Yann Martel - Vida de Pi

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Pi Pattel es un joven que vive en Pondicherry, India, donde su padre es el propietario y encargado del zoológico de la ciudad. A los dieciséis años, su familia decide emigrar a Canadá y procurarse una vida mejor con la venta de los animales. Tras complejos trámites, los Pattel inician una travesía que se verá truncada por la tragedia: una terrible tormenta hace naufragar el barco en el que viajaban.
En el inmenso océano Pacífico, una solitaria barcaza de salvamento continúa flotando a la deriva con cinco tripulantes: Pi, una hiena, un orangután, una cebra herida y un enorme macho de tigre de Bengala. Con inteligencia, atrevimiento y, obviamente, miedo, Pi tendrá que echar mano del ingenio para mantenerse a salvo mientras los animales tratan de ocupar su puesto en la cadena alimentaria y, a la postre, tendrá que defender su liderazgo frente al único que, previsiblemente, quedará vivo. Aprovechando su conocimiento casi enciclopédico de la fauna qua habitaba el zoológico, el joven intentará domar a la fiera, demostrar quién es el macho dominante y sobrevivir con este extraordinario compañero de viaje.
Yann Martel consigue con talento, humor e imaginación un ejercicio narrativo que deleita y sorprende a un lector que, cautivado por una de las historias más prodigiosas de los últimos tiempos, se verá atrapado hasta el asombroso e inesperado final.
«Si este siglo produce algún clásico literario, Martel es, sin duda, uno de los aspirantes.» The Nation
«Vida de Pi es como si Salman Rushdie y Joseph Conrad elucubraran juntos sobre el sentido de El viejo y el mar y Los viajes de Gulliver.» Financial Times
«Para aquellos que creían que el arte de la ficción estaba moribundo, les recomiendo que lean a Martel con asombro, placer y gratitud.» ALBERTO MANGUEL

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¿Lo dijo? ¿O me vienen a la memoria las frases de ateos posteriores? En cualquier caso, dijo algo por el estilo. Nunca había oído semejantes palabras.

– ¿Por qué tolerar la oscuridad? Todo ya está aquí y está claro si sabemos mirar con la atención debida.

Estaba señalando a Pico. Bueno, aunque sentía una gran admiración por Pico, jamás me había imaginado a un rinoceronte como una bombilla.

Siguió:

– Hay gente que dice que Dios murió durante la División de 1947. Podría haber muerto en 1971 durante la guerra. O quizá muriera aquí mismo en un orfanato de Pondicherry. Eso es lo que algunos dicen, Pi. Cuando yo tenía tu edad, vivía postrado en la cama, víctima de la polio. Cada día me preguntaba: «¿Dónde está Dios? ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está Dios?». Y Dios nunca vino. No fue Dios quien me salvó. Fue la medicina. La razón es mi profeta y me dice que igual que un reloj se para, nosotros nos morimos. Se acabó. Y si el reloj no funciona bien, nosotros mismos tenemos que arreglarlo aquí y ahora. Un día nos haremos con los medios de producción y habrá justicia en la Tierra.

Sus palabras me aturdieron. No me asustó el tono, pues hablaba con el mismo cariño y valentía de siempre, pero los detalles me parecieron de lo más funesto. Me quedé callado, pero no por miedo a hacer enojar al señor Kumar. Lo que más temía era que con cuatro palabras me acabara destrozando algo que yo amaba. ¿Y si sus palabras tenían el mismo efecto de la polio sobre mí? ¡Qué enfermedad más terrible la que es capaz de matar a Dios en un hombre!

Se alejó de mí, lidiando con el mar salvaje que era suelo firme.

– No olvides que el martes tienes un examen. Estudia mucho, 3,1416.

– Sí, señor Kumar.

Se convirtió en mi profesor favorito en el Petit Séminaire y el motivo por el que estudié zoología en la Universidad de Toronto. Me sentí identificado con él. Fue el primer indicio de que los ateos son mis hermanos y hermanas de otra fe, y que cada una de sus palabras hablan de la fe. Al igual que yo, dejan que las piernas de la razón les lleven hasta donde puedan, y entonces se lanzan.

Voy a ser franco. Los que me sacan de quicio no son los ateos, sino los agnósticos. La duda es útil durante un tiempo. Todos tenemos que pasar por el jardín de Gethsemaní. Si Cristo dudó, nosotros también debemos. Si Cristo pasó una noche entera de angustia rezando, si gritó desde la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», no cabe duda de que a nosotros también se nos permite dudar. Pero hay que progresar. El hecho de escoger la duda como filosofía de vida es como elegir la inmovilidad como forma de transporte.

