Rosamunde Pilcher - Septiembre

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Con motivo de una fiesta de cumpleaños, una serie de personajes procedentes de Londres, Nueva York, Escocia y España coinciden el el pequeño pueblo de Strachroy. Estamos en septiembre, mes durante el cual en Escocia se prodigan celebraciones, cacerías y bailes. Sin embargo, al compás de este ambiente festivo, el destino arrastrará a los protagonistas a situaciones tan dramáticas como sorprendentes, y les obligará a tomar decisiones y afrontar situaciones que marcarán profundamente sus vidas…

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El sol empezaba ya asomar cuando Archie entró en el camino de Croy y empezó a subir la cuesta. La explanada estaba vacía. No vio el “Land Rover". El bueno de Jeff lo habría llevado al garaje.

Salió del minibús y entró en la casa. Estaba físicamente cansado y le dolía atrozmente el muñón, como siempre que permanecía mucho rato apoyado en él. Subió la escalera despacio, amarrándose a la barandilla. Encontró a Isobel profundamente dormida. En el suelo había un reguero de prendas, zapatos y ropa interior. El hermoso vestido azul oscuro estaba abandonado en el sofá, al pie de la cama; las alhajas, en el tocador y el bolso, en una silla. Archie se sentó en la cama y la contempló. No se había quitado el rimel de las pestañas y tenía el pelo revuelto. Le dio un beso. Ella no se movió.

La dejó dormir, entró en su vestidor y, lentamente, se desnudó. Pasó al baño y abrió los grifos de la bañera. El agua caliente llenó el aire de vapor. Archie se sentó en la tapa del water, se soltó el arnés de la pierna artificial y la dejó en la alfombra. Después, con una técnica perfeccionada a lo largo de los años, se introdujo en el agua caliente.

Estuvo mucho rato en el baño, abriendo el grifo cada vez que el agua empezaba a enfriarse. Se enjabonó, se afeitó y se lavó el pelo. Pensó en meterse en la cama pero no lo hizo. Puesto que ya era de día, valía más seguir de pie.

Al poco rato bajó a la cocina con un viejo pantalón de pana y un jersey de cuello vuelto de mucha edad y mucho abrigo. Los perros le esperaban, preparados para su paseo matinal. Archie puso el cacharro al fuego. Cuando volviera, tomaría una taza de té. Cruzó el vestíbulo y abrió la puerta principal para que salieran los perros. Los animales echaron a correr hacia la hierba por la explanada, olfateando a los conejos que habían correteado por allí durante la noche. Archie los siguió con la mirada desde lo alto de la escalera. Las siete y el sol empezaba a subir. Una mañana de nácar, con apenas una nubecilla flotando por el Oeste. Los pájaros cantaban y en aquella quietud se podía oír hasta el motor de un coche que arrancaba en el fondo del valle y se alejaba por el pueblo.

Otro sonido. Pasos que se acercaban por la grava, procedentes del portillo de los rebaños. Se volvió y, con sorpresa, vio acercarse la figura inconfundible de Willy Snoddy, con su perro pegado a los talones. Willy, tan desastrado como siempre, con su gorra, su pañuelo al cuello y la vieja chaqueta de los grandes bolsillos de furtivo.

– Willy -Archie bajó las escaleras para ir a su encuentro-. ¿Qué haces? -pregunta superflua, porque sabía perfectamente que a aquellas horas de la mañana Willy siempre hacía lo mismo, y no era nada bueno.

– Yo… -El viejo abrió la boca y volvió a cerrarla. Sus ojos encontraron la mirada de Archie y la rehuyeron-. Yo… yo estaba arriba, en el lago… Yo y el perro. Yo…

Se había atascado.

Archie esperó. Willy hundió las manos en los bolsillos y volvió a sacarlas. Y entonces el perro empezó a aullar. Willy le dio un golpe en la cabeza, con un juramento, pero Archie sintió un escalofrío y tensó los músculos con un terrible presentimiento.

– Bien, ¿qué ocurre? -preguntó, secamente.

– Yo estaba arriba, en el lago…

– Eso ya me lo has dicho.

– Sólo para una trucha o dos… -Pero no era eso lo que Willy había venido a decir-. El “Land Rover” estaba allí. Y el abrigo de piel de la señora…

Entonces, Willy hizo algo insólito. En instintiva y conmovedora señal de respeto, se quitó la gorra. La retorció entre las manos. Archie nunca le había visto descubierto. La gorra de Willy formaba parte de su estampa y se decía que hasta dormía con ella. Vio que era un poco calvo y que su pelo, pobre y blanco, apenas le cubría el cráneo. Sin su canallesca gorra, el furtivo parecía desarmado. Ya no era el desaprensivo que merodeaba con los bolsillos llenos de hurones, sino un viejo rústico ignorante y desconcertado que buscaba palabras para decir lo indecible.

