeño pueblo de Strachroy. Estamos en septiembre, mes durante el cual en Escocia se prodigan celebraciones, cacerías y bailes. Sin embargo, al compás de este ambiente festivo, el destino arrastrará a los protagonistas a situaciones tan dramáticas como sorprendentes, y les obligará a tomar decisiones y afrontar situaciones que marcarán profundamente sus vidas…

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Alexa.

– Es una danza endiablada, ¿no cree?

Noel se volvió y vio a su lado a un hombre que, al parecer, había venido a disfrutar del espectáculo.

– Desde luego -asintió Noel-. ¿Cómo se llama?

– Es el baile de la Cincuenta y una División Highland.

– Nunca lo había oído nombrar.

– Fue compuesto durante la guerra, en un campo de prisioneros alemán.

– Parece muy complicado.

– ¿Y por qué no? Tuvieron cinco años y medio para inventarlo.

Noel sonrió cortésmente y volvió a observar a Alexa. Pero ya empezaba a impacientarse y desear que el baile acabara pronto. Y a los pocos instantes, terminó. Unas últimas notas vibrantes y un ensordecedor redoble de tambores. Los aplausos y aclamaciones sucedieron a la música, pero Noel no perdió ni un momento. Dejó la copa en la primera maceta que encontró y se abrió paso entre la gente hasta donde se encontraba Alexa, que en aquel momento recibía un abrazo de gratitud de su acalorada pareja.

– Alexa.

Ella se volvió y, al verle su cara se iluminó. Se desasió del soldado y le tendió la mano.

– Noel, ¿dónde estabas?

– Ya te explicaré. Vamos a beber algo… -La tomó de la mano con firmeza para llevarla fuera de la pista. Ella se volvió hacia el soldado y le dio las gracias, pero sin resistirse al empuje de Noel. Salieron de la carpa y cruzaron la biblioteca. Noel buscaba un lugar tranquilo. La escalera podía ser tan buen sitio como cualquier otro.

– Pero, Noel, creí que íbamos a beber algo.

– Dentro de un momento.

– Me llevas al tocador de señoras.

– Nada de eso.

En el rellano había tranquilidad y penumbra. Se sentó en la amplia escalera alfombrada y la hizo sentarse a su lado, le tomó la cara entre las manos, le besó las mejillas rojas y cálidas, la frente, los ojos y la boca, para acallar sus risas y protestas.

Aquello duró un rato. Por fin, se separaron. Al cabo de un momento, él dijo:

– Mientras te veía bailar estaba deseando hacer esto.

– No te entiendo, Noel.

– Yo tampoco -sonrió él.

– ¿Qué ha pasado?

– He acompañado a Pandora a Croy.

– No sabía dónde estabas.

– Te quiero.

– Te busqué, pero…

– Quiero tenerte siempre a mi lado.

– Ya me tienes.

– Hasta que la muerte nos separe.

Ella se volvió bruscamente, casi atemorizada.

– Noel…

– Por favor.

– Pero eso es para siempre.

Él recordó a la pareja que volvía a casa en la oscuridad cogidos del brazo, juntos.

– Ya lo sé. -En la vida se había sentido tan confiado, tan valiente, tan seguro-. ¿Te das cuenta, mi querida Alexa? Te estoy pidiendo que te cases conmigo.

Pandora cerró la puerta. El interior de la casa, con las cortinas echadas y las ventanas cerradas, estaba oscuro y en el gran vestíbulo no había más iluminación que la emitida por el rescoldo incandescente del fuego. Estaba sola.

Era la primera vez en su vida que estaba sola en Croy. Siempre había alguien más en la casa: Archie, Isobel, Lucilla, Conrad, Jeff… y, antes que ellos, sus padres, los criados y una sucesión de amigos e invitados yendo y viniendo. Voces y risas lejana.

Encendió la luz, subió la escalera y cruzó el rellano del primer piso en dirección a su habitación. La encontró como la había dejado, con prendas de vestir por todas partes, la cama arrugada, el vaso de whisky todavía en la mesita de noche junto a la radio y una novela de tapas ajadas. El tocador estaba lleno de frascos y tarros y cubierto de polvo facial; la puerta del armario estaba abierta y había unos zapatos desperdigados en el suelo. Arrojó el bolso sobre la cama y se acercó al abombado canterano. Allí estaba la carta que había escrito antes de sucumbir al cansancio y echarse en la cama a cerrar los ojos un momento. La cogió y la leyó. No le llevó mucho tiempo. Dobló el papel y lo metió en un sobre, lo humedeció con la lengua, lo oprimió entre los dedos y lo dejó encima de la carpeta.