CAPÍTULO 8

Como solemos decir los del gremio, el animal más peligroso de un zoológico es el Hombre. En general, nos referimos al excesivo sentido depredador de nuestra especie que ha convertido al planeta entero en nuestra presa. En concreto, nos referimos a las personas que dan anzuelos a las nutrias, cuchillas a los osos, manzanas llenas de clavos a los elefantes, y otras variaciones de ferretería sobre el mismo tema: bolígrafos, clips, imperdibles, gomas elásticas, peines, cucharitas, herraduras, trozos de vidrio, anillos, broches y otras alhajas (no sólo de bisutería ni de plástico, sino alianzas de oro también), pajitas, cubiertos de plástico, pelotas de ping-pong, pelotas de tenis, entre otros. El obituario de los animales de zoológico que han muerto a causa de comerse algún cuerpo extraño incluiría gorilas, bisontes, cigüeñas, ñandúes, avestruces, focas, leones marinos, felinos mayores, osos, camellos, elefantes, monos y casi todas las variedades de ciervo, rumiante y pájaro cantor. Entre los guardianes de los zoológicos, la muerte de Goliat se hizo famosa. Era un elefante marino macho, una bestia grandiosa y venerable que pesaba dos toneladas, la estrella del zoológico europeo donde vivía y adorado por todos los que iban a visitarlo. Murió de una hemorragia interna después de que alguien le diera una botella de cerveza rota.

Muchas veces esta crueldad es más activa y directa. La bibliografía contiene informes sobre el enorme sufrimiento ocasionado a los animales de zoológico: un picozapato que murió de shock después de que alguien le rompiera el pico con un martillo; un alce americano que perdió la barba y un pedazo de piel del tamaño de un dedo con la ayuda del cuchillo de un visitante (el mismo arce fue envenenado seis meses después); un mono al que le rompieron el brazo cuando iba a coger los cacahuetes que le ofrecían; un ciervo que perdió los cuernos por culpa de una sierra de arco; una cebra a la que apuñalaron con una espada; y otras agresiones llevadas a cabo con bastones, paraguas, horquillas, agujas de tejer, tijeras y otros objetos, a menudo con el propósito de sacarles un ojo o lastimarles los órganos sexuales. También hay aquellos que los envenenan. Luego hay indecencias todavía más extrañas: los onanistas que se satisfacen delante de monos, ponis y pájaros; un fanático religioso que le cortó la cabeza a una serpiente; un demente a quien le dio por orinar en la boca de un uapití.

El zoológico de Pondicherry corrió mejor suerte. Nos libramos de los sádicos que asediaban los zoológicos europeos y americanos. Aun así, nuestro agutí dorado desapareció, robado por alguien que se lo comió. Al menos es lo que presumió mi padre. Algunas de nuestras aves, entre ellas faisanes, pavos reales y guacamayos, perdieron plumas a manos de gente que codiciaba su belleza. Cogimos a un hombre que pretendía entrar en el corral de los ciervos enanos con un cuchillo. Dijo que iba a castigar al malvado Ravana (que, según el Ramayana, tomó la forma de un ciervo cuando secuestró a Sita, la consorte de Rama). Pillamos a otro hombre que quería robar una cobra. Era un encantador cuya serpiente había muerto. Pudimos salvar a los dos: redimimos a la serpiente de una vida de servidumbre y música horrorosa, y al hombre de una posible mordedura letal. De vez en cuando tuvimos que vérnoslas con gente que tiraba piedras a los animales porque estaban demasiado plácidos y querían provocar una reacción. Y tuvimos el caso de una mujer cuyo sari quedó atrapado en la boca de un león. Empezó a dar vueltas como una peonza, optando por un bochorno mortal antes que un final mortal. Lo más curioso es que ni siquiera fue un accidente. Se había inclinado hacia la jaula, metiendo la mano entre las rejas, y había agitado el sari delante de la cara del león. Nunca supimos qué pretendía conseguir. Salió ilesa, pero de repente vino en su ayuda una manada de hombres fascinados. La explicación aturrullada que ofreció a papá fue: «¿Dónde se ha visto un león comerse un sari de algodón? Creí que los leones eran carnívoros». Pero los que más problemas causaban eran los que daban de comer a los animales. Aunque nunca bajamos la guardia, el doctor Atal, el veterinario del zoológico, siempre sabía por el número de animales con trastornos digestivos cuáles habían sido los días más concurridos. Solía llamar «tentempié-itis» a los casos de enteritis o gastritis debidos a un exceso de carbohidratos, sobre todo azúcar. Ojalá sólo les hubieran dado caramelos. La gente cree que los animales pueden comer de todo sin que les perjudique la salud en lo más mínimo. No es así. Uno de nuestros perezosos se puso gravemente enfermo con una enteritis hemorrágica después de que un hombre que creía estar haciendo una buena obra le dio pescado podrido.

En una pared justo al otro lado de la taquilla, mi padre había escrito la siguiente pregunta en grandes letras rojas: ¿SABES CUÁL ES EL ANIMAL MÁS PELIGROSO DEL ZOOLÓGICO? Había una flecha que señalaba una pequeña cortina. Tantas eran las manos curiosas e impacientes que tiraban de ella que cada dos por tres teníamos que cambiarla. Detrás de la cortina había un espejo.

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