– Lucilla.

La voz venía de muy lejos, Lucilla decidió no hacer caso.

– Lucilla.

Una mano la sacudió suavemente por el hombro.

– Lucilla, cariño…

Su madre. Lucilla gimió, hundió la cara en la almohada y despertó lentamente. Permaneció quieta un momento, se volvió boca arriba y abrió los ojos. Isobel estaba sentada en el borde de la cama, con la mano en el hombro de Lucilla, cubierto con su camiseta.

– Cariño, despierta.

– Estoy despierta -musitó Lucilla. Bostezó, se desperezó y parpadeó-. ¿Por qué me despiertas? -preguntó, con resentimiento.

– Lo siento.

– ¿Qué hora es?

– Las diez.

– ¡Las diez! Pero, mamá, quería dormir hasta la hora del almuerzo…

– Ya lo sé. Lo siento.

Lucilla se despejó poco a poco. Las cortinas estaban corridas y el sol de la mañana penetraba oblicuamente hasta el último rincón de la habitación. La muchacha miró a su madre con ojos de sueño. Isobel estaba vestida, llevaba un pullover y un pantalón de franela pero tenía el pelo revuelto, como si sólo hubiera tenido tiempo de pasarse el peine de cualquier manera, y parecía tensa. Pero era natural, estaría cansada. Falta de sueño. Nadie se había acostado antes de las cuatro.

Pero no sonreía.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Lucilla, frunciendo el ceño.

– Cariño, tenía que despertarte. Sí, ha ocurrido algo. Algo muy triste. Tengo que decírtelo. Procura ser valiente. -Lucilla abrió mucho los ojos, con temor-. Se trata de Pandora… -Su voz tembló-. Lucilla, Pandora ha muerto…

Muerta. Pandora, muerta.

– ¡No! -La reacción instintiva fue de incredulidad-. No puede ser.

– Cariño, es verdad.

Ahora estaba completamente despierta. La impresión había ahuyentado el sueño.

– Pero, ¿cuándo? -Noel Keeling había acompañado a Pandora a casa-. ¿Cómo? -Imaginaba a Pandora como una aparición quieta en la cama, sin respirar. Un ataque al corazón, quizá.

Pero, muerta, no. Pandora, no.

– Se suicidó, Lucilla. Creemos que se arrojó al lago.

– ¿Qué se suicidó? ¿Cómo? -Era espantoso, inconcebible.

– Se ahogó. Se llevó el “Land Rover“ de papá. Debió de pasar por la casa de Gordon Gillock. Pero los Gillock no oyeron nada. La puerta de los ciervos estaba cerrada. Debió echar el pestillo.

Pandora, ahogada, Lucilla recordó a Pandora bañándose desnuda en un río de Francia, nadando contra la corriente, llamando a Jeff y Lucilla, gritándoles que el agua estaba deliciosa, que se decidieran.

Pandora, ahogada. Cerrando la pesada puerta tras ella. Sin duda, esto era la prueba de que no se había suicidado. Porque, en tales circunstancias, nadie se molestaría en cerrar una puerta.

– No. Tiene que haber sido un accidente. Ella nunca, nunca se hubiera matado. No, mamá. Pandora, no…

– No fue un accidente. Todos esperábamos que lo fuera. Que al volver del baile, se le hubiera ocurrido la idea de ir a nadar. Era la extravagancia propia de ella. Un impulso, un capricho. Pero, junto al lago encontraron el abrigo de visón, las sandalias, un frasco vacío de píldoras para dormir y el resto de una botella de champaña.

«Y el resto de una botella de champaña». El resto del vino, como un rito final, terrible.

– … y, cuando fuimos a su habitación, encontramos una carta para tu padre.

Entonces, Lucilla comprendió que era verdad. Estaba muerta. Pandora se había ahogado. Se estremeció. Había un viejo cardigan junto a la cama, en una silla. Lucilla se sentó y se lo puso sobre los hombros.

– Cuéntame qué ocurrió.

Isobel cogió las manos de Lucilla.

– Willy Snoddy subió esta mañana al lago a pescar unas cuantas truchas al amanecer. Había subido andando desde el pueblo con el perro. Vio el “Land Rover” al lado de la cabaña y, luego en la orilla, el abrigo. Pensó como nosotros, que quizás alguien había subido a tomar un baño nocturno. Pero, entonces, vio el cuerpo, que había sido arrastrado al rebosadero.

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