Entró en el cuarto de baño, que se encontraba en su habitual estado de desorden, con las toallas por el suelo y la pastilla de jabón, reblandecida, en el fondo de la bañera. En el lavabo, llenó un vaso de agua y lo bebió mientras se miraba al espejo. Los frascos de las píldoras estaban en el estante. Alargó la mano hacia uno de ellos, pero por torpeza o tal vez por el temblor de la mano tiró el frasco de “Poison” que estaba al lado. Lo vio caer como a cámara lenta. Hasta que chocó contra el lavabo y se hizo añicos, no alargó la mano para cogerlo.

Demasiado tarde. Ya estaba roto. El lavabo se llenó de cristales y el olor del precioso y dorado perfume casi la anestesió…

Rayos.

No importaba. No valía la pena intentar limpiar el desastre porque sólo conseguiría destrozarse los dedos. Por la mañana. Mañana por la mañana, Isobel se encargaría de ello.

Metió el frasco de píldoras en el bolsillo del abrigo de visón, y después de apagar cuidadosamente todas las luces, cerró la puerta del dormitorio y bajó al salón. Accionó el interruptor principal y la enorme lámpara de cristal que colgaba del centro del techo se encendió con mil fulgores. También aquí el fuego estaba casi consumido, pero la habitación se mantenía caliente, con su ajado ambiente familiar, sus paredes de damasco rojo, los retratos y los cuadros que Pandora había visto allí toda la vida. Los maltratados sillones y sofás. Los almohadones que no hacían juego, el pequeño reposapiés de terciopelo verde en el que se sentaba de niña mientras su padre le leía en voz alta, antes de que se acostara. Y el piano. Por la noche, mamá solía tocar el piano y Pandora y Archie cantaban viejas canciones. Canciones escocesas. Canciones que hablaban de lealtad, amor y muerte… Casi todas terriblemente tristes.

«Riberas y prados del dulce Doon,

¿cómo podéis florecer con tanta belleza y fragancia…?»

Qué gusto, poder tocar como tocaba mamá. Pero Pandora se cansó pronto de las lecciones y su madre, siempre tan condescendiente, consintió en que las dejara. Y nunca aprendió a tocar el piano.

Otra pena que sumar a las demás. Otro placer perdido. Se acercó al piano, levantó la tapa y, con el índice, atascándose, fue pulsando las notas:

«Va mucho, mucho tiempo

de mayo a diciembre

pero los días se acortan…»

Nota equivocada, prueba otra vez.

«…se acortan

cuando llega septiembre.»

No era una gran interpretación.

Cerró el piano, salió del salón, cruzó el vestíbulo y entró en el comedor. Aquí había más restos. La mesa seguía puesta, con las tazas de café vacías, las copas de oporto, las servilletas arrugadas, unos envoltorios de bombones, el humo de los habanos. El aparador estaba lleno de botellas y Pandora encontró una que todavía contenía tres cuartos de champaña, en la que Archie había puesto un tapón hermético a fin de conservarlo para otra ocasión. Con la botella en la mano, volvió al vestíbulo y salió por la puerta principal.

El “Land Rover” de Archie esperaba. Se sentó al volante. El interior del vehículo estaba sucio y olía mal. Nunca lo había conducido y tardó unos momentos en averiguar el funcionamiento del arranque, el cambio de marchas y las luces. Pero por fin lo descubrió y, sólo con las luces de posición encendidas, el viejo motor empezó a zumbar y el vehículo se puso en marcha.

Bajó por la avenida, entre las oscuras masas de los rododendros, cruzó el portillo de los rebaños y torció a la derecha en dirección a la montaña. Conducía muy despacio, con precaución, escudriñando el terreno al resplandor de las pequeñas luces de posición, como si caminara de puntillas. Pasó por la granja, los establos, la casa de Gordon Gillock… Temía que el ruido del coche pudiera despertar a los perros de Gordon, que empezarían a ladrar haciendo acudir a su amo. Pero no fue así.